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Dossier

Introducción

Por una historia social e intelectual de los historiadores

 

Andrés G. Freijomil (1)

 

(1) Universidad Nacional de General Sarmiento

 

Mientras este dossier se ponía en marcha y recibíamos los diferentes artículos que luego lo conformarían, la obra del historiador Roger Chartier (1945) seguía su irredenta expedición hacia nuevos objetos históricos. En su última obra, por ejemplo, titulada Cartes et fictions (xvie-xviiie siècle) y publicada en abril de 2022, incursiona en el trazado de cartografías reales o imaginarias y en los costosos avatares materiales de su ilustración en los grandes clásicos como Gulliver o la Utopía moreana.[1] En todo caso, tal es el primer desafío de la exploración que aquí proponemos: repensar críticamente a un historiador francés contemporáneo y en plena actividad que no solo continúa produciendo historiografía, barajando, sin tregua alguna, sus avances de investigación y dándolos de nuevo ante públicos muy diversos, sino que migra todo el conjunto hacia múltiples comarcas donde, además, lo difunde en diferentes lenguas. Tales son, en suma, los “humores vagabundos” de un viajero renacentista con el cual, muy probablemente, lo hubiese identificado quien fuera uno de sus primeros maestros, Daniel Roche.[2]

Ante todo, cabe recordar que nos encontramos ante un historiador que ha marcado, no sin contradicciones o disputas irresueltas, varios puntos de inflexión en los debates historiográficos de las últimas décadas. Asociado, pero crítico de la llamada cuarta generación de Annales, ha sido junto con Jacques Revel, Emmanuel Le Roy Ladurie o Jacques Le Goff, quien contribuyó a renovar los mecanismos internos de la disciplina tras la hegemonía braudeliana. Sin escapar por completo del precepto de Michelet, que abogaba por un oficio basado en la resurrección de los muertos, Chartier ha sabido reconvertirlo de la mano de Quevedo al proponer escucharlos con los ojos. Este programa que, en realidad, resume el acuerdo empírico y casi sensorial de una experimentación histórica con objetos desusados se extiende desde la mendicidad, las representaciones políticas, los avatares de la edición y los sigilos de la vida privada hasta los orígenes culturales de la Revolución francesa, los usos de la correspondencia, las prácticas de la lectura o las condiciones de transmisión de la cultura escrita. Y todo ello, con un instrumental que incluye el préstamo metodológico de otros campos del saber, un diálogo con tradiciones intelectuales diferentes de la propia, una particular disposición hacia la investigación colectiva, la justa con cánones establecidos y la diseminación, oportunamente situada, de una reflexividad historiográfica cuya práctica negocia con la teoría sin convertirlo en teórico, práctica que también podríamos hacer extensiva a la relación de pertenencia que mantiene o ha mantenido con las instituciones académicas. Como señala Bertrand Müller en otra parte, que Chartier nunca haya formado parte del comité de redacción de la revista Annales es todo un indicio del perfil intelectual que construyó en el marco de la comunidad de historiadores.[3] Ahora bien, tras estos objetos y métodos, también subyace, como diría Philippe Carrard, una poética de la historia, es decir, un compás regular de procedimientos que confluyen en un decurso: por caso, nunca desaprender las condiciones sociales y materiales de los objetos históricos, operación que, a su vez, lo lleva a liberarlos de cualquier cárcel mental que pretenda detener una identidad en permanente mutación.[4] De allí que la inestabilidad de las prácticas, la materialidad de las ideas y su circulación visible o subterránea junto con el uso y apropiación de símbolos por las comunidades interpretativas y las representaciones que los grupos sociales proyectan sobre sí y sobre los otros desemboquen al unísono en una poética de tipos móviles que habilita su impresión en aquella multitud de objetos. Asimismo, frente a los inagotables debates que han girado sobre la idea de cultura en la tradición occidental, Chartier ha preferido despedazar sus prejuicios históricos y repatriarla a nuevos territorios con un propósito no siempre ostensible: removerla del mero circuito savant y, desde su interior, convertirla en un producto social, tangible, legible y controlado mediante un gesto de insurrección pasible de ser reconocido y apropiado por sus lectores cuando acceden a sus libros. Así, su obra no solo contribuyó a desplazar el subtexto emancipatorio propio de la historia social hacia una historia cultural que también ontologizó,[5] sino que, además, nos ha legado una nomenclatura de conceptos operativos que, actualmente, forma parte del acervo común de las ciencias humanas y sociales. No obstante, ante un repertorio de semejantes dimensiones, desarrollado a lo largo de medio siglo y con tantos puntos de riesgo, las objeciones no han sido pocas ni menores.

La arquitectura de este dossier se organiza en torno de algunos objetos, problemas y secuencias que permitan, en primera instancia, dar cuenta de las migraciones históricas de la cultura escrita que ha efectuado la obra de Roger Chartier. Para ello, convocamos a doce especialistas –en rigor, a diez historiadores, una socióloga y un teórico de la literatura, para cuatro de los cuales, además, esta contribución representa su primer texto publicado en castellano–[6] y les propusimos que recuperasen de un historiador con quien comparten algunos intereses de investigación, pero frente a quien también expresan diferentes niveles de disenso epistemológico, una zona específica de su obra poco transitada o bien un tanto olvidada, que permitiese, tras situarla en su contexto, recuperar la entidad historiográfica que tuvo cuando fue producida y evaluar si aún la conserva. Cabe señalar, asimismo, que los textos aquí reunidos son inéditos –inclusive en su lengua de origen– y fueron especialmente escritos para este dossier por fuera, valga la aclaración, de cualquier idea de homenaje, festín de mélanges u oportunidad celebratoria.[7]

Comenzaremos con el artículo de Peter Burke, quien vuelve a un célebre tópico de la obra de Chartier, la cuestión de la “cultura popular”, pero a partir de una historización transnacional de ese debate, que revela aristas nuevas y poco detectables en aquel entonces sobre la identidad de la historia social y cultural. Otro tanto podríamos decir del artículo de Philippe Carrard, quien esboza, a partir de una perspectiva formalista y en tensión con la posición del propio Chartier, el concepto de “relato” o “narración”, para observar si la carga instrumental que este le asignó durante un tramo de su carrera logró efectivamente refrenar los inquietantes avances del giro lingüístico en la epistemología histórica. Los aspectos más espinosos de este debate serán abordados ampliamente aquí por Lila Caimari a partir de una entrada diferente: el concepto de “representación” instalado por Chartier en la disciplina histórica. Esta entrada también le permitirá situar la proyección tan particular que mantiene la obra de Chartier en América Latina, sobre todo en lo concerniente a su trabajo sobre los orígenes culturales de la Revolución francesa que tantas lecturas y debates provocó en estas tierras.[8] Con todo, ¿cuál ha sido el impacto que tuvo por aquel entonces esa misma obra en una joven estudiante francesa de la carrera de historia? Dinah Ribard se adentra por los caminos que trazó Chartier en 1990, tras un año de agitadas celebraciones en torno del Bicentenario de la Revolución en Francia, recordando el enérgico desafío que supuso moderar el tradicional impacto intelectual atribuido a las ideas de los philosophes de la Ilustración sobre el hecho revolucionario.[9] Su artículo permite sopesar los orígenes “culturales” propuestos por Chartier frente a la tradicional lectura de Daniel Mornet en 1933 y plantear un interrogante: ¿qué persiste hoy de aquella señal de cambio “cultural” en una época como la nuestra en que la historia intelectual recuperó un terreno que, por aquel entonces, creía definitivamente perdido?[10]

Tras el abordaje de estos cuatro tópicos, Geoffrey Turnovsky ingresará por un resquicio de la obra de Roger Chartier que, prácticamente, no fue atendido:[11] su rol como escritor de reseñas para Le Monde en el marco de su habilidad para migrar saberes específicos al gran público, un tipo de difusión que, en Francia, es conocida como “alta divulgación” y que Chartier compartía con buena parte de los cruzados de su generación, como Jacques Le Goff, Arlette Farge o Michelle Perrot, en pos de una “nueva historia”.[12] En este sentido y más allá de sus horizontes de recepción, académicos o no, tal vez ya sea la hora de reconsiderar la reseña profesional como una verdadera y legítima fuente historiográfica en aras de conocer los distintos estratos de sentido histórico y político que transitan las obras leídas y cuya visibilidad tracciona los destinos de reconocimiento y recompensa que, en definitiva, rigen el sistema académico.[13] Esta cuestión, a su vez, se vincula directamente con la actual sobreabundancia y proliferación de información, sobre todo digital (pero, felizmente aún, también en papel), que representa todo un desafío para el historiador: ¿qué tácticas conviene emplear para enfrentarse al continuo incremento de una documentación que el oficio debe convertir en fuente? Para ello, Bertrand Müller ofrece una primera respuesta a partir de su concepto “régimen documental” para luego recuperar el sitio que hoy ocupa Chartier en ese debate. Y de allí se deriva, necesariamente, la cuestión de la “materialidad” de los textos, es decir, hasta qué punto el cuerpo de la escritura impacta en la naturaleza de las ideas y en su circulación mudable. Perla Chinchilla Pawling revisa el modo en que Chartier difundió esta perspectiva material, a qué tipo de usos la ha sometido y si es dable reconocer en esa disposición una “identidad” en los textos que pueda radicalizarse aún más, un radicalismo que nos conduce a la naturaleza material de su extenso corpus. Por cierto, ¿cuántos “libros” ha escrito realmente Roger Chartier? ¿Qué tipo de agencia comportan sus numerosas recopilaciones cuando opera el pasaje del artículo al capítulo y los textos cambian de título, de editor, de lengua y, a la postre, se instalan en una nueva comunidad de lectores? A tales interrogantes acude Anaclet Pons, tomando como punto de partida la fantasmal investigación que Chartier llevó a cabo sobre Cardenio, una de las presuntas obras perdidas de Shakespeare y cuya historia aparece en el Quijote. Mientras que la reflexión de Pons perfora en aquella mise en livre, Gisèle Sapiro hace lo propio con la idea de “autor”, pero tomando como eje la movilidad de lo impreso como puerta de entrada y su fuerte compromiso epistemológico con la sociología cultural y la historia de la literatura. A este respecto, recordemos que Chartier también se caracteriza por reivindicar las obras literarias como genuinos objetos de investigación histórica. Ahora bien, ¿cuál es la escala de “lo literario” que interpela en su obra? ¿Qué observa, finalmente, cuando se acerca “al borde del acantilado”? Aquí Christian Jouhaud reactiva los límites de aquella metáfora que Michel de Certeau utilizó para interpelar a Foucault y que, luego, el propio Chartier reutilizó en tantas ocasiones para titular reseñas, capítulos y libros.

Con todo, hay una zona de la figura de Roger Chartier que nunca ha sido abordada: los comienzos de su derrotero intelectual, un tipo de reconstrucción frente a la cual suele ser particularmente crítico.[14] A tal punto esto es así que cuando en virtud de las leyes no escritas que rigen el protocolo académico lo pusimos al corriente de la existencia de este proyecto, se mostró especialmente reticente y asimiló cualquier referencia a su trayectoria con la sombra que asedia la célebre “ilusión biográfica” acuñada por Pierre Bourdieu o bien con una subjetividad “ego-histórica” siempre proclive a negociar con una dudosa excepcionalidad individual.[15] Por cierto, se trata de una aprensión hacia las retrospectivas que comparte con muchos otros profesionales de las ciencias humanas y sociales de su generación, sobre todo franceses, y que no duda en hacer explícita cuando algún desprevenido le solicita una mención a su pasado, aprensión que, por cierto, también está indirectamente relacionada con la estricta separación que rige en Francia entre la vida pública y la vida privada.[16] No es casual, en este sentido, que el “descubrimiento” de esta última haya sido objeto en los años 1980 de una historia colectiva de notable éxito de ventas y, menos aún, que Chartier haya participado activamente en ella.[17] En todo caso, actualmente, ya no debería caber ninguna sospecha sobre los albores de una carrera, sobre todo desde que Sabina Loriga rehabilitó, con los pertrechos de Droysen, las credenciales de la biografía al interior de la propia corporación de historiadores y exorcizó aquella otra separación tajante entre la performatividad de la experiencia social de los agentes respecto de las obras que han producido, cualquiera sea su tipo.[18] La periodización de los indicios esparcidos a lo largo del tiempo por un derrotero, se atenga o no al género biográfico y más allá de cualquier remota exaltación del yo, constituye un necesario y legítimo recurso para una historia social e intelectual de los historiadores.[19] A fin de cuentas, ¿qué otra cosa es sino la historia de la historiografía?

Rompiendo lanzas, entonces, con el viejo mandato bourdesiano y lejos también de cualquier gesta inaugural con la que se pretenda anunciar el inevitable arribo de un promisorio futuro, el trabajo de Stéphane Van Damme rastrea los primeros pasos del joven Chartier como investigador normalien y prematuro go-between, en particular con la tradición angloparlante, hasta el umbral de la monumental historia de la edición francesa que codirigió con Henri-Jean Martin en los años 1980. Finalmente, a modo de coda, el dossier concluye con un escrito de una naturaleza por completo diferente, pero que también enlaza con un pasado de historiador. A partir de una de las últimas obras publicadas por Chartier, Éditer et traduire, y como si se tratase de un escurridizo apéndice clandestino, Robert Darnton nos envía a un estudio que procede de su vieja tesis doctoral de 1964, defendida en la Universidad de Oxford y aún inédita.[20] Allí, nos presenta los pliegues de un personaje por demás pintoresco, Crèvecœur, mediante el análisis de sus Cartas de un granjero americano, escritas originalmente en inglés, autotraducidas al francés y que, paulatinamente, fue modificando a medida que las adaptaba para sucesivas ediciones francesas. Tal vez no haya mejor figura para concluir este dossier que con aquellos viajes emprendidos entre el Nuevo y el Viejo mundo por Crèvecœur, cuyo “humor vagabundo” es, cuanto menos, lindante al de Roger Chartier quien, entretanto, continúa migrando sus textos hacia nuevos confines.

 



[1] Roger, Chartier, Cartes et fictions (xvie-xviiie siècle), París, Éditions du Collège de France, 2022.

[2] Maria Lúcia G. Pallares-Burke, “Daniel Roche”, La nueva historia. Nueve entrevistas, traducción del portugués por Vicent Berenger, Valencia, Publicaciones de la Universitat de València, Editorial Universidad de Granada, 2005 [1999], en particular p. 138. La expresión “humores vagabundos” cita la obra de Roche: Humeurs vagabondes. De la circulation des hommes et de l’utilité des voyages, París, Fayard, 2003.

[3] Bertrand Müller, “Chartier, Roger”, en Le Dictionnaire des sciences humaines, París, Presses Universitaires de France, 2006.

[4] Philippe Carrard, Poetics of the New History. French Historical Discourse from Braudel to Chartier, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1992.

[5] Cf. Philippe Poirrier, Les Enjeux de l’histoire culturelle, París, Seuil, 2004, en particular pp. 374-380.

[6] Tal es el caso de los textos de Philippe Carrard, Bertrand Müller, Dinah Ribard y Geoffrey Turnovsky.

[7] Todos los textos son inéditos, salvo por el artículo de Gisèle Sapiro, el cual surge de la fusión, tal como ella misma lo señala, de una comunicación oral presentada en 2016 y de algunos pasajes procedentes de una reseña publicada en 2021 sobre la obra Éditer et traduire de Roger Chartier.

[8] Roger Chartier, Espacio público, crítica y desacralización en el siglo xviii. Los orígenes culturales de la Revolución francesa, traducción de Beatriz Lonné, Barcelona, Gedisa, 1995.

[9] Roger Chartier, Les Origines culturelles de la Révolution française, París, Seuil, 1990.

[10] Cf. Daniel Mornet, Los orígenes intelectuales de la Revolución francesa, 1715-1787, traducción de Carlos A. Fayard, Buenos Aires, Paidós, 1969 [1933].

[11] Véase, no obstante, el prólogo de José Emilio Burucúa, en Roger Chartier, El juego de las reglas: lecturas, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2000.

[12] Rémy Rieffel, “Les historiens, l’édition et les médias”, en François Bédarida (ed.), L’Histoire et le métier d’historien en France, 1945-1995, París, Éditions de la Maison des sciences de l’homme, 1995.

[13] Cf. Ian Watt, “L’institution du compte rendu”, Actes de la recherche en sciences sociales (París), vol. lix, nº 1, 1985, pp. 85-86.

[14] Señalo como excepción a esa ausencia las referencias a su trabajo diseminadas en diversas obras de historiografía, algunas referencias biográficas como, por ejemplo, la ya mencionada de Bertrand Müller, ciertos artículos generales sobre un aspecto concreto de su obra y el trabajo en portugués dirigido por João Cezar de Castro Rocha, Roger Chartier. A força das representaçoes: história e ficção (Chapecó, Argos, 2011). En la actualidad, no existe un estudio crítico y analítico de su producción. Se cuenta, no obstante, con dos excepciones relativas: el dossier que publicó la revista French Historical Studies con motivo de la publicación de On the Edge of the Cliff. History, Language and Practices en 1996 (vol. xxi, nº 2, primavera de 1998) y el artículo de Dorothea Kraus, “Appropriation et pratiques de la lecture. Les fondements méthodologiques et théoriques de l’approche de l’histoire culturelle de Roger Chartier”, en Labyrinthe. Atelier interdisciplinaire (París), nº 3, 1999.

[15] Cfr. Pierre Bourdieu, “La ilusión biográfica”, en Historia y Fuente Oral (Barcelona), nº 2, 1989 [1986]; y Pierre Nora (ed.), Essais d’ego-histoire, París, Gallimard, 1987. En realidad, en 1970, el historiador norteamericano Lewis Perry Curtis Jr. había realizado un experimento similar con varios colegas, entre los cuales estaban Carlo Cipolla, J. G. A. Pocock o George Rudé. Cf. El taller del historiador, traducción de Juan José Utrilla, México, Fondo de Cultura Económica, 1975.

[16] Una de las últimas manifestaciones a este respecto se encuentra en su colaboración titulada “Générations de lectures”, en Y. Potin y J.-F. Sirinelli (eds.), Générations historiennes, xixe-xxie siècle, París, cnrs Éditions, 2019. Pese a todo, Chartier ha vuelto a publicar este texto en castellano, pero con un guiño a Magritte, tal vez, vía Foucault: “Esto no es una ego-historia. Generaciones de lecturas”, en R. Chartier, Presencias del pasado. Libros, lectores y editores, traducción (solo de este texto) de Francisco M. Gimeno Blay, Valencia, Universitat de València, 2021.

[17] Nos referimos, desde luego, a la Historia de la vida privada, los cinco volúmenes dirigidos por Georges Duby y Philippe Ariès, publicados por Seuil en 1985. Roger Chartier fue el director del volumen iii, subtitulado en castellano Del Renacimiento a la Ilustración (Madrid, Taurus, 1989).

[18] Sabina Loriga, Le Petit x. De la biographie à l’histoire, París, Seuil, 2010.

[19] Sobre los límites y posibilidades del género autobiográfico entre los historiadores, cf. Enzo Traverso, Pasados singulares. El “yo” en la escritura de la historia, traducción del francés de Belén Gala Valencia, Madrid, Alianza, 2022 [2020].

[20] Roger Chartier, Éditer et traduire. Mobilité et matérialité des textes (xvie-xviiie siècles), París, Éditions de l’ehess-Gallimard-Seuil, 2021.