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Reseña
Pablo García Martínez, Un largo puente de papel. Cultura impresa y humanismo antifascista en el exilio de Luis Seoane (1936-1959),
Diego García (1)
(1) Universidad Nacional de Córdoba
Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2021, 258 páginas
El libro de Pablo García Martínez –que recupera y replantea la investigación realizada para su tesis doctoral defendida en 2018 en la City University of New York– se concentra en la reconstrucción de la trayectoria de Luis Seoane (Buenos Aires, 1910 - La Coruña, 1979) durante las dos primeras décadas de su exilio argentino; entre mediados de la década del 30 y fines de la del 50.
La decisión de hacer foco sobre la figura de Luis Seoane –abogado laboralista, artista plástico, editor, escritor, organizador cultural y militante de la izquierda galleguista– ofrece una guía privilegiada, aunque no exenta de dificultades, para reconstruir las ideas, representaciones e ilusiones del sector intelectual identificado con el antifascismo en aquellos años. Guía privilegiada tanto por la diversidad de sus ocupaciones, como por una energía, al parecer inagotable, para promover y participar de múltiples emprendimientos político-culturales y, no menos importante, por ocupar una posición de enlace entre diversos mundos: el de su lugar de origen (Galicia) y su destino (Argentina), el de los diferentes grupos de exiliados gallegos y españoles (entre sí, y con los argentinos), el de los sectores de la izquierda comunista y aquellos identificados con la cultura liberal-democrática. Las dificultades derivan a su vez de esa condición ecuménica. Como sea, Pablo García Martínez las evita, al considerar, antes que su incierta representatividad, la relevancia de Seoane para iluminar el dinámico e intenso universo político-cultural del antifascismo en aquellas décadas.
Apenas llegado en 1936 a Buenos Aires vía Lisboa tras el inicio de la guerra civil española (y recordemos que en Galicia los sublevados se impusieron rápidamente y de manera sumamente violenta), Seoane se vincula al sector de la industria editorial argentina, que atravesaba un momento de expansión y consolidación en el que los exiliados, y no solo los españoles, cumplirán un rol central (tal como mostraron, entre otros, los estudios de Fabio Espósito, José Luis de Diego o Gustavo Sorá). El mundo editorial ofrecía varias ventajas a los exiliados españoles que procedían del espacio de la cultura y la política: un trabajo y un ingreso regular y la posibilidad de publicar sus escritos, pero también de llevar adelante actividades de promoción y divulgación cultural que podían cumplir tanto una función pedagógica general como una político-ideológica. En especial cuando la “defensa de la cultura” se había convertido en un lema de batalla frente a la “barbarie” de los totalitarismos europeos. Defensa, precisa García Martínez, en un doble sentido: de enfrentamiento al ataque fascista, en primer lugar, y de resguardo, en segundo lugar, de una tradición que merece y debe ser preservada: la del legado humanista (e ilustrado).
Considerando este fenómeno –y tomando de modelo los estudios recientes de la academia anglosajona que postulan un “vínculo dialéctico” entre modernism y cultura impresa–, Pablo García Martínez privilegia en su libro una perspectiva que se concentra en lo que podríamos llamar, siguiendo a Régis Debray, las formas y procesos materiales a través de los cuales se transmiten las ideas. García Martínez defiende, en este sentido, que el desarrollo de la cultura impresa hizo posible y modeló el antifascismo de aquellas décadas. Enfatiza, en especial, la importancia que las revistas tuvieron en ese proceso marcado por una creciente tensión política que comunicaba –bajo un cielo en apariencia común– realidades alejadas, no solo en el espacio, como la europea y la argentina.
La trayectoria de Seoane se perfila considerando su participación en diversos periódicos y revistas que alimentan sus proyectos estéticos y políticos, así como motorizan las diversas y cambiantes estrategias artístico-culturales que va diseñando para afrontar un presente que nunca termina de ajustarse a sus expectativas o deseos –y que en ocasiones parece confundirse con la imagen de la amenaza–. El libro está dividido en tres partes (y, a su vez, cada parte en tres capítulos) que avanzan en el análisis informado y detallado de la actividad del argentino-gallego en una serie numerosa de publicaciones periódicas y emprendimientos editoriales a lo largo de esos años.
La primera parte, “Encuentros de la cultura antifascista”, reconstruye la primera etapa del exilio de Seoane tras su retorno a la Argentina, aproximadamente entre 1936 y 1945. Estos años van a estar marcados por su apuesta repetida a la conformación de un antifascismo amplio –que reúne a socialistas, comunistas y liberales– y al intento de conectarlo con el antifascismo gallego y español. La política frentista promovida por el Partido Comunista desde 1935 ofrece una herramienta privilegiada, y el avance de los totalitarismos en Europa un motivo urgente. García Martínez da cuenta de las primeras colaboraciones de Seoane en el diario Crítica y, especialmente, en Unidad. Por la defensa de la cultura (publicación orgánica de la aiape, Asociación de Intelectuales, Artistas, Periodistas y Escritores, fundada por Aníbal Ponce en 1935) que reproduce en una de sus tapas un dibujo de Seoane titulado “Fascismo” que había sido publicado en el álbum Trece estampas de la traición (1937) gracias a las gestiones de su amigo Norberto Frontini. En esas intervenciones –señala García Martínez– Seoane hace uso de un lenguaje plástico forjado en los años previos en Galicia, fuertemente afectado por el expresionismo desencantado y denuncialista de George Grosz. Ese “viñetismo ácido”, sin embargo, irá dejando paso tras algunos años a dibujos de un trazo nítido y simple, con figuras de referencias clásicas que van a ilustrar la notable revista De Mar a Mar (1942/1943), el libro Homenaje a la Torre de Hércules, el Correo Literario (1943-1945, publicación dirigida junto con sus coterráneos y amigos Arturo Cuadrado y Lorenzo Varela), o varias de las tapas que ilustraba para diversas editoriales (Emecé, Nova, etc.). La recuperación del legado de la belleza clásica, según García Martínez, se enmarca en la defensa de un humanismo amplio en el que conviven sectores político-intelectuales heterogéneos que coinciden en oponerse a la barbarie y la “irracionalidad” de los totalitarismos, y que sirve, a su vez, para imaginar un futuro distinto al presente hostil que les toca vivir.
La segunda parte, titulada “Modernidades divergentes”, recupera el proyecto polémico –pero de baja tensión política y de un nuevo espíritu internacionalista– de arte moderno, que se despliega en las páginas de la revista Ver y Estimar (1948-1955). García Martínez lo aprovecha para contrastar las posiciones estéticas de dos antiguos compañeros de la militancia antifascista porteña: Jorge Romero Brest –el impulsor de la publicación– y Luis Seoane –cuya producción plástica es seguida con interés y atención por la revista–. Más allá de indicar la fragmentación de aquel espacio antes compartido, el contraste ilumina una divergencia profunda que no se limita a opciones estéticas, sino que involucra el vínculo entre arte y sociedad y, en última instancia, lecturas divergentes del presente. Romero Brest promueve un arte que dialoga con la reciente centralidad de Nueva York como centro artístico internacional, y que encuentra en el expresionismo abstracto y en la abstracción geométrica opciones plásticas que expresan la novedosa sensibilidad de un presente separado del pasado reciente. Para Seoane, en cambio, la misma noción de “posguerra” era inaceptable ya que daba por cerrada la etapa anterior. Así, no abandona la figuración (ni los motivos clásicos y populares) y, como explica García Martínez, la defensa de la práctica artística definida en contacto con el medio que la produce lo conduce a desarrollar –ya que, al igual que para los demás exiliados, el medio no está al alcance de la mano– un “realismo del recuerdo”: “no pinta lo que ve, sino que se ayuda de su pintura para poder ver a través de su memoria” (p. 144). El peronismo –cuya aversión compartía con sus amigos argentinos, fuesen de la izquierda o liberales, y en el que encontraba un aire de familia con el fascismo– y, en especial, las crecientes dudas que debilitaban la creencia antes extendida sobre el pronto colapso del franquismo tras el fin de la Segunda Guerra Mundial sin duda tallaron en el rechazo decidido de Seoane a considerar que el nuevo contexto internacional suponía un corte con los años previos.
En la tercera parte, “En busca de lo nacional-popular”, esta misma reyerta en torno a si el pasado reciente era parte de una historia ya superada o si seguía, en cambio, marcando el pulso del presente, será recuperada como uno de los puntos de desacuerdo entre los antiguos militantes del nacionalismo galleguista de preguerra. Los capítulos de esta parte se concentran en las diversas formas de definir la identidad gallega que promovieron, desde Vigo, la editorial Galaxia, y desde Buenos Aires, la revista Galicia Emigrante (su proyecto “más personal”) que Seoane junto con un grupo de exiliados comenzó a publicar a mediados de la década del 50. Los intentos de colaboración –de restitución de aquella antigua unidad galeguista– fracasan en gran medida porque los espacios de cada grupo viven dinámicas político-intelectuales tan alejadas, que dificultan su comunicación. Si en la búsqueda de Seoane –sugiere García Martínez– se percibe el rastro de las reflexiones de Agosti sobre lo nacional-popular (que orientan la renovación del marxismo), el prolongado asilamiento no solo intelectual de Galicia promueve una aceptación de los marcos comprensivos de la posguerra en clave anticomunista. Para Seoane tal discrepancia, a su vez, pone en primer plano el problema del legado de los exiliados gallegos que considera en peligro: ¿cómo evitar su olvido y promover su transmisión entre las nuevas generaciones? García Martínez lee bajo la luz que irradia esa preocupación dos libros que Seoane publica en esos años, teñidos de un tono melancólico: la obra de teatro La soldadera (1957) y el poemario As Cicatrices (1959).
El año 1959 señala el cierre de un ciclo de más de veinte años de intenso trabajo en la cultura impresa porteña, que el libro reconstruye. Junto con el peso de los repetidos traspiés y desengaños, seguramente también favoreció ese alejamiento el creciente reconocimiento que la producción artística de Seoane había alcanzado en los años posperonistas (su incorporación a la Academia Nacional de Bellas Artes es un índice de esa consagración).
El trabajo de García Martínez considera una gran variedad de materiales –correspondencia, libros, grabados, periódicos, óleos–, pero son las revistas las fuentes privilegiadas de la investigación. El abordaje no solo se concentra en los textos que difunden, sino que privilegia la materialidad del objeto (diseño, tamaño, distribución de las publicidades, presencia de ilustraciones, precio). El objetivo es múltiple: dar cuenta del lector imaginado (¿qué sectores intenta vincular cada iniciativa? ¿la izquierda con el liberalismo, los exiliados con los que permanecieron en Galicia, las viejas generaciones con las nuevas?); atender a la sociabilidad que promueven, considerar su espacio como un laboratorio de experimentación –política, intelectual, artística–, reconstruir los debates o disputas que alimentan. Las revistas y el oficio editorial, en fin, como espacio específico para dar cuenta de la fabricación de la variedad de obras de Seoane. García Martínez avanza desde allí en informados e inteligentes análisis de esa producción, aunque en ocasiones su abordaje aparezca como una ilustración o ejemplo de hipótesis definidas previamente.
Una última anotación –entre las muchas posibles que habilita el texto– para cerrar el comentario. Es posible entrever como fondo de las preocupaciones del libro el diagnóstico que desde el discurso filosófico se ha lanzado sobre el humanismo y su fracaso. Ese diagnóstico descansa también sobre el señalamiento del vínculo esencial que une humanismo, cultura impresa, pedagogía y sociabilidad: “una telecomunicación –señala Peter Sloterdijk– fundadora de la amistad por medio de la escritura”.[1] El modelo de educación que alimenta el humanismo a través del intercambio de esas largas cartas que llamamos libros, se indica, ha llegado a su fin porque el impreso ha dejado de ser el medio privilegiado para transmitir ideas y se ha convertido en un objeto de archivo. El libro de García Martínez no aborda de manera directa la cuestión, pero recupera un momento no tan lejano en el que la tecnología impresa era una herramienta esencial tanto para enfrentar el presente como para transmitir la experiencia del pasado.