10.48160/18520499prismas26.1338
Reseña
Martín Albornoz, Cuando el anarquismo causaba sensación. La sociedad argentina, entre el miedo y la fascinación por los ideales libertarios,
María Migueláñez Martínez (1)
(1) Universidad Carlos III
Buenos Aires, Siglo XXI, 2021, 253 páginas
El último lustro del siglo xix y los primeros diez años del siglo xx delimitan el momento en el que los anarquistas y el anarquismo se convirtieron en el “tema de todas las conversaciones” de la sociedad porteña (pp. 29, 30 y 169), fenómeno talentosamente capturado por el historiador Martín Albornoz en Cuando el anarquismo causaba sensación. La sociedad argentina, entre el miedo y la fascinación por los ideales libertarios.
Las conversaciones se cruzan en un juego de espejos. Devuelven un reflejo heterogéneo del anarquismo argentino en el cambio de siglo, en forma de representaciones sociales que son interesantísimas, en realidad, para conocer la sociedad porteña coetánea, sus inquietudes y sus anhelos. El ejercicio es sólido y novedoso, porque en el enorme campo historiográfico en torno al movimiento libertario rioplatense se ha escrito mucho sobre lo que los anarquistas hicieron y dijeron y menos sobre lo que otros actores sociales dijeron de ellos. Cuando esto último ha sucedido, los parlamentarios y los literatos han monopolizado el análisis del imaginario, desempeñando, ambos, un papel central en la construcción del anarquista-delincuente, el “otro” criminal al que necesariamente había que excluir/extirpar, es decir, recluir/expulsar. Las representaciones del mundo ácrata son importantes, entonces, para comprender la sociedad en la que los y las anarquistas se intricaron. Se sofistican cuando se sitúan más actores ante el espejo.
Martín Albornoz suma al concierto de voces que se pronunciaron sobre el fenómeno anarquista a los periodistas, a los socialistas, a los criminólogos y a los policías. Dedica un capítulo a cada uno de ellos (dos capítulos en el caso de la prensa comercial), aunque, en realidad, todos aparecen por doquier, porque los diálogos son constantes, también con los propios anarquistas, en esta obra organizada en ejes temáticos “específicos, pero interconectados” (p. 24). Periodistas, militantes de las izquierdas, científicos sociales y gendarmes se miran, se vigilan, se estudian, interactúan, dialogan, miden fuerzas, rivalizan y, sobre todo, narran, porque forman parte de una cultura impresa en expansión, muy definitoria de la sociedad argentina de entresiglos, con su proliferación de publicaciones y de públicos deseosos de materiales de lectura. El imaginario colectivo resultante, que los casi veinte años en observación muestran dinámico y cambiante, resulta ser un caleidoscopio, un reflejo del fenómeno anarquista más variado y menos evidente que el conocido hasta ahora. El anarquista, cuando era desconocido en suelo argentino, fue temido, por destructivo y amenazante, pero también esperado, por encarnar la modernidad en una ciudad en plena aceleración. Cuando, entre el miedo y la fascinación, el anarquista se hizo carne en la capital, la prensa comercial, la criminología e, incluso, la policía de Buenos Aires delinearon faces menos agresivas, menos peligrosas, menos antipáticas y, por tanto, más susceptibles de ser incluidas en la sociedad del momento, a contramano del sentido común historiográfico. A los socialistas les quedaron dos recursos: denostarlos e intentar conquistarlos.
La prensa comercial, ansiosa de noticias y en plena modernización, fue decisiva en este proceso. Primeras y performativas representaciones de los anarquistas en Buenos Aires aparecieron en los matutinos La Nación y La Prensa, el vespertino El Diario o la revista ilustrada Caras y Caretas, tal y como se analiza en los capítulos uno y dos del libro. Los servicios telegráficos y las corresponsalías en el extranjero, claves de bóveda de la expansión informativa, dieron cuenta de los “espectros mundiales del anarquismo”, título del primero de los capítulos. Entre 1894 y 1901, los anarquistas de Europa y de los Estados Unidos habían perfeccionado su puntería y hecho blanco, entre otros, en el virtuosísimo presidente de la República Francesa, la moribunda emperatriz austríaca y el mismísimo rey de Italia. Reportajes fotográficos, retratos de los asesinos y dibujos poblaban las páginas y acicateaban las ventas. Acompañaban (y nutrían) la conmoción, el miedo, la expectación colectiva, pero resulta imposible obviar que algunas de estas instantáneas propiciaban representaciones volátiles, lejanas, de los magnicidios anarquistas, acontecimientos muy mediáticos que, en realidad, sucedían a miles de kilómetros. Los artículos de opinión y las crónicas diarias informaron del enorme impacto que tuvieron en la Argentina los asesinatos de Sadi Carnot, Sissi Emperatriz y Humberto I, y especialmente de los grandes fastos en honor a este último, que fueron descritos como el fruto espontáneo de la integración italiana en la sociedad y la nación argentinas. “Fue surgiendo la razonable necesidad de averiguar cómo eran los anarquistas de Buenos Aires” (p. 64), tarea a la que se prestaron “los periódicos que todo lo averiguan”, título del segundo de los capítulos. Las noticias policiales buscaron huellas de los anarquistas en el aumento del crimen de la ciudad, en las amenazas, en las extorsiones, pero las pistas nunca resultaron concluyentes. Las crónicas de sucesos creyeron oír en las explosiones fortuitas de gas o de otras sustancias inflamables instaladas o transportadas en la ciudad los ecos de los atentados anarquistas. Finalmente, debieron recurrir a explicaciones más mundanas. De resultas, el interés siguió en aumento, pero la preocupación no. Los “periodistas ávidos de captar las zonas de lo ordinario bajo el signo de lo extraordinario” dejaron testimonios interesantes (p. 78). De vez en cuando, por cierto, sí que aparecieron anarquistas extraordinarios. La prensa comercial se ocupó, y mucho, de la estadía de Pietro Gori en la Argentina.
Cruces constantes en la construcción del imaginario jalonan los dos capítulos. Los criminólogos aparecen no solo porque Cesare Lombroso, desde las páginas de La Nación, y Pietro Gori, desde las de Criminología Moderna, fueron convocados para explicar, de manera disímil, los magnicidios. Tampoco, solamente, porque el propio Pietro Gori, mitad anarquista prófugo de la justicia italiana, mitad criminólogo (y abogado, sabio, conferenciante, polemista), representó, para la prensa comercial, la mejor encarnación de la figura del agitador amable, entre 1898 y 1902. También porque “la vulgata criminológica, de altísima eficacia propagandística” (p. 97) se había colado irremisiblemente en las crónicas de los periodistas, como aquellas de El Diario que describían caras aterradoras y desencajadas entre los habitantes de ciertos barrios porteños de mayoría inmigratoria, es decir, anarquista. Los socialistas, por su parte, aparecen para culpar a sus rivales de fortalecer, vía el atentado, la reacción y el patriotismo, así como para criticar, en la medida de lo posible, a “uno de los anarquistas cordiales y encantadores” (p. 90), Pietro Gori, para ellos encantador, pero de serpientes. La policía de la capital también dio un veredicto favorable a Pietro Gori y también hace su aparición, en el segundo capítulo, como blanco de las críticas de la prensa comercial. Les reprocharon su exceso de celo en el disciplinamiento de un movimiento social que, en sus páginas, casi siempre resultaba ser inofensivo. Trasluce, por tanto, una visión empática con la insatisfacción obrera, reclamando, a su manera, soluciones a la cuestión social. Los anarquistas, en fin, aparecen todo el tiempo, para reivindicar, primero, los atentados; para explicarlos, cuando ya se hacía difícil celebrarlos, como el resultado de la injusta organización social; para mostrar, puntualmente, el desconcierto ante ciertas aristas de la presencia de Gori en la Argentina; para recelar, en todo momento, de una prensa comercial que lucraba gracias a ellos, aunque hoy sabemos que el rédito era mutuo en términos propagandísticos. Ellos también lo sabían.
En este mar de representaciones, los socialistas se tomaron a los anarquistas muy en serio. “Como perros y gatos” denomina Martín Albornoz su tercer capítulo, situando, en el eje del análisis, la rivalidad política, vértice necesario para comprender que también los socialistas de El Obrero y La Vanguardia se esforzaron “por dominar interpretativamente un fenómeno social y cultural que se presentaba esquivo y sorprendente” (p. 130) y que, para más inri, cosechaba en el mismo campo que ellos, el obrero. Lo hicieron por escrito, una y otra vez, tratando de clarificar que las ideas anarquistas eran vacuas, irracionales y disolventes de la cuestión social. Denunciaron sus prácticas burguesas y sus turbias relaciones con la policía. Les hicieron propaganda, en realidad, algo a lo que los anarquistas siempre respondieron favorablemente, por escrito y oralmente, siendo conocidas en la ciudad las jornadas de controversia pública. Ambos utilizaron abiertamente el insulto, cuando no el enfrentamiento. Todo ello ocupó notas, una y varias veces, en las páginas de la prensa comercial, dando cuenta de los enormes vasos comunicantes en la densa cultura impresa porteña del cambio de siglo.
El siguiente capítulo sigue los pasos de la criminología en la Argentina, a través de sus escritos (Archivos de Psiquiatría, Criminología Moderna y prensa afín como La semana Médica o Anales del Departamento Nacional de Higiene) y de las intervenciones de José Ingenieros y Francisco de Veyga, implicados también en los intentos por descifrar los sentidos del anarquismo en la sociedad local. Su respuesta no fue un calco de la criminología internacional, específicamente de Cesare Lombroso, insigne colaborador de la prensa comercial porteña, cuya obra Los anarquistas fue leída y editada por importantes figuras políticas y científicas de la Argentina (también por los ácratas, que le dieron la réplica). Su respuesta tampoco fue la simple y llana criminalización del anarquista delincuente. Hubo interpretaciones más sensibles, mediadas por otras experiencias (la de Ingenieros en el entorno de las izquierdas) y por otras lecturas, algunas procedentes del campo anarquista y de su densa cultura impresa (las de Francisco de Veyga, que había incorporado la obra de Augustin Hamon, entre otros). Como muestra de esta mirada novedosa, el capítulo atiende al informe pericial elaborado por el doctor de Veyga durante el juicio a Salvador Planas y Virella, el anarquista que intentó, infructuosamente (y tardíamente: 1905), ingresar a la Argentina en el grupo de países que registraron magnicidios anarquistas. El informe de de Veyga mostró empatía por la crisis emotiva que pudo empujar a Planas a atentar contra el presidente Manuel Quintana. Las representaciones del anarquista argentino podían ser, de nuevo, muy heterogéneas.
Ni blancos ni negros, los imaginarios colectivos en torno al anarquismo rioplatense dibujan una “zona gris”, título del quinto y último capítulo, que alude a las hibridaciones que tuvieron lugar en los encuentros entre los anarquistas y los policías de la capital: ácratas que habían sido guardias por necesidad y guardias suscritos a las publicaciones ácratas constituyen dos buenos ejemplos. Puestos frente a frente, se estudiaron entre ellos y aprendieron los unos de los otros. Los policías ensayaron prácticas de vigilancia e infiltración y descubrieron que los anarquistas no eran seres de las catacumbas; los anarquistas advirtieron que los policías eran, cada vez, menos torpes, aunque no cejaron en su intento de presentarlos como unos auténticos ineptos a los que provocaban, engañaban y burlaban. Los policías viajaron al extranjero y aprendieron de las prácticas policiales allende las fronteras, al tiempo que concertaron políticas de colaboración internacional. Fueron ejercicios prácticos, no teóricos, realizados en el día a día de las interacciones. Parar comprenderlos, el capítulo se sumerge en ambas culturas impresas, de forma muy novedosa en la Revista de Policía y en las Memorias del Departamento de Policía de la Capital y en las de la Comisaría de Investigaciones.
En definitiva, Martín Albornoz revisa un conjunto muy amplio de fuentes de la muy rica cultura impresa bonaerense, que ordena con poderoso ritmo narrativo. Pone muchos temas en juego. Engranándolos todos, el historiador remacha una irrefutable aseveración: el anarquismo, más allá de los propios anarquistas, fue fundamental para aprehender históricamente la sociedad argentina del cambio de siglo. También demuestra que la muchas veces mentada transnacionalidad del anarquismo no se debe únicamente a la propia voluntad de los anarquistas de expandirse y crecer más allá de las fronteras nacionales. Sitúa el proceso de germinación, también, en las flores extrañas, las plantas exóticas o las savias dañinas –anteriores incluso a la propia implantación del movimiento anarquista en Buenos Aires–, que se encontraban en el horizonte de expectativas de muchos actores sociales inmersos en los procesos de globalización económica e informativa. Pocas veces, además, un análisis transnacional como el que aquí se presenta había sido tan sugerente. En un juego de escalas que va de lo global a lo particular, Albornoz revisa con maestría la circulación internacional de saberes periodísticos, criminológicos y policiales que mediaron los sentidos y representaciones locales del anarquismo, a través de los cables y los cronistas, los expertos en explosivos, los anarquistas cosmopolitas, los agentes viajeros, puestos todos ellos ante el espejo por una frondosa cultura impresa que conectaba a la ciudad de Buenos Aires con París, Barcelona o Chicago. Un análisis transnacional de este calado invita a la comparación. ¿Cuándo fue que los anarquistas causaron sensación en el resto del mundo? En el epílogo de esta obra, se nos dice que, en torno a 1911, los anarquistas de Buenos Aires estaban dejando de ser primicia. ¿Cuáles fueron las configuraciones locales, y sus resultados, de estos procesos narrativos en otros lugares?