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Reseña

Carlos Altamirano, La invención de Nuestra América. Obsesiones, narrativas y debates sobre la identidad de América Latina,

 

Rafael Rojas (1)

 

(1) El Colegio de México

 

Buenos Aires, Siglo XXI, 2021, 224 páginas

 

La identidad latinoamericana es uno de los temas clásicos de la vieja historia de las ideas y la nueva historia intelectual. Mucho antes de que esas corrientes historiográficas se asentaran, en el siglo xx, la cuestión, no formulada expresamente como “identidad”, circuló en manifiestos y ensayos, programas y retóricas políticas, obras literarias y artísticas del siglo xix. En su reciente libro, Carlos Altamirano aprovecha la producción más actualizada, desde la perspectiva metodológica de la historia intelectual, para proponer una trayectoria muy completa de las formas de representación discursiva de América Latina y sus principales debates en los dos últimos siglos.

Se trata, en buena medida, de la historia de la resemantización constante del nombre de un territorio, la América del río Bravo a la Patagonia –más buena parte de las Antillas–, sus habitantes, su devenir y su cultura. Una resemantización que implicó, además, la exitosa colonización de otros enclaves conceptuales previos o posteriores, como los de las Indias, el Nuevo Mundo, América, Indoamérica, Hispanoamérica o Nuestra América, que serían progresivamente desplazados por el que hoy figura en las siglas de importantes instituciones regionales como la cepal o la celac.

Altamirano arranca con un vistazo al lenguaje político de las independencias hispanoamericanas y se detiene, desde luego, en la Carta de Jamaica (1815) de Simón Bolívar. Asegura que la indefinición bolivariana sobre el tipo humano de las nuevas naciones surgidas tras la desintegración del imperio borbónico respondía a la mentalidad criolla de no considerarse parte de los “pobladores originarios” ni de los “usurpadores europeos”. Pero, tal vez, esa indefinición o, más bien, la ausencia de formulación racial o cultural de una identidad americana en Bolívar esté relacionada con un republicanismo neoclásico que no se basaba en la noción romántica del “espíritu de la nación”, formulada, entre otros, por Ernest Renan a fines del siglo xix.

Es a mediados del xix, justamente, que esas visiones de la identidad latinoamericana surgen en la parte sur del continente. Altamirano recapitula el gran debate sobre el origen de la expresión (Arturo Ardao, John L. Phelan, Miguel Rojas Mix, Vicente Romero, Álvaro García San Martín…) y concuerda en que, con independencia de quién y cómo la usó primero, es evidente que se difunde a partir de la década de 1850. Esa reproducción diversa del nombre, en textos del chileno Francisco Bilbao, el colombiano José María Torres Caicedo o los franceses Chevalier y Lamennais, tuvo como trasfondo común el trauma de la guerra de 1847 en México, el auge de la expansión territorial de los Estados Unidos bajo la doctrina del “Destino Manifiesto” y el panlatinismo del imperio de Napoleón III en Francia.

La exaltación de una esencia latina y católica de la América hispana y portuguesa no fue exclusiva de socialistas o liberales románticos como Bilbao o Torres Caicedo, sino de poderosas corrientes conservadoras en países como Brasil, México, Colombia y Ecuador en las últimas décadas del siglo xix. Como recuerda Altamirano, la guerra de 1898 en el Caribe y Filipinas produjo un relanzamiento de aquellos discursos, en textos referenciales como Ariel (1900) de José Enrique Rodó y Nuestra raza (1900) de Ernesto Quesada. Sin embargo, la consolidación de la hegemonía hemisférica de los Estados Unidos también alentó una matriz discursiva sajonófila, igualmente nutrida por fuentes evolucionistas y eugenésicas, como se plasma en textos de Francisco Bulnes en México, Carlos Octavio Bunge en Argentina o Roque Garrigó en Cuba.

Atina este libro al localizar un giro a la izquierda en el latinoamericanismo intelectual, entre la segunda y la tercera década del siglo xx, menos atado ya a los referentes positivistas del debate sobre la superioridad de una u otra raza o civilización. La Revolución mexicana, la Reforma Universitaria, la cruzada vasconcelista, el apra y las redes antimperialistas reorientaron ideológicamente el latinoamericanismo en aquellos años. En algunos de los mayores intelectuales de esas décadas, como Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña, hubo un primer momento más o menos arielista, luego otro más claramente hispanista y, finalmente, una afirmación en lo “hispanoamericano” (Henríquez Ureña) o en lo “americano” (Reyes).

El desplazamiento supuso una ruptura con el latinismo juvenil, muy perceptible en la correspondencia entre Reyes y Henríquez Ureña, que ha editado Adolfo Castañón en el Fondo de Cultura Económica, pero también con el hispanismo e, incluso, con el panhispanismo del período de ambos en Madrid, después de la Primera Guerra Mundial. En la edición reciente de la correspondencia de Henríquez Ureña con el hispanismo peninsular, realizada por Consuelo Naranjo Orovio, se observa ese distanciamiento de la perspectiva hispánica de Menéndez y Pelayo, Menéndez Pidal o Altamira y el predominio, ya en los años de la Guerra Civil, el franquismo y el exilio, de una interlocución más técnicamente filológica con Federico de Onís, Dámaso Alonso y Raimundo Lida.

La zona del libro dedicada a las reuniones del Pen Club y el séptimo “Entretien” de la Organización de Cooperación Intelectual de la Sociedad de las Naciones, en 1936, en Buenos Aires, da cuenta de ese vaciamiento doctrinal de la identidad en Henríquez Ureña y Reyes. El americanismo, en ambos casos –menos en el del filósofo Francisco Romero, quien planteaba la identidad en términos más claramente occidentales–, que se lee lo mismo en Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1928) de Henríquez Ureña que en “Notas sobre la inteligencia americana” y otros textos (1936) de Reyes, era resultado de una búsqueda de la identidad, estrictamente, en la expresión literaria y artística y no en la raza, el carácter, las costumbres, la religión o la moral, que habían sido y seguirían siendo los ejes de las estrategias psicológicas, sociológicas, psicoanalíticas o antropológicas de definición identitaria, tanto en términos nacionales como subcontinentales.

Esas estrategias, en las que se entrelazan los nacionalismos locales y regionales de América Latina y el Caribe y que invocan la obra de Gilberto Freyre en Brasil, Fernando Ortiz en Cuba, Ezequiel Martínez Estrada en Argentina o Samuel Ramos u Octavio Paz en México, son lateralmente exploradas en el libro. Entre las diversas plataformas analíticas que sustentaron aquellos discursos, Altamirano elige el criollismo, de fuerte tradición en la Argentina, pero que en diversos contextos latinoamericanos y caribeños debió coexistir con otros de mayor peso, como el mestizaje, el indigenismo, el afroamericanismo o el propio hispanismo.

Este libro hace un esfuerzo explícito por asumir la centralidad de Brasil en la historia de los saberes identitarios latinoamericanos, siguiendo una línea de crítica al latinoamericanismo en versión hispanoamericana, que debe mucho al trabajo del historiador mexicano Mauricio Tenorio Trillo. A la vez que un recuento de la naturalización del concepto de América Latina en el campo intelectual brasileño, Altamirano dedica el grueso del apartado, “La originalidad como tarea”, a la secular disputa por la tradición literaria nacional en la Argentina. Relee, una vez más, las tesis de Ricardo Rojas, David Viñas, Noé Jitrik y Adolfo Prieto, entre otros, para desembocar en una radiografía del debate sobre el poema La cautiva de Esteban Echeverría. Sugiere aquí Altamirano, por medio del diálogo con la literatura viajera, que la obsesión con la originalidad en una cultura poscolonial como la latinoamericana está siempre ligada a los procesos de traducción y copia.

El apéndice del libro, “Anotaciones sobre literatura”, produce inicialmente el espejismo de continuar el análisis de la tradición literaria argentina, pero es mucho más. Esas páginas finales pueden ser leídas como un epílogo historiográfico, que permite refrescar las ideas sobre la identidad en algunos teóricos e historiadores de las últimas décadas: Philip Gleason, Eric Hobsbawm, Benedict Anderson, Pierre Bourdieu, Zygmunt Bauman, Ernest Gellner, Peter Burke, Serge Gruzinski, Reinhart Koselleck. El repaso es de la mayor pertinencia para hacer visible que los referentes conceptuales de un ejercicio de historia intelectual, como el que emprende Carlos Altamirano en La invención de Nuestra América, provienen de una época que creyó asistir al agotamiento de las naciones y los nacionalismos y hoy constata la rearticulación de identidades y alteridades por todos lados.