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Reseña
Rafael Rojas, El árbol de las revoluciones. Ideas y poder en América Latina,
Martín Ribadero (1)
(1) Universidad Nacional de San Martín
México, Turner, 2021, 302 páginas
América Latina, cuna de revoluciones. El historiador Eric Hobsbawm, en su libro autobiográfico Años interesantes, constataba el atractivo que para intelectuales y académicos ejercieron los procesos de cambio radical en la región, sobre todo a partir del éxito cubano. América Latina, ese “continente en apariencia burbujeante de lava de revolución social”, sin embargo, no solo emergía a cuentagotas en su monumental Historia del Siglo xx, sino que muy lentamente europeos, estadounidenses y aun latinoamericanos investigaban las causas, dinámicas e impactos de esos acontecimientos tan admirados. En efecto, casos como el mexicano, el guatemalteco, el boliviano, el cubano y el nicaragüense, recién a fines del siglo xx comenzaron a ser interrogados por distintas disciplinas y enfoques desde una conveniente distancia histórica y emocional. A pesar de los aportes realizados por la historia social y autores como John Womack, James Dunkerley, Antonio Annino, Fernando Mires, Carlos Vila y Alan Knight, fue sobre todo a partir de la década del noventa que libros, artículos y congresos formaron una nutrida y renovada trama académica respecto del estudio de tales eventos. Una muestra de ello es el informado trabajo historiográfico sobre la Revolución mexicana que Luis Barrón publicó con motivo de su centenario en 2010, o el dossier sobre la Cuba revolucionaria que la revista Temas dio a conocer hace poco tiempo, finalmente, los procesos de cambio radical del siglo xx latinoamericano más estudiados hasta el día de hoy.
En diálogo, pero también a distancia de estos trabajos dedicados a las revoluciones latinoamericanas, puede comprenderse el aporte significativo de El árbol de las revoluciones del historiador cubano radicado en México Rafael Rojas. A diferencia de su libro anterior dedicado a la Revolución cubana, aquí no se propone abordar un caso en particular, sino ampliar la mirada hasta abarcar y comparar varios procesos revolucionarios, tal como en su momento sugirieron Knight y Mires. No obstante, este gesto comparativo y secuencial propuesto convive con una notoria infidelidad respecto de la literatura aludida. El autor incluye en su estudio acontecimientos y actores que esa historiografía no reconoce como parte de un tronco común: el peronismo argentino, el varguismo brasileño, la experiencia de Velasco Alvarado en Perú, la “Revolución cubana” de 1933 o el movimiento de Augusto César Sandino en Nicaragua. Aún más: a Rojas no solo le interesa mostrar diversos aspectos políticos, económicos y sociales ligados a tales sucesos. Son sobre todo las ideas, representaciones y “traducciones” que de ellas enunciaron figuras intelectuales y políticas como Víctor Haya de la Torre, José Antonio Mella, José Carlos Mariátegui, Raúl Scalabrini Ortiz, Almir Bonfim de Andrade, Jorge Eliécer Gaitán, Ernesto Guevara o el nicaragüense Sergio Ramírez, y textos constitucionales como el mexicano de 1917 o el nicaragüense de 1987, los que ocupan buena parte de su atención.
Rojas justifica tal recorte temático y metodológico bajo la hipótesis de que, a pesar de la heterogeneidad de discursos, prácticas y geografías, a lo largo del siglo xx existió una “tradición revolucionaria” latinoamericana basada en “el sentido de pertenencia a una historia común que experimentaron la mayoría de los protagonistas individuales y colectivos de aquellos procesos” (p. 8). Así, populismos “cívicos” y “clásicos”, movimientos nacional revolucionarios, izquierdas no comunistas, militarismos progresistas y republicanismos social-reformistas formarían parte de una cultura política compartida cuyos elementos definitorios se constatarían en la presencia programática, doctrinaria e intelectual del reformismo agrario, el “constitucionalismo social”, la democracia republicana y un tipo de Estado interventor en materia de propiedad y gestión de los recursos naturales.
El carácter no solo social sino también político considerado por Rojas para agrupar esos acontecimientos, individuos e ideas es clave en su propuesta de observar proyectos exitosos de cambio como el cubano y el mexicano, pero también “truncos” como el Chile de Salvador Allende, la Costa Rica de José Figueres y la Guatemala de Jacobo Árbenz; o el accionar de intelectuales “sin revolución” como Haya de la Torre y el cubano Antonio Guiteras. Así, esta tradición “nacida” en el México de 1910 y expandida aún más por la Cuba de 1959 se convirtió en dominante entre las opciones políticas e intelectuales del espacio latinoamericano de las izquierdas no comunistas. Al menos hasta fines del siglo xx, cuando producto de sus fracasos y límites ingresó en una estela residual, de la cual supo emerger a inicios de la presente centuria gracias a la reivindicación hecha por los gobiernos de Lula da Silva en Brasil, Michelle Bachelet en Chile y Hugo Chávez en Venezuela, entre otros.
La sugerente hipótesis de Rojas se estructura a lo largo de las tres partes del libro.. En la primera, el autor analiza una serie de transformaciones políticas e intelectuales durante las primeras décadas del siglo xx, cuando América Latina presenció el comienzo del fin de los proyectos republicanos y liberales hegemónicos del siglo xix. Según explica, el sustento jurídico liberal centrado en el individuo como sujeto de derecho y la democracia representativa “oligárquica” como forma de organización política de las “repúblicas liberales” fueron transformados en una propuesta política más “orgánica” y “social”. Este nuevo ordenamiento estaba vinculado a la idea de nación y a construcciones conceptuales de colectivos sociales –campesinos y obreros– que emergieron del enorme catalizador político global que fuera la Revolución mexicana, y los cambios socioeconómicos visibles desde los años 20 en gran parte de la región. En efecto, para Rojas la movilización de masas y los programas radicales existentes en México significaron no solo el quiebre del republicanismo y del liberalismo decimonónicos (incluso en su variante reformista y populista encarnada por Francisco Madero o Hipólito Yrigoyen), sino también el inicio de un ciclo revolucionario marcado por la emergencia de actores políticos e ideas identificadas con las izquierdas y con los nacionalismos revolucionarios que tendieron a “abandonar los acentos individualistas de la vieja perspectiva liberal” (p. 43)
Para Rojas, a partir de la crisis del 30, la irradiación de la Revolución mexicana en la geografía latinoamericana –sumado al impacto de la Revolución rusa– encontró una profusa recepción en distintos eventos políticos y escritos de figuras ligadas a agrupaciones político-intelectuales como el apra peruano o el mnr en Bolivia. La difusión de discursos como los de Haya de la Torre, Mella e incluso Mariátegui, en torno al antiimperialismo, el reformismo radical y el giro latinoamericano, denotaban –a pesar de sus matices– la formación de una izquierda democrática, republicana y socialista, la cual buscaba diferenciarse de la otra izquierda emergente y en expansión, la comunista. Pero esta izquierda socialista no era el único movimiento político y de ideas que a mediados del siglo xx se reconocía descendiente de la matriz mexicana y de la reforma agraria y ampliación derechos sociales y económicos cristalizados en la Constitución de 1917. La Revolución mexicana representaba una referencia también para la lucha del nicaragüense Sandino y del cubano Guiteras, el triunfo electoral de Getulio Vargas en Brasil y de Juan Domingo Perón en Argentina, el liderazgo de Jorge Eliécer Gaitán en Colombia y las “revoluciones frustradas” de Guatemala y Bolivia. De esta manera, todas estas experiencias, al reconocer la revolución como modelo referencial, al mismo tiempo daban nacimiento a un nacionalismo revolucionario que, a pesar de tener variantes, constituyó la vertiente a través de la cual se canalizó el reformismo social y el republicanismo democrático durante la etapa temprana de la Guerra Fría.
La segunda parte del libro trata sobre la “familia” política formada por el nacionalismo revolucionario y las vertientes populistas. A distancia del comunismo, pero cerca de algunos planteos teóricos y aun doctrinarios de Haya de la Torre o Mella, lo que el autor denomina –ciertamente sin desplegar un volumen argumentativo suficiente para comprender tal diferenciación– como “populismos cívicos” y “clásicos” de mediados del siglo xx son ejemplos de la dependencia de estos respecto de la matriz mexicana y, por lo tanto, desde su perspectiva, parte integral de las izquierdas latinoamericanas (p. 156). Según sostiene Rojas, la ampliación de derechos, la potestad del Estado de controlar recursos naturales y una política antiimperialista, que escritores populistas como el brasilero Almir Bonfin de Andrade y el argentino Raúl Scalabrini Ortiz pregonaban, eran fieles representantes del bloque ideológico del populismo clásico latinoamericano. Aunque el primero avalaba una actitud de diálogo con los Estados Unidos que el segundo negaba, ambos compartían muchas de estas premisas cuando Vargas en Brasil y Perón en la Argentina se erigieron en potentes focos de la denominada “tercera posición”. El autor también encuentra repercusiones de estas ideas en las propuestas programáticas de quienes integran el denominado “populismo cívico”, como el colombiano Gaitán y el cubano Eduardo Chibas, aunque alejados de cualquier alianza militarista y más cercanos a la tradición socialista, a diferencia de los presidentes del Brasil y la Argentina. Finalmente, Rojas observa esquirlas ideológicas de estos populismos en las acciones y manifiestos constitucionales de las “revoluciones frustradas”: Guatemala y Bolivia.
En la tercera y última parte del libro, la “tradición revolucionaria” está centrada en el efecto multiplicador generado por Cuba. La gran isla del Caribe a la vez que reafirmaba la pertenencia a esa tradición demostraba el agotamiento de la propuesta mexicana como “modelo revolucionario” (p. 180). El reformismo liberal y el socialismo agrario –de pequeñas propiedades y tierras ejidales– provenientes de esa experiencia perdieron protagonismo bajo una Cuba socialista marcada por un modelo de colectivización y ausencia del republicanismo liberal en cuanto a la organización del Estado, del gobierno y del sistema político. Con el apoyo a las guerrillas, el acercamiento a la Unión Soviética y la adopción del marxismo-leninismo durante los años 60 y 70, los cubanos buscaban replicar su fórmula en el resto de la región y zanjar diferencias con formaciones y partidos disidentes
El triunfo de la Unidad Popular en Chile en 1970 y su gobierno de coalición generaron un punto de inflexión a las intenciones hegemónicas del modelo cubano, visible en las tensiones que Allende y Castro atravesaron a principios de la década. Si bien la experiencia chilena, según explica Rojas, se inscribía de manera nítida en el árbol revolucionario latinoamericano del cual Cuba era su más significativa rama, su política de nacionalizaciones y su apuesta por un reformismo gradual la alejaba del influjo isleño y la acercaba más al mexicano. Tal situación también se replicó en la Nicaragua de 1979. Nacida de la lucha armada y de la protesta social, pero sobre todo del apoyo fundamental de Castro, el proceso nicaragüense tomaba sin embargo distancia del ejemplo cubano al intentar congeniar pluralismo político con un modelo de economía mixta. La Constitución nicaragüense de 1987 muestra, por un lado, la disidencia del país centroamericano respecto de Cuba, y, por el otro, las pocas opciones internacionales con las cuales Nicaragua podía contar en el contexto de la Guerra Fría y la dureza con que los Estados Unidos enfrentaba la protesta en Centroamérica.
Para Rojas, el fin de la experiencia sandinista señala el ingreso de la “tradición revolucionaria” en las sombras: la derrota del proceso liderado por los hermanos Ortega evidenciaba el agotamiento de las modalidades no democráticas de las izquierdas que habían tenido a Cuba como su máximo exponente. Y si bien es cierto, como afirma el autor, que los gobiernos como los de Rafael Correa en Ecuador, Lula en Brasil y hasta el de Manuel López Obrador en México reivindicaban bajo la conjunción de democracia y reformismo social su conexión con procesos revolucionarios como el mexicano de 1910 –antes que el cubano–, no menos legítimo es preguntarse, a partir de tal sugerencia, por el tipo de acciones transformadoras que estos gobiernos desplegaron para apaciguar las múltiples fracturas sociales que, pandemia mediante, todavía persisten. Una vez más: democracia e igualdad en América Latina. Una vez más, la historia de un problema.