10.48160/18520499prismas26.1309

Dossier

Del orden de los libros a los regímenes documentales

Una propuesta de trabajo

From the Order of Books to Documentary Regimes. A Work Proposal

 

Bertrand Müller (1)

 

(1) École des Hautes Études en Sciences Sociales / Centre National de la Recherche Scientifique

 

Resumen

Partiendo de la obra Traité de documentation de 1934, escrita por el jurista belga Paul Otlet, el artículo indaga la importancia que ha tenido la invención de dispositivos intelectuales y materiales para circunscribir de forma racional lo que, ya en ese entonces, se asumía como invasión documental. El artículo examina, esencialmente, las causas y efectos de la proliferación de textos a la luz del concepto “régimen documental”, es decir, el conjunto de dispositivos de producción, gestión, clasificación, conservación y comunicación de información mediante soportes diversificados que se inscriben en lógicas de procesamiento específico, una historia de larga duración que es tanto cultural, intelectual como tecnológica, social, económica y política. Frente a ello, se analiza de qué modo Roger Chartier, cruzando una historia de la cultura escrita con una sociología de los textos, sondeó las múltiples relaciones entre los discursos, sus inscripciones materiales, circulaciones, modalidades de apropiación y de lectura.

Palabras clave: Régimen documental, Paul Otlet, Cultura escrita, Revolución digital, Roger Chartier

 

Abstract

Based on the 1934 Traité de documentation, written by the Belgian jurist Paul Otlet, the article explores the importance of the invention of intellectual and material devices to rationally circumscribe what, even at that time, was assumed to be a documentary invasion. The article essentially examines the causes and effects of the proliferation of texts in the light of the concept of documentary regime, i.e., the set of devices for the production, management, classification, preservation and communication of information through diversified supports that are inscribed in specific processing logics, a long-lasting history that is cultural, intellectual, technological, social, economic and political. Against this background, it is analyzed how Roger Chartier, crossing a history of written culture with a sociology of texts, probed the multiple relations between discourses, their material inscriptions, circulations, modes of appropriation and reading.

Key Words: Documentary Regime, Paul Otlet, Written Culture, Digital Revolution, Roger Chartier

 

Traducción para Prismas de Maya González Roux.

 

“Ocurre que no todas las crisis son pura penuria. La crisis de la abundancia, es decir, de la superabundancia, no es menos temible que la otra. Ahora bien, el libro y, de manera general, todo lo impreso, conocieron una crisis terrible y semejante. Hay demasiados […] Se trata de un flujo incesante, de una marea que, hora tras hora, se amplifica. Lo mejor se codea con lo peor. Otrora se podía leer –y leer, cada uno en su propio campo– casi todo lo que valía la pena leer. Actualmente, nadie puede leer, no digo todo, sino, simplemente, lo esencial. Y, además, se pierden las ganas. Es como si uno se hartara desde el principio”.

Lucien Febvre, “Avant-propos”, Encyclopédie française, vol. xviii titulado La civilisation écrite, dirigido por Julien Cain, 1939.

En 1934, el jurista belga Paul Otlet (1868-1944) publicó El tratado de documentación con un subtítulo: El libro sobre el libro. Su propósito era formular la teoría y el método de un nuevo campo, la documentación, que inscribió en una nueva disciplina. Dudó sobre el término y propuso, solo como título, documentología, pero retuvo bibliología, que definió como una ciencia y una técnica general del documento, una teoría que enfrentaba dos desafíos prácticos: “buscar el perfeccionamiento del libro” y obtener un “incremento de su eficiencia total”.[1] La bibliología no es solo una bibliografía, sino que propone convertirse en la ciencia total del libro, cuyo concepto comprendería la representación del mundo, un sistema de signos, de dispositivos materiales, de modalidades de registro conservable, comunicable y transmisible. Fascinado por las matemáticas, Paul Otlet imaginó “la posibilidad de dotar algún día el pensamiento con nuevas categorías elaboradas mediante el proceso indirecto del documento”. Esta nueva ciencia, ciencia del “orden que ha de ponerse en los documentos”, la consideró como continuación de una lógica compuesta por la “ciencia del orden que ha de ponerse en las ideas”. Al desarrollar su sueño de una “documentación sin documentos”, vinculó un documento elemental que llamó biblion y que estaría despojado de “sus propiedades fundamentales, físicas y psicológicas”, para sublimarlo –Otlet utilizó el verbo en infinitivo– y reducirlo a su substratum, a la “serie encadenada de sus signos”.[2] Solo pudo plantear el qué y el cómo al remitirse a la música, a una música reducida a puros tonos sin notación, o aun a las ondas de radio, a la tsh [telegrafía sin hilos], sin disponer, sin embargo, de instrumentos lógicos como tampoco de desarrollos matemáticos que le dieran consistencia.

¿En qué pensaba Paul Otlet cuando evocaba esta forma desmaterializada del documento reducido a un mensaje ondulatorio? ¡El presentimiento ondulatorio y la desmaterialización no anunciaban aún el universo digital que, desde hace tiempo, es el nuestro! Cuando Otlet evocaba la necesidad de una nueva bibliología, asociaba el libro, la información y la documentación, sin proponer una nueva definición de la información, incluso cuando describió las transformaciones del libro científico reemplazado sucesivamente por las revistas, los anuarios, más tarde por la documentación en fichas y, finalmente, por la “coordinación internacional de la información científica”.[3] Y al decir “información” aún se refería, por cierto, a la comunicación y a la circulación de documentos y contenidos que pensaba desarrollar a través de la tsh y de la televisión, por ese entonces, incipiente. La bibliología, en su versión teórica o en su versión práctica, no se desprende del libro, sino que es una bibliometría, una estadística de libros y de documentación que anticipaba las explicaciones propuestas por Eugene Garfield y Robert K. Merton en los años 1950.[4] También pretendía ser una bibliotecnia, un esfuerzo ilusorio de estandarización del libro, ¡en especial el científico! Al no poder explotar todas las dimensiones de una teoría del documento, la bibliología se concentró en el estudio de las “leyes generales de la producción, del intercambio y del consumo literario” y, en mayor medida, de los documentos en todas sus formas.[5] La documentación solo es una de las categorías de una clase más general: los “medios de información y de comunicación”, entre los cuales figuran el disco, la película, la radio (tsh), la televisión, pero también, de forma más general, las representaciones culturales (el teatro, las fiestas, la liturgia, las obras artísticas y el arte). Las viejas prácticas y los nuevos medios de comunicación, bastante diferentes en su concepción y en su funcionamiento, aunque todos mezclados, son “sustitutos del libro” o bien constituyen otras posibilidades y, por consiguiente, desarrollan las mismas funciones de información y comunicación.

La opus magnum de Paul Otlet, El tratado de documentación, determinada por una ciencia no definida, es, en el mejor de los casos, solo su subtítulo: el libro sobre los libros.* De la ficha y del biblion al libro universal, la trayectoria del documento conduce siempre al libro, al libro como “medio de universalidad, de ubicuidad y de eternidad”.[6] Libro no superado, ¡libro insuperable! En otra parte, señalé que Paul Otlet no logró, sin embargo, proponer el tratado fundacional de bibliología, sino el de documentología, y tampoco superó el tratado de bibliografía que tendía a un pensamiento clasificatorio basado en la clasificación decimal (parcialmente) universal que extrajo del bibliotecario estadounidense Melvil Dewey (1851-1931).[7] El tratado de documentación, con sus numerosas imperfecciones, sus carencias y sus olvidos, puede, no obstante, resultarnos interesante por lo que expresa e intenta conocer y organizar, independientemente de las intuiciones visionarias de su autor. Paul Otlet estaba obsesionado con la proliferación de libros, documentos y con la enorme acumulación de los datos obtenidos.

Recordemos que la palabra documentación apareció de forma tardía en la lengua francesa (hacia 1870) y, precisamente, expresaba ese movimiento de amplificación y diversificación de la producción de documentos de cualquier naturaleza y en soportes nuevos que se inició a fines del siglo xviii. En 1793, en la tribuna de la Asamblea Nacional, Saint-Just ya denunciaba la inercia de una administración que se desmoronaba bajo un papeleo que atribuía al “demonio de escribir”. El comienzo del siglo xx marcó un momento de transformación de aquello que, por mi parte, denomino “régimen documental”, el régimen de la documentación que contamina de forma progresiva al antiguo “régimen tipográfico” antes de ser absorbido por el escandaloso y caótico avance de un nuevo régimen digital o de una “lógica computacional”.[8] Incluso antes de la Revolución, el “demonio de la escritura” (Ben Kafka) y la “proliferación del papeleo” fueron expresiones de la modernidad que favorecieron la emergencia de un espacio público y acompañaron la Revolución Industrial.[9] La industrialización del papel manufacturado conforme a los nuevos procedimientos, la mecanización de la imprenta, la proliferación de nuevos medios de comunicación, los nuevos modos de inscripción, registro, conservación y comunicación aceleraron y ampliaron su desarrollo en un vano intento por controlar una inflación documental que no se agotaba.

El libro vivió su segunda revolución (industrial) después de la invención de la imprenta de Gutenberg, mientras que el documento y la documentación se convirtieron en modalidades esenciales de un nuevo régimen documental epónimo. Todos los esfuerzos de Paul Otlet y de su asistente Henri La Fontaine (1854-1943) convergieron en la invención de dispositivos intelectuales y materiales que intentaban circunscribir de forma racional esa invasión documental. La documentación se instaló entre el archivo (fondo de manuscritos), la biblioteca (colección de libros) y el museo (colección de objetos). Designa un conjunto muy diverso de consignación de informaciones, registros o datos y representa la emergencia de una práctica, la emergencia de nuevas instituciones y el nacimiento de una nueva profesión: el –o, con más frecuencia, la– documentalista que Paul Otlet propuso también llamar “documendaz” [“docu-menteur”] porque tiene “la misma desinencia que doctor”.[10]

No obstante, documentar es una vieja preocupación de las sociedades, tal como ocurre con los problemas vinculados con la proliferación, diversificación y dispersión de los escritos. También Roger Chartier señaló cómo “la proliferación textual incontrolable de un discurso, sin orden ni límites”, “el exceso de los escritos que multiplica los textos inútiles y sofoca el pensamiento bajo discursos acumulados” se percibieron como un peligro tan grande como borrar huellas, destruir libros o suprimir discursos.[11] Al cruzar una historia de la cultura escrita con la sociología de los textos, Chartier interrogó las múltiples relaciones entre los discursos, su puesta en texto, sus inscripciones materiales, circulaciones, modalidades de apropiación y de lectura. En la cultura de lo impreso, observó con atención el “conjunto de nuevos gestos rezumados por la producción de lo escrito y de la imagen bajo una nueva forma” que produjo el desarrollo de la imprenta de tipos móviles.[12] Al tiempo que interrogó y discutió sus límites, Chartier privilegió las diversas modalidades del libro que se desarrollaron durante la larga duración de un “antiguo régimen tipográfico” y que Frédéric Barbier situó entre el siglo xiv y las primeras décadas del siglo xix, es decir, antes de la revolución mecánica e industrial de la imprenta.[13] Chartier retuvo solo marginalmente la noción de “régimen” y prefirió, en un primer momento, la de “orden de los libros” que dio título a un libro breve, pero que inauguró su enfoque.*

En un primer sentido, Chartier remitía la ordenación de los libros a un conjunto de procesos de regulación y control, incluidos los económicos y políticos, para remediar la proliferación y dispersión de los textos que tomaron forma cuando el libro manuscrito se transformó en libro impreso: de la lista de títulos a la clasificación de libros, de la emergencia del autor a la atribución de textos, numerosos dispositivos, estables pero no inmutables, se inscribieron en una larguísima duración y, todavía hoy, están parcialmente activos. Un segundo sentido concierne al discurso formalizado en un texto que se ve “afectado por el formato del libro”, “impuesto” a los lectores –aunque jamás totalmente–, en un orden que es un orden de lectura, de la comprensión, o bien aún aquel “que demandó la autoridad que solicitó, autorizó o difundió la obra”.[14] El orden es, desde entonces, un argumento relacional que designa una relación (obligación) entre el autor y el lector, una relación que también es material y que supone la intervención de un tercer interlocutor, el impresor, más tarde el librero, el editor o el bibliotecario. Finalmente, un tercer sentido incluye manuscritos e impresos en la diversidad de soportes en papel o digitales, es decir, los libros y, en mayor medida, los “impresos” en sus múltiples formas editoriales y materiales. En una larguísima duración, desde la era del volumen, a la del codex, después a la era de la imprenta y, finalmente, a la de la digitalización y la pantalla, los textos y los discursos están circunscritos a diferentes órdenes que los organizan y los restringen. En 2007, Chartier retomó la noción de orden para inscribir la especificidad del libro en relación con el conjunto de objetos de la cultura escrita, intensamente modificada por la reproducción mecánica del texto, matizando de este modo las limitaciones ordenadoras para considerar, de forma más amplia, la tensión entre una historia de la cultura impresa y la historia cultural de lo impreso.[15] Tal es así que reactivó una de las primeras incursiones que había propuesto en 1987 al tener en cuenta los impresos que no son libros, ni siquiera livrets, y así ampliar el campo hacia aquellos objetos culturalmente menos nobles que los textos y los libros para incluir en él un conjunto de escritos e imágenes, signos gráficos y signos visuales, impresos y manuscritos. Si, por supuesto, la cuestión era oponerse a toda reducción incontrolada del texto, también se trataba de resistir la ilusoria tentación de disolver todos los textos en documentos. Sin duda, esta reducción es la que, en la actualidad, rige la lógica computacional: escritura, imagen y sonido están, desde entonces, reunidos en un mismo soporte electrónico por su conversión y codificación digitales.

Existe otra reducción a la que (todavía) es posible resistir y que también está en el centro de las preocupaciones de Roger Chartier: la (repetida) desaparición del libro. Dado que sigue siendo, desde su creación, una propuesta que conforma un corpus (Michel Melot) –es decir, con un principio y un fin–, el libro nunca ha dejado de transformarse, de resistir y de adaptarse a todas las (r)evoluciones técnicas.[16] Si bien, desde hace un tiempo, todos los libros son libros digitales –en el sentido de que son pensados y producidos por dispositivos digitales–, su lectura no se limita al uso de las pantallas y, por lo tanto, el libro en papel hace mucho más que resistir ya que continúa imponiendo, en gran medida, sus formas y soportes, especialmente, el propio papel. Por otra parte, desde hace mucho tiempo el libro rompió lanzas con aquel antiguo régimen tipográfico –transformado de modo radical en el siglo xix gracias a la elaboración mecánica y a la industrialización del papel– y, desde entonces, se fabrica con celulosa y mediante una imprenta rotativa que incluye texto e imagen para impresiones de gran tirada. Esta segunda revolución del libro (que Roger Chartier estudió poco) corresponde, sobre todo, al texto impreso, al periódico, a la revista, al afiche, al material impreso de todo tipo. Del mismo modo, esta revolución también atañe a la escritura mecanizada (máquinas de escribir), a la imagen –fija en un comienzo con la fotografía, después dinámica con el cine y, más tarde, con la televisión–, el sonido con el teléfono, la radio, el fonograma y el disco. La cultura de lo escrito fue así considerada en un contexto más amplio, el de la información y la comunicación que, desde entonces, articula el signo, el sonido y el grafismo en un sistema que pronto fue designado como medios de comunicación. El orden del libro se transformó no solo cuantitativa sino también cualitativamente: el libro se desdobla y multiplica, se fotografía, se microfilma, se graba y oraliza. La cultura de lo impreso, ávida de capitales, está sujeta a las restricciones de los grandes grupos económicos y, desde hace un tiempo, los editores y la prensa pautan las orientaciones y los ritmos.

De este modo, antes de la “revolución digital” y tras la emergencia de los nuevos medios de comunicación, calificados por Friedrich Kittler como “medios analógicos”, las importantes transformaciones del siglo xix contribuyeron a la formación de un nuevo régimen documental.[17] Si la Primera Guerra Mundial aceleró su desarrollo, la Segunda, por medio de la teoría de la información que precedió la invención de las computadoras, ya anunciaba su superación. Así, si bien existió desde el siglo xiv un largo régimen tipográfico que jamás desapareció totalmente, en el giro de la modernidad de los siglos xix y xx, un nuevo régimen documental, analógico, compitió con él por un breve período antes de ser completamente absorbido por la generalizada conversión digital en la que actualmente vivimos desde hace dos o tres décadas. ¿Cuál será el nuevo orden computacional que surgirá? Si bien el libro, seguramente, no desaparecerá, ¿bajo qué formas antiguas y nuevas se desarrollará? Los cambios actuales tal vez nos inciten a interrogar de otro modo la historia, a reconsiderar las articulaciones entre el signo, el grafismo y el sonido o la oralidad, a la luz de la larga duración de sus interrelaciones y en el contexto más amplio de la historia de la información.

Para lograrlo, es necesario exponerse al anacronismo, porque los términos como información, comunicación o documentación son recientes. Últimamente, los historiadores de la Antigüedad o de la Edad Media ya no dudan en hacer uso de una terminología muchas veces reciente o cuyos significados se transformaron en el pasado. “Libro”, por ejemplo, proviene de liber que se refería al libro por su materialidad, el tejido elaborado por algunas cortezas que se adoptó para traducir el término griego biblion (libro escrito en papiro). “Documento” procede del latín documentum que deriva de docere (enseñar, instruir) y solo consiguió su autonomía en el siglo xix para puntualizar una información o una prueba de acuerdo con el uso que apareció hacia fines del siglo xvii. Hacia 1500, “información” designaba un conjunto de conocimientos agrupados alrededor de un tema, pero era poco frecuente y, en la actualidad, define la documentación. A fines del siglo xix, tomó el sentido moderno que conocemos: información que se pone a disposición del público (con respecto a la prensa). Pero existen otros anacronismos más perniciosos que fueron observados por Yann Sordet, por ejemplo, algunas tipologías documentales que se presumen de la Edad Media cuando, en realidad, son nomenclaturas inventadas por los historiadores del siglo xix y que, posteriormente, se repitieron.[18]

¿Cómo reconstruir y calificar la larga duración que estuvo siempre presente en las investigaciones de Roger Chartier? Filippo Ronconi la reinscribió en el programa de la historia del libro antiguo.[19] La noción de “régimen documental” puede contribuir a ello. François Hartog propuso la noción de “regímenes de historicidad” para designar los momentos durante los cuales se impone cierta relación entre pasado, presente y futuro.[20] Dominique Pestre apeló a “regímenes de saberes” para caracterizar los modos de producción de la ciencia.[21] Sin ceder a la tentación del buzzword que denunció Yves Gingras,[22] me parece que la noción también puede ser productiva en otro sentido, tal como la definen, sobre todo, los geógrafos cuando buscan aprehender los regímenes hidrológicos midiendo los cambios de capacidad y las características de una formación acuática que se repiten de modo constante en el tiempo y en el espacio. O, inclusive, los físicos, cuando definen los regímenes de los motores por medio del informe de velocidad que un motor alcanza cuando se lo somete a algunas restricciones de fuerza (potencia, torción). La noción de régimen enriquece la larga duración con las ideas de velocidad, aceleración y regulación, sometidas a intensidades y variaciones que determinan formas particulares de coherencia, pero también de turbulencia, desregulación y reconfiguración que organizan diferentes modos de producciones y de arreglos documentales a lo largo del tiempo.

Para dar cuenta correctamente del régimen documental y designarlo, es necesario considerar los ritmos propios en los que se inscribe, concentrarse en momentos particulares, principalmente en las transformaciones y, después, en las normalizaciones, detectar los momentos en que aparece un nuevo ritmo documental, cuando se amplifica y acelera, evaluar las innovaciones que rivalizan y le dan consistencia, un desarrollo, una dirección, un ritmo, examinar los momentos de crisis, de dispersión, de dislocación, de recomposición y reconfiguración. Un régimen documental es, por lo tanto, con el paso del tiempo, un conjunto de dispositivos de producción, de gestión, de clasificación, de conservación, de comunicación de informaciones más o menos complejas, consignadas en soportes diversificados que se inscriben en lógicas de procesamiento específico. ¿Cuáles son las combinatorias impuestas, construidas, pero también imprevisibles mediante las cuales las prácticas documentales forman conjuntos, dispositivos o formas? ¿Qué medios se activan? ¿Escrituras, soportes, instrumentos? ¿Qué recursos? ¿Competencias, habilidades, usos, reglas y normas? Una historia larga sobre los regímenes documentales se articula, en consecuencia, alrededor de varios niveles: una historia cultural o intelectual, una historia de las técnicas y de las materialidades, una historia social y económica y, finalmente, una historia política.

El interés de los regímenes documentales supone, principalmente, una aspiración heurística más que una ambición hermenéutica. Desde luego, la cuestión es definir un instrumento para dar cuenta de las preocupaciones recurrentes sobre la proliferación de los documentos, la explosión del papeleo y la consiguiente e incesante declaración sobre la desaparición del libro para comprender la diversidad de respuestas que las sociedades proponen. Aunque sea ilusorio seguir estos procesos en su conjunto, es posible seguir a Roger Chartier cuando propone un enfoque que procede mediante el registro de casos particulares que, una vez analizados con rigurosidad, son capaces de activar preguntas más generales. Jean-Claude Schmitt, en su magnífico libro sobre Les rythmes au Moyen-Âge, sugiere un enfoque análogo cuando analiza las variaciones rítmicas en una larga duración de más de diez siglos, trabajando a partir de informes singulares seleccionados en función de su aporte específico para la comprensión de la problemática.[23] Precisamente, me parece que El tratado de documentación reúne aquellas características puesto que permite interrogar lo que fue el régimen de la documentación, un régimen que Paul Otlet intentó, obstinadamente, circunscribir, al proponer instrumentos que regularan los ritmos caóticos. Para superar la proliferación de los soportes, propuso una primera forma de desmaterialización mediante la extracción de todos los contenidos y su transcripción en un soporte único y estándar: la ficha, partícula elemental de una inmensa enciclopedia documental de fichas ordenadas según la clasificación decimal universal. Liberado de su materialidad, el libro también se encuentra privado de su contenido segmentado, fragmentado en una multitud de enunciados, de informaciones, de datos consignados en fichas. Si bien la ambición multiforme y utópica de Paul Otlet no anticipó necesariamente nuestra situación actual, su obra ofrece un asombroso y fascinante observatorio para ella.

 

Bibliografía citada

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[1] Paul Otlet, Traité de documentation, Bruselas, Éditions du Mundaneum, 1934, p. 25. [N. del E.: en la bibliografía se detallan todos los libros citados que tienen ediciones en castellano].

[2] Ibid., p. 27.

[3] Paul Otlet, Traité de documentation, p. 240.

[4] Sobre Eugene Garfield, pueden consultarse sus quince volúmenes, todos titulados Essays of an Information Scientist (Philadelphia, isi Press, 1977), en los que reúne sus artículos sobre el campo de la ciencia de la información, publicados entre 1962 y 1976.

[5] Paul Otlet, Traité de documentation, p. 324.

* A diferencia del singular “El libro sobre el libro”, tal la traducción del subtítulo del libro de Otlet, el plural “El libro sobre los libros” se acerca más a la idea de libro mayor, total o universal, como da cuenta el autor a continuación [N. de la T.].

[6] Paul Otlet, Traité de documentation, p. 431.

[7] Cf. Bertrand Müller, “Une œuvre interrompue… la documentation. Postface d’un historien”, en Paul Otlet, Traité de documentation. Le livre sur le livre. Théorie et pratique, París, Éditions des maisons des sciences de l’homme associées, 2021, pp. i-x.

[8] Bertrand Müller, “Archives, documents, données. Problèmes et définitions”, Gazette des archives, nº 212, 2008.

[9] Cfr. Ben Kafka, Le Démon de l’écriture. Pouvoirs et limites de la paperasse, París, Zones sensibles, 2013.

[10] Paul Otlet, Traité de documentation, p. 13.

[11] Roger Chartier, Inscrire et effacer. Culture écrite et littérature (xie-xviiie siècle), París, Gallimard-Seuil, 2005, p. 7.

[12] Roger Chartier (ed.), “Avant-propos. La culture de l’imprimé”, en R. Chartier (ed.), Les Usages de l’imprimé (xve-xixe siècle), París, Fayard, 1987, p. 7.

[13] Cf. Frédéric Barbier y Catherine Bertho-Lavenir, Histoire des médias. De Diderot à Internet, París, Armand Colin, 1996. La cita entrecomillada de Chartier proviene de “L’ancien régime typographique. Réflexions sur quelques travaux récents”, Annales. Économies, Sociétés, Civilisations, Año xxxvi, nº 2, 1981.

* El autor se refiere a la obra de 118 páginas titulada L’Ordre des livres. Lecteurs, auteurs, bibliothèques en Europe entre xive et xviiie siècle, Aix-en-Provence, Alinéa, 1992 [N. de la T.].

[14] Ibid., pp. 14-15.

[15] Roger Chartier, Écouter les morts avec les yeux, París, Fayard, 2008. Se trata de su Lección inaugural en el Collège de France, pronunciada el 11 de octubre de 2007.

[16] Cf. Michel Melot, Livre, París, Éditions du 81, 2006.

[17] Cf. Friedrich Kittler, Mode protégé, Dijon, Les Presses du réel, 2015.

[18] Cf. Yann Sordet, Histoire du livre et de l’édition. Production et circulation, formes et mutations, posfacio de Robert Darnton, París, Albin Michel, 2021.

[19] Cf. Filippo Ronconi, Aux racines du livre. Métamorphoses d’un objet de l’Antiquité au Moyen Âge, París, Éditions de l’ehess, 2021.

[20] Cf. François Hartog, Régimes d’historicités. Présentisme et expérience du temps, París, Seuil, 2003.

[21] Cf. Dominique Pestre, Science, argent et politique, un essai d’interprétation, París, Éditions Quae, 2004.

[22] Cfr. La entrevista a Yves Gingras de Jérôme Lamy y Arnaud Saint-Martin, “Faire de la sociologie des sciences avec un marteau? Science et éthique en action”, Savoir/Agir, nº 27, 2014. [Buzzword: palabra de moda, pegadiza; N. de la T.].

[23] Jean-Claude Schmitt, Les Rythmes au Moyen-âge, París, Gallimard, 2016.