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Reseña

Tanya Harmer, Beatriz Allende: A Revolutionary Life in Cold War Latin America,

 

Vania Markarian (1)

 

(1) Universidad de la República

 

Chapel Hill, University of North Carolina Press, 2020, 384 páginas

 

Hace ya unos lustros que proliferan las biografías escritas por historiadores. El resurgir tomó a muchos por sorpresa. Durante algunas décadas, el género había caído en desuso en medios académicos, asociado a las viejas formas de la historia política centradas en los grandes personajes, sus acciones, y en el examen de rasgos psicológicos que, en desmedro de los factores estructurales de más larga duración, hacían foco en la “espuma de los acontecimientos”. La más reciente resurrección de las biografías escritas por profesionales de la historia se pretende diferente. Lejos de iluminar la excepcionalidad de un puñado de hombres trascendentes, presentados como verdaderos artífices de su tiempo, aspira a tensionar la relación entre lo individual y lo colectivo para dar cuenta del “horizonte de posibilidades latentes” de una época, para usar la feliz expresión de Carlo Ginzburg al hablar de su Menocchio.[1]

La amena biografía de la militante chilena Beatriz Allende escrita por la historiadora británica Tanya Harmer está en armonía con este movimiento historiográfico ahora bien afianzado en espacios académicos de reconocido prestigio. Por otra parte, los aportes de Harmer sobre la Guerra Fría en América Latina, incluyendo su excelente análisis de la encrucijada internacional del gobierno del padre de Beatriz, Salvador, y sus repercusiones en el ciclo autoritario del Cono Sur en los setenta, la ponen en el centro de la renovación de los estudios sobre ese conflicto global producida en las últimas décadas al norte y al sur del planeta.[2] Su nuevo libro nace de ese mismo impulso por entender la Guerra Fría en el subcontinente y sus objetivos están mayormente ceñidos a ese marco conceptual.

Los diez capítulos avanzan por la vida de Beatriz desde su nacimiento hasta su muerte, las dos fronteras obvias de toda peripecia vital. La narrativa levanta vuelo y se vuelve densa en su capacidad explicativa cuando esa peripecia toca los conflictos de la generación que se inició a la militancia en los años sesenta, que Harmer detecta y desmenuza con precisión crítica. En los primeros apartados, los que tratan de la infancia y temprana juventud, esto sucede poco. Los avatares de esos años solo se encienden cuando se los puede relacionar con etapas posteriores de una trayectoria que adquiere sentido en el compromiso revolucionario. Claro que, como bien explicó Pierre Bourdieu, la selección y el recorte son intrínsecos a la “ilusión biográfica” que implica narrar cualquier vida.[3] Así, infancia y adolescencia aparecen signadas por la relación con su padre, de quien habría heredado la pasión por la política y la vocación por la medicina. La escasez de rastros documentales y los sesgos de los existentes redoblan el peso de los recuerdos que Harmer recoge, filtrados por el tamiz de sus urgencias revolucionarias posteriores. En síntesis, la pequeña Beatriz, la preferida de Salvador, aparece en estos primeros capítulos principalmente como el germen de la mujer que este relato trata de reintegrar a nuestra compresión de la Guerra Fría latinoamericana.

Al promediar el libro, cuando Beatriz va desplegando su personaje adulto, este abordaje muestra su verdadero potencial. Sus decisiones, sus interacciones, sus conflictos internos, sus logros y fracasos se vuelven así excelentes ventanas para que Harmer ofrezca su perspicaz comprensión de la Guerra Fría.

Esta visión, que empezó como una crítica de las miradas más tradicionales del conflicto como un enfrentamiento entre dos superpotencias, se ha ido imponiendo progresivamente entre sus analistas, en gran medida gracias a historiadores de la generación de Harmer, pioneros en el estudio de los actores locales, los tránsitos transnacionales y las apropiaciones culturales que matizaron la visión polarizada de épocas anteriores. Estas novedades aparecen en el libro de modo diáfano, mostrando hasta qué punto muchos postulados polémicos son ahora un nuevo sentido común, al menos en la academia. Y esta constituye una de las virtudes del texto: que seguramente logre difundir más allá de los especialistas, y con un lenguaje accesible, un arco contundente de críticas a las visiones muy centradas en los debates ideológicos y las estrategias políticas que transmitieron los protagonistas.

Tomemos por ejemplo la forma en que emergen los supuestos dilemas definitorios de las izquierdas latinoamericanas en los años sesenta del siglo pasado, siempre en pares antagónicos: reforma vs. revolución, vía legal vs. vía armada, vieja vs. nueva izquierda, nacionalismo vs. internacionalismo, transformación individualista vs. compromiso colectivo con el cambio... Tal como la pinta Harmer, la peripecia de Beatriz Allende da cuenta de más matices y muchos más puntos de encuentro de los que esas dicotomías ofrecen. Estuvo signada más por decisiones contingentes que por marcos ideológicos preexistentes.

Veamos algunos momentos analizados con gran pericia. Sus primeras incursiones políticas como estudiante en la Universidad de Concepción coincidieron con etapas formativas de una nueva izquierda en Chile. Las demostraciones antiimperialistas y las acciones en poblaciones pobres la acercaron a quienes fundaron el Movimiento de Izquierda Revolucionario (mir) y defendieron la vía armada. Pero eso no impidió que participara de las campañas electorales de su padre, candidato presidencial del viejo Partido Socialista (ps). Para mostrar aún más complejidades, propició desde el ps la creación de un grupo armado para apoyar al Ejército de Liberación Nacional promovido por el Che Guevara en Bolivia. Los ejemplos son biográficos y corresponden a una trayectoria extraordinaria por su cercanía a espacios de poder, podría argumentarse. Pero, como sabe cualquiera que haya estudiado con cierta distancia esos años, los encuentros entre personas, grupos y modos de lucha de las viejas y las nuevas izquierdas fueron una característica central del proceso político chileno, así como del uruguayo y otros en el continente, rasgo no siempre resaltado por quienes disputaron y primero analizaron esas posiciones. Al narrar la vida de Beatriz, Harmer logra hacer patentes esos aspectos sin necesidad de abundar en debates políticos, teóricos o historiográficos.

Otra muestra de la capacidad de la autora para enriquecer la mirada sobre esos años turbulentos es el examen de los determinantes generacionales y de género en una trayectoria militante. Harmer señala que su calidad de “hija de” le permitió a Beatriz un precoz destaque en las redes revolucionarias del continente. Pero, también muestra cómo parentesco y condición femenina fueron obstáculos para la plena realización de su voluntad combatiente. Por ser quien era pudo encontrarse con los líderes cubanos, visitar la isla y entrenarse para usar el arma que le regaló Fidel Castro. A la vez, esas condiciones hicieron que su papel quedara muy limitado –en cuanto pieza clave y protegida de la relación de Salvador Allende con la dirigencia revolucionaria– a hacer de nexo y habilitante logístico de operaciones en las que finalmente no pudo participar plenamente. De algún modo, desde el punto de vista personal, el resultado más importante de todas esas actividades habría sido la relación sentimental con Luis Oña, integrante de los servicios cubanos que coordinaban con las guerrillas latinoamericanas.

La subordinación de lo personal a lo político que se ha postulado frecuentemente al analizar las izquierdas de los sesenta resulta en esta vida complejizada, principalmente a través del prisma del género. Esto se nota especialmente en el último tercio del libro. Por ejemplo, el capítulo siete se abre con el camino a la victoria de la Unidad Popular en 1970 y el flamante gobierno de Allende. En un comienzo, esas páginas muestran a Beatriz en su esplendor, como la persona más apta para acercar a las diferentes posiciones de la izquierda chilena gracias a su lugar como depositaria de la confianza del presidente y amiga cercana de los sectores más radicales. Desde esa perspectiva, la historia del gobierno socialista de Chile es más la de la convergencia entre diversas visiones de la revolución que la de los cismas y antagonismos tantas veces enfatizados para aportar a la explicación de su fracaso. Esa misma Beatriz es también una hija dispuesta a comprender los dobleces de la vida sentimental del presidente sin cuestionar el sexismo implícito en sus relaciones con mujeres.

En un segundo tiempo, empero, como corolario de este proceso, aparece una imagen diferente. El día infausto del golpe de Pinochet, el 11 de setiembre de 1973, estaba en La Moneda, embarazada de cinco meses y con la metralleta Uzi que Castro le había regalado en la mano. Al describir el momento dramático en que su padre le ruega y ordena que se vaya, Harmer vuelve a enfatizar con agudeza las limitaciones de su condición, tanto por una visión sexista de la militancia como por la intensidad de un afecto que trataba de salvar la vida de su hija y descendencia. No es una historia de buenos y malos, de héroes y villanos, de jóvenes y viejos, de personeros y víctimas del patriarcado, sino el drama de varias generaciones de latinoamericanos que trataron de transformar sus sociedades desde las ataduras y los compromisos de esos mismos contextos.

Los últimos capítulos reportan el exilio en Cuba y los esfuerzos por organizar la oposición a la dictadura. Aparece acá otro conjunto de asuntos importantes en el estudio del arco completo de la Guerra Fría: el desenlace autoritario del ciclo revolucionario, los esfuerzos por dar sentido a las brutales experiencias represivas y las dificultades para reconstruir política y simbólicamente las promesas de cambio de las izquierdas derrotadas. Este tramo es más denso en fuentes documentales (las de etapas anteriores muchas veces destruidas por los mismos avatares políticos que las produjeron). Es visible el desencanto, como una suerte de bajón del subidón revolucionario, pero también como una visión más descarnada de las limitaciones de cualquier utopía: los contrastes en las condiciones de vida en la isla entre los gobernantes y los simples ciudadanos, el machismo de una sociedad que se proclamaba socialista, los enconos de la derrota entre las facciones de la oposición chilena... La decisión de la dirigencia cubana de negar el suicidio de Allende y la insistencia en que Beatriz lo representara en público fueron parte de esas mismas complicaciones internas para dar sentido a una nueva etapa. Con los proyectos colectivos despedazados, lo personal tomó preminencia y la enfrentó a decisiones que parecían volverse en su contra: no sabía llevar adelante las tareas domésticas, no quería limitarse a su rol de madre, no encontraba solaz en una relación de pareja desgastada. La decisión del suicidio tuvo que ver con todos esos desencantos. En 1977 lo hizo, nos cuenta Harmer, con el arma que Fidel le había regalado años atrás como promesa de un camino revolucionario que no se había hecho realidad.

Al terminar el libro queda una imagen renovada de la Guerra Fría latinoamericana. Sin perder la atención a la dimensión internacional, los paradigmas políticos y los grandes protagonistas, el texto abre espacio para la diversidad de actores e intereses que fueron resignificados por ese enfrentamiento universalizante. El foco biográfico habilita el despliegue de todos esos matices y contradicciones. A su vez, el esfuerzo de comprensión histórica permite explicar la vida de Beatriz sin reducir sus aristas de excepcionalidad. Hace ya dos décadas, otras aproximaciones en clave biográfica testimonial, como la de Daniel James y su Doña María o la de Florencia Mallon y su Rosa Reuque, buscaban las voces subalternas de la historia latinoamericana casi como respuesta a la disolución del sujeto revolucionario de anteriores narrativas históricas.[4] La “vida revolucionaria” de Beatriz Allende (como lo indica el subtítulo del libro) sugiere otras búsquedas. Harmer vuelve una y otra vez sobre el tema del archivo disponible para contar ciertas historias, y sobre la necesidad de incorporar otras experiencias paradigmáticas a los relatos más globales de la segunda mitad del siglo xx en América Latina. Parece hacerlo a conciencia de que su texto es el resultado de una renovación historiográfica exitosa y con la esperanza de que sea también augurio de una renovada imaginación política. Sabe también que Chile ha sido campo experimental de muchos intentos transformadores de las sociedades latinoamericanas. Ningún historiador se animaría a decir que esto tiene algo que ver con que la hija de Beatriz y nieta de Salvador, Maya Fernández Allende, haya sido nombrada ministra de Defensa del flamante gobierno de Gabriel Boric.



[1] Carlo Ginzburg, El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo xvi, Barcelona, Península, 2011, pp. 21-22.

[2] Véase Tanya Harmer, Allende’s Chile and the Inter-American Cold War, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 2011.

[3] Pierre Bourdieu, “La ilusión biográfica”, Historia y Fuente Oral, n° 2, 1989.

[4] Daniel James, Doña María’s Story: Life, History, Memory, and Political Identity (Durham: Duke UP, 2000) y Florencia Mallon, When a Flower Is Reborn: The Life and Times of a Mapuche Feminist (Durham: Duke UP, 2002).