10.48160/18520499prismas26.1306

Dossier

Viajes de la representación

Representation Travels

 

Lila Caimari (1)

 

(1) conicet / Universidad de San Andrés

 

Resumen

El artículo rastrea las diferentes modalidades que adquirió el concepto “representación” en la obra de Roger Chartier. Tras el legado de Louis Marin, el concepto emerge en su trabajo como clave de acceso para indagar la dimensión simbólica del tejido social, evitando las dinámicas verticales y reconfigurando un horizonte disciplinar que, hasta entonces, había estado dominado por la historia de las mentalidades: empleos, en suma, que confluyen en un proyecto historiográfico de largo plazo con el cual Chartier buscó fortalecer la experimentación con nuevos objetos y resguardar el carácter científico de la historia. El artículo culmina con la decisiva recepción que tuvo su obra en la historiografía latinoamericana, una recepción que, entre otros efectos, permitió afianzar el proceso de profesionalización que la disciplina atravesaba en la región.

Palabras clave: Roger Chartier, Representación, Giro lingüístico, Louis Marin, Historia cultural y política

 

Abstract

The article traces the different modalities acquired by the concept of “representation” in Roger Chartier’s work. Following the legacy of Louis Marin, the concept emerges in his work as a key to investigate the symbolic dimension of the social fabric, avoiding vertical dynamics and reconfiguring a disciplinary horizon that, until then, had been dominated by the history of mentalities: uses, in short, that converge in a long-term historiographical project with which Chartier sought to strengthen experimentation with new objects and safeguard the scientific character of history. The article culminates with the decisive reception of his work in Latin American historiography, a reception that, among other effects, allowed strengthening the process of professionalization that the discipline was undergoing in the region.

Key Words: Roger Chartier, Representation, Linguistic Turn, Louis Marin, Cultural and Political History

 

En el marco de las numerosas intervenciones escritas y orales que, en las últimas tres décadas, Roger Chartier ha dedicado al problema de la representación, muchas incluyen un ejercicio etimológico. Ese ejercicio evoca las acepciones del vocablo ofrecidas en el Dictionnaire universel de Furetière (1727) y sus dos familias de sentidos, aparentemente contradictorios: la que refiere a una ausencia sustituida por una imagen que distingue entre la representación y lo representado, y la que describe la exhibición pública de una cosa o persona en nombre de otra y, por lo tanto, alude más bien a una presencia deliberada. Punto fijo en un paisaje de mucho movimiento, la enunciación permite establecer las latencias conceptuales más potentes de ese “núcleo eucarístico”, tal como Roger Chartier y Pierre-Antoine Fabre han señalado en 2006.[1] En torno a él se evocan las operaciones intelectuales que lo han acompañado. Toda síntesis de este derrotero incluye una escala en las intuiciones del historiador y filósofo del arte Louis Marin, así como en su interpretación de la teoría clásica del signo desarrollada por los lógicos de Port Royal en el siglo xvii, la cual retomaba y hacía explícitas las implicancias principales del concepto, estableciendo las bases de una articulación crucial entre representación, imagen y poder.[2]

Chartier suele situar su propia contribución luego de esas estaciones. De su mano, un elemento propio de las sociedades del Antiguo Régimen, revitalizado en los estudios contemporáneos de la imagen, era desplazado a un ámbito de interrogantes más amplio, casi tanto como el mundo social mismo. Tal como argumentaba en sus primeros ejercicios interpretativos, el acierto de Marin no se reducía a rescatar las posibilidades de un problema pertinente al mundo del arte: su visión podía dinamizar también el análisis de un gran espectro de prácticas, inmersas en tramas relacionales de escala muy variada. En esta lectura, la dimensión material en tales articulaciones de sentido adquiría enorme relevancia, manifiesta en el análisis de la máscara mortuoria, por ejemplo, o de las funciones del retrato del rey ausente ofrecidas por Marin. El énfasis en lo concreto-material, observaba Chartier, también podía funcionar en la expandida arena de lo simbólico-social, instalando la pregunta por las mediaciones que hacían posible su viaje del pasado al presente, de la ausencia a la presencia. El concepto interpelaba intensamente las formas (visuales, pero también lingüísticas) de ese contenido, plenas de implicancias semánticas.[3]

Entendida como clave de acceso a una expandida dimensión simbólica, la cuestión de la representación se volvía relevante allí donde la circulación de sentidos acompañaba la trama de objetos o personas que constituía la vida misma: un “mundo como representación” que sostenía el tejido social, nada menos. Esta remozada versión del concepto aparecía en una configuración que apuntaba a su potencial para el estudio del poder político y tenía por delante una trayectoria importante en este plano, efectivamente. Pero Chartier se apartaba desde el principio de la presunción de una agenda hecha de dinámicas verticales, del poder hacia el no-poder, de la creación simbólica activa y consciente de sí al consumo pasivo y desprevenido. En su visión, la representación estaba asociada a una creatividad puntuada de torsiones, extendiéndose al ámbito de las identidades colectivas y acercándose a la noción (democrática, optimista) de “apropiación”. Allí, la influencia de Marin era tan certera y explícita como la del Michel de Certeau teórico de la lectura como práctica autónoma y creativa.[4]

De esta somera descripción se desprende que la nueva vida del concepto de representación se iniciaba al interior de una perspectiva integral, llave maestra del retorno de la cultura hacia el centro de la disciplina histórica. Vale insistir en el peso de aquel contexto de partida, tan fácil de olvidar hoy, en este clima signado, a la vez, por la ubicuidad del término y el sedimento de prevenciones contra los excesos del culturalismo. En verdad, la relectura a treinta años de distancia revela lo acabado de la formulación de aquel programa, retomado muchas veces por el propio Chartier en desarrollos parciales que fueron enriqueciendo el cuadro sin mutaciones teóricas sustantivas en un marco de notable continuidad. Nacido de inquietudes hijas de su tiempo historiográfico, el potencial del concepto se medía en relación con su capacidad para dinamizar un horizonte disciplinar definido por el predominio de la historia de las mentalidades de Annales, con su matriz social cimentada en evidencia en serie. Chartier introducía una inflexión decisiva que abrazaba aquella gran herencia historiográfica, reteniendo lo social como arena de interés por excelencia y volviendo sobre el mundo simbólico de los actores del pasado con herramientas de gran potencia.

Plantada entre los tardíos 1980 y tempranos 1990, esta semilla de altísimo rendimiento ingresaba a partir de entonces en una suerte de vértigo arborescente. La fortuna del impulso se manifiesta en el cambio de la posición de enunciación y la subsiguiente proliferación de intervenciones destinadas a fijar un encuadre. Pronto, un repertorio de argumentos defensivos respondía a quienes (previsiblemente) equiparaban este movimiento a la primacía de representaciones e imaginarios a expensas del estudio de las realidades sociales.[5] Pero el punto álgido de los debates, a fines de los años 1990, no radicó tanto en el ejercicio de persuasión de los escépticos dentro de la disciplina, sino en la empresa de estabilización de la perspectiva general, cuya capacidad de desbloqueo se revelaba junto con la delicadeza de las articulaciones entre planos del mundo social: enunciados, gestos, conductas. Y allí, las objeciones de los historiadores preocupados por el alejamiento de lo “real” contrastaban con el impulso opuesto, guiado por la liberación teórica más eufórica del Cultural Turn y las derivas espiraladas surgidas en los departamentos de Romance Languages de la academia norteamericana. Envueltas en una dinámica imposible de contener, las propuestas de Chartier convergían con líneas teóricas de otro origen y calibre para devenir en genérico “giro” y revelar, de paso, que su potencia creativa podía volverse contra la disciplina de origen. En su momento más tenso, la inmersión en la “tinta ácida” del Linguistic Turn puso en cuestión la capacidad de la historia para representar la realidad e, inclusive, su derecho a mantenerse en una suerte de ingenua arcadia epistemológica.[6]

Discusiones que ya parecen lejanas y que no cabe reponer aquí. Baste decir que, rehuyendo ambigüedades, Chartier agregó a su paciente labor de desarrollo teórico una base de firme resguardo, confirmando que su perspectiva no estaba en otro lugar que el que siempre había tenido la historia –y la historia de Annales de la que se reconocía heredero–, al interior de un universo de lo cognoscible que, de ninguna manera, se reducía al lenguaje o los giros retóricos.[7] Por fuera de los tramos más reactivos de aquellas cruzadas, lo que se distingue retrospectivamente es el inicio de un largo ciclo de acompañamiento más parecido al despliegue de una conversación: un proyecto historiográfico de largo plazo que siguió su marcha fortaleciendo el soporte de sus puentes experimentales. Mientras avanzaba, ese camino fue inscribiendo su razonamiento en tramas más amplias, sacando fuerza de la diseminación del crédito por los resultados. Pues si la perspectiva general del “mundo como representación” ha quedado asociada al nombre de Chartier, lo cierto es que la explicitación de sus eslabones nunca cesó de enfatizar la inspiración en la imaginación crítica de otros autores ni la búsqueda de un efecto de creación colectiva.[8]

 

 

Viajes latinoamericanos de la representación

 

 

Que la nueva vida del concepto de representación à la Chartier era fruto de un ejercicio de este tipo fue evidente desde temprano en Espacio público, crítica y desacralización en el siglo xviii (1990), libro-experimento que funcionaría como modelo renovador en la historia política latinoamericana.[9] Allí, las hipótesis de una década eran puestas a trabajar en torno de la pregunta por la Revolución francesa o, más bien, por el vínculo entre ideas ilustradas y crisis política. Las declinaciones de la representación aparecían, primero, para conceptualizar la pérdida de legitimidad (la desacralización) del secular sistema de creencias que había sostenido a la monarquía y, luego, para pensar las nuevas formas de politización imbricadas en la lectura y “la vía del impreso”. Se ingresaba así en una discusión central, allí, cuando una historia política desacoplada de su tradicional marco institucional buscaba apoyaturas conceptuales de reemplazo. En un juego de préstamos y diálogos muy explicitados, aparecía entonces la discusión con Jürgen Habermas, cuyas propuestas en torno a la esfera pública eran retomadas al servicio de esa renovada noción de lo simbólico social. Representación colectiva, esfera pública, opinión pública: conceptos estructurantes de la reflexión de esos años quedaban amarrados a prácticas concretas, a objetos y sujetos aprehensibles, impresos, imprentas, imprenteros. Se avizoraba una historia política impregnada de las prácticas materiales de la cultura y una historia posible de las formas fragmentadas e inacabadas de la cultura política. También una encrucijada para el propio Chartier, cuyo compromiso principal se iría volcando, con el tiempo, a las especificidades de la vía del impreso.

Estos movimientos tuvieron recepción rápida en una historiografía latinoamericana por entonces en vigorosa expansión profesionalizadora. El caso argentino es expresivo, con traducciones precoces de los textos programáticos, gran atención a la figura de Chartier en jóvenes revistas académicas y amplia circulación posterior de sus primeros libros traducidos, comenzando por El mundo como representación, múltiples veces reeditado y reproducido informalmente con asiduidad aún mayor.[10] No hubo que hacer esfuerzos, en este caso, para mantener el curso de la recepción por fuera de derivas extremas, con pocos incentivos en una disciplina de sesgo social muy asentado, con sus propias tradiciones culturales y un tronco eurófilo (francófilo, de Annales) que prestaba a esa recepción una considerable legitimidad de partida y la volvía desconfiada de las estridencias teóricas con orígenes menos naturalizados. La implantación ágil y poco disruptiva también debió algo a la influencia de una generación de historiadores formados en Francia y repatriados entre los años 1990 y los tempranos 2000.[11] A ellos se agregó la intervención del propio Chartier, cuya irradiación se vería reforzada por visitas académicas y el desarrollo de vínculos personales perdurables, una forma de participación activa y personalizada muy excepcional en una figura tan central en el mapa disciplinar.[12]

No hace falta recurrir a estadísticas ni a métricas de clic. Echando mano apenas de la abrumadora evidencia impresionista, resulta evidente el lugar central que Chartier mantiene desde entonces en la historiografía latinoamericana. Junto con la perdurabilidad de esta huella, salta a la vista la amplitud de su alcance, que va desde estudios sobre arte, imagen y culturas visuales hasta abordajes muy diversos de la práctica política (antigua y moderna), circulación de ideas y creencias (incluyendo las simbologías altas o populares que las acompañaron), sin hablar de la prominencia de su figura en estudios sobre libros, lectura y cultura impresa. Esta escueta enumeración no incluye, por lo demás, citas de autoridad más genéricas e inespecíficas, clave tutelar en la apertura de trabajos sobre los temas más variados.

En un marco de circulaciones que, a fines de los años 1990, ya era muy vasto, la noción de representación revelaría puntos de sinapsis particularmente relevantes. Dos de estas intersecciones transcurrían en el campo de la historia política. Entre los colonialistas, el estudio del poder monárquico ejercido a distancia tomaría esta herramienta con gran provecho para analizar las formas de presencia del rey ausente en análisis, a su vez, encuadrados en la historia de la guerra de imágenes propia de la transición tectónica de los siglos xvi y xvii, muy desarrollada en esos años. En esta deriva radica uno de los puntos más productivos de intensificación del diálogo de la historia política con una historia del arte muy movilizada por las perspectivas imbricadas en lo material.[13]

Mientras tanto, se preparaba el suelo para otras declinaciones de la representación. En el marco de la renovación de la historia política del siglo xix, la noción habermasiana de esfera pública hacía su camino entre los estudiosos de las nacientes repúblicas latinoamericanas en busca de una nueva conceptualización para la emergencia de formas de representación moderna.[14] Junto con la prensa como vía primordial de acceso, el escrutinio de las sociabilidades y la construcción de identidades colectivas, las propuestas de Chartier se entrelazaron a un vasto repertorio de prácticas informales de la política, abriendo un horizonte de exploración que sigue rindiendo frutos.

Una zona más general de receptividad se vislumbraba paralelamente en el cruce con la historia de la cultura moderna. Pues una perspectiva que jerarquizaba tan enfáticamente el estudio de las mediaciones y que ofrecía un modelo a la vez sofisticado y democrático para observar los modos de apropiación cultural en contextos asimétricos, no podía sino seducir a quienes pensaban los problemas de una tradición híbrida por definición donde la pregunta por la herencia europea, sus derroteros locales y los procesos de mestización constituían un núcleo ineludible. Con el tiempo, las preguntas de Chartier sobre el movimiento de los símbolos volverían a dar prueba de su maleabilidad en marcos de análisis emergentes como la historia intelectual conectada con centro en el Atlántico.[15]

Portadora de sentidos plurales desde su misma etimología, la noción de representación continuaría su derrotero de diseminaciones tan amplias como desiguales en intensidad como variadas en resonancias contextuales. La impronta en campos específicos se daría en convivencia con una sensibilidad “culturalista” difuminada donde el término “representación” podía adquirir sentidos blandos, asociados a una atención más o menos sistemática a lo simbólico-material inmerso en la vida social. De allí ese puntillismo imposible de cartografiar, hecho de usos menos conscientes de sí, a veces sin crédito de autoridad o, al revés, con citas gestuales y poco comprometidas. Es posible ver en esa estela otro síntoma de la maleable pregnancia de un concepto. O ver, quizás, un testimonio del precio que se cobraba la gran expansión historiográfica regional que, con sus luces y sus sombras, también signó la recepción de la obra de Chartier. Difícil desdeñar esa otra evidencia: no sería fiel el panorama sin ella. Ni lo sería sin el testimonio de otras derivas más recientes –en torno al texto digital, por ejemplo, puerta de ingreso de nuevas generaciones al mundo Chartier– que vuelven a renovar una empresa historiográfica de vitalidad única.

 

Bibliografía citada

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[1] Cf. una versión estilizada en Roger Chartier y Pierre-Antoine Fabre, “Représentations (Histoire des)”, en S. Mesure y P. Savidan (eds.), Le dictionnaire des sciences humaines, París, Presses universitaires de France, 2006. Por razones de espacio, se ha optado por mantener las referencias a un mínimo, ateniéndose a textos ilustrativos en cada caso.

[2] Louis Marin, La Critique du discours. Étude sur la “Logique de Port Royal” et les “Pensées” de Pascal, París, Minuit, 1975, y Le Portrait du Roi, París, Minuit, 1981. En español, puede consultarse el artículo de Marin titulado “Poder, representación, imagen” (en Prismas Revista de historia intelectual [Bernal], nº 13, 2009) en donde se reúnen dos de sus textos programáticos, el capítulo introductorio de Le Portrait du Roi, junto con otro texto introductorio de una obra posterior, Des pouvoirs de l’image: gloses, París, Seuil, 1993.

[3] El núcleo de reflexiones que marcan el momento fundante de esta concepción se encuentra en “Le monde comme représentation”, Annales. Économies, Sociétés, Civilisations (París), Año lxiv, nº 6, 1989, artículo reimpreso y traducido innumerables veces en lo sucesivo. Asimismo, cf. Les Origines culturelles de la Révolution francaise, París, Seuil, 1990. Ambos trabajos recogían y ampliaban una nutrida serie de intervenciones publicadas a lo largo de la década previa. [N. del E.: en la bibliografía se detallan todos los libros citados que tienen ediciones en castellano].

[4] Michel de Certeau, L’Invention du quotidien i. Arts de faire, nueva edición establecida y presentada por Luce Giard, París, Gallimard, 1990 (primera edición, 1980). Esta concepción era, a su turno, tributaria del contexto de emergencia de la teoría de la recepción. Al respecto, cf., entre otros, los ensayos de Roger Chartier en Pluma de ganso, libro de letras, ojo viajero, México, Universidad Iberoamericana, 1997.

[5] Cf., en este sentido, “Pratique de la représentation et représentation de la pratique”, en Francis Chateauraynaud e Yves Cohen, Histoires pragmatiques, París, Éditions de l’ehess, 2016, originalmente publicado en italiano en Quaderni storici (Bologna), “Rappresentazione della pratica, pratica della rappresentazione”, vol. xxxi, nº 92, agosto de 1996.

[6] La expresión es de Ivan Jablonka, La historia es una literatura contemporánea. Manifiesto por las ciencias sociales, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2016, pp. 108-116.

[7] Roger Chartier, Au bord de la falaise. L’histoire entre certitudes et inquiétudes, París, Albin Michel, 1998. Las intervenciones más explícitas iban, por entonces, contra las posiciones de Hayden White y en lo que Chartier veía como una reducción inaceptable de la historia a su forma expresiva.

[8] El espectro de atribuciones e interlocuciones es imposible de reproducir en los límites de esta intervención. Sin entrar en la trama de diálogos específicos de la historia del libro y el impreso, allí figuran, además de Louis Marin y Michel de Certeau, los nombres más decisivos del pensamiento crítico de los años 1970 y 1980, como Foucault y Bourdieu, los grandes padres de la sociología (Durkheim, Mauss, Elias) y numerosos contemporáneos como Keith Baker, Carlo Ginzburg, Peter Burke o Alphonse Dupront.

[9] Traducido al castellano como Espacio público, crítica y desacralización en el siglo xviii, Barcelona, Gedisa, 1995. La remozada genealogía revolucionaria allí propuesta sería retomada en Pluma de ganso, pp. 47-61.

[10] Roger Chartier, El mundo como representación, Barcelona, Gedisa, 1992, y su artículo “La historia cultural redefinida: prácticas, representaciones, apropiaciones”, Punto de Vista (Buenos Aires), nº 39, diciembre de 1990. Cf. asimismo Noemí Goldman y Leonor Arfuch, “Historia y prácticas culturales. Entrevista a Roger Chartier”, Entrepasados (Buenos Aires), año iv, nº 7, fines de 1994; Fabián Herrero y Alejandro Herrero, “Roger Chartier y el Espacio público, crítica y desacralización en el siglo xviii” [entrevista], Espacios de crítica y producción (Buenos Aires), vol. xxiii, 1998.

[11] Sobre este contexto, cf. Ana Clarisa Agüero, “Sobre la historia de la cultura en la Argentina”, Prohistoria. Historia, políticas de la historia (Rosario), nº 37, 2022.

[12] A su propia disposición al intercambio y la sociabilidad intelectual, se agrega, en este caso, el dominio del castellano por parte de Chartier, una habilidad que le permitió prodigarse en el mundo historiográfico hispanoamericano y, posteriormente, desarrollar fundamentales líneas de trabajo en el campo de la historia del libro y la edición. Cf. Roger Chartier, La mano del autor y el espíritu del impresor. Siglos xvi-xviii, Buenos Aires, Katz-Eudeba, 2016.

[13] Verónica Salazar Baena, Fastos monárquicos en el nuevo reino de Granada. La imagen del rey y los intereses locales, siglos xvii y xviii, Barcelona, Universidad de Barcelona, 2013. Para un ejemplo de esta inspiración en la historia del arte colonial, cf. Gabriela Siracusano, El poder de los colores. De lo material a lo simbólico en las prácticas culturales andinas. Siglos xvi-xviii, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2005. El contexto específico de sentidos remitía, entre otros, a la obra de Serge Gruzinski, comenzando por La colonización de lo imaginario. Sociedades indígenas y occidentalización en el México español. Siglos xvi-xvii, México, Fondo de Cultura Económica, 1991.

[14] Pilar González Bernaldo, “Sociabilidad y opinión pública en Buenos Aires”, Historia Contemporánea (Bilbao), vol. xxvii, 2003; Pablo Piccato, “Public Sphere in Latin America. A Map of the Historiography”, Social History (Londres), vol. xxxv, nº 2, mayo de 2010.

[15] Roger Chartier y Antonio Feros (eds.), Europa, América y el mundo. Tiempos históricos, Madrid-Barcelona, Marcial Pons, 2006.