10.48160/18520499prismas26.1279
Artículo
La concepción de la nación española en la Ilustración: comunidad, tiempo, (im)política
The conception of the Spanish nation during the Enlightenment: Community, time, and the (im)political
Pablo Sánchez León (1)
(1) psleon@fcsh.unl.pt. ORCID: <https://orcid.org/0000-0003-0038-0413>. Universidade Nova de Lisboa
Resumen
Este artículo aborda la configuración histórica de la nación española desde la perspectiva de la continuidad en el tiempo que el Antiguo Régimen presuponía a las comunidades políticas. Partiendo de la temporalidad de la Monarquía hispánica propia de un imperio expuesto a declive, se argumenta que su singular experiencia de tiempo consistió en la superación de la decadencia, si bien la amenaza de esta siguió marcando la cultura hispana en el paso al siglo xviii. En ese contexto, el discurso adoptó el lenguaje del comercio y la ciencia de la economía política, permitiendo eventualmente ofrecer un diagnóstico de los males morales de los españoles que alejaba la posibilidad de una desnaturalización sin poner en riesgo la ortodoxia católica legitimadora de la Monarquía hispánica y sin habilitar un sujeto con capacidad política. El texto permite así reflexionar sobre la dimensión tiempo inherente a toda definición de comunidad, así como sobre los rasgos distintivos de la nación española alumbrada por los proyectistas y reformadores ilustrados, marcada por el peso de rasgos impolíticos.
Palabras clave: Comunidad, Tiempo, Política, Auge y decadencia imperial, Siglo xviii español
Abstract
This article deals with the historical configuration of the Spanish nation from the perspective of the continuity in time the Ancien Régime attributed to political communities. Starting from the singular temporality of the Hispanic Monarchy as an empire exposed to decline, it is argued that its singular experience of time consisted in the overcoming of decadence, though its hazard continued to influence discourse in the passage to the 18th century. In that context, discourse adopted the language of commerce and the science of political economy, making it eventually feasible to offer a diagnosis of the moral ills of the Spaniards that avoided the possibility of a denaturalization without jeopardizing the Catholic orthodoxy that legitimized the Hispanic monarchy and without empowering a subject with political capacity. The text thus allows reflection on the time dimension inherent to any definition of community, as well as on the distinctive features of the Spanish nation built by the Enlightenment planners and reformers, marked by the weight of impolitic features.
Keywords: Community, Time, Political, Rise and decline of empires, 18th Century Spain
Este texto se enmarca en los resultados del proyecto de investigación, “La nación traducida. Ecologías de la traducción, 1668-1830”, Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades (PGC2018-095007-B-I00). Una primera versión de este texto fue presentada al IV Congreso de Historia Intelectual de América Latina: “Historia intelectual: ideas, conceptos y comunidades”, Santiago de Chile, 21-23 de noviembre de 2018.
Fecha de presentación del manuscrito: 4/03/2022
Fecha de aceptación del manuscrito: 31/05/2022
Introducción: la comunidad en el tiempo y la modernidad
“Communitas non moritur”. No por conocida esta sentencia deja de resultar extraña, casi críptica. Lo convencional es identificar la categoría de comunidad con el espacio, en sentido geográfico o de una vinculación entre sujetos e instituciones; en cambio, la cultura moderna vuelve más difícil imaginar comunidades perdurables en el tiempo.[1]
La afirmación de que “la comunidad no muere” expresa una de las concepciones del tiempo de acuñación medieval, el aevum. Definido en contraste tanto con el tiempo finito y perecedero de los seres creados cuanto con la eternidad situada fuera del tiempo –atributo exclusivo de la divinidad–, el aevum ocupaba un rango intermedio, de manera que, una vez establecido, adquiría según los teólogos y canonistas “una suerte de infinitud” y “sempiternidad”.[2] Esta concepción de un tiempo con principio pero sin final alumbró una creativa imaginación política que está en la base del diseño de instituciones jurídicas y sociales de larga duración por todo el Antiguo Régimen.
Desde esta reflexión, el caso de España resulta particular, de hecho, completamente excepcional. Pues lo que desde el siglo xviii se llamó España, y sus naturales, los españoles, arrancan su devenir histórico a partir de una singular experiencia colectiva marcada por la sensación de amenaza de desaparición como comunidad.
Este artículo vuelve sobre el viejo tema de la decadencia del Imperio hispánico. Fijar la atención en esa experiencia histórica colectiva es un medio para reflexionar acerca de la temporalidad como dimensión comunitaria constitutiva. A partir del tiempo social y culturalmente instituido y de la temporalidad como experiencia colectiva se puede dar cuenta de la comunidad en el espacio y en relación con la política, dos dimensiones que configuran las relaciones entre sus miembros y las instituciones, y entre el individuo y el colectivo. La interacción entre espacio y política delinea la esfera de “lo político”, entendido como todo lo que es susceptible de ser sometido a polémica y puede quedar sujeto a deliberación colectiva.[3] Aunque potencialmente ilimitada, la reflexividad que pone en acción “lo político” encuentra normalmente límites; no obstante, esbozando el campo de “lo impolítico”, es decir, de todo aquello que no es sometido a polémica y deliberación colectiva sino que es dado por descontado, bien al ser admitido por convención –como las costumbres comunitarias–, o debido a que –como en el caso de las religiones y escatologías– se considera algo intocable, por sagrado o ajeno al control de los humanos.[4]
En el paso a la modernidad, lo político, lo impolítico y la comunidad cristalizan en una forma histórica muy concreta, la nación. Las teorías sobre el origen de la nación siempre incluyen dimensiones impolíticas, como la etnia o la lengua;[5] no obstante, la forja de las naciones es también a menudo vinculada a la definición de derechos civiles y de representación y participación ciudadana.[6] Ahora bien, los estudios dan prioridad a enfoques espaciales, cifrando la cristalización de comunidades nacionales en el desarrollo institucional y territorial del Estado, y vinculándola a transformaciones profundas en las estructuras políticas, sociales y culturales.[7] En relación con el tiempo, en cambio, las interpretaciones normalmente todo lo más resaltan la proyección retrospectiva de la comunidad política en la historia,[8] pero no suelen relacionar la conformación de naciones con cambios en la concepción del tiempo.
La historia conceptual ofrece un punto de partida a estos efectos. La dimensión tiempo en el paso a la modernidad es uno de los ejes fundacionales de la semántica histórica propuesta por Reinhart Koselleck, que ha dado pie a toda una boyante literatura sobre temporalidad, y con aplicaciones al mundo hispánico.[9] Koselleck situó en la Ilustración una alteración en las estructuras del tiempo a favor del estatus del futuro, así como también ubicó en el siglo xviii el origen de la crítica moderna como signo y factor del surgimiento de sujetos políticos autorreflexivos.[10] Por su parte, la prehistoria de la historia conceptual giró en torno del concepto de comunidad, en la obra de Otto von Gierke.[11]
Sobre estos apoyos, el caso hispano permite desarrollar una contextualización histórica de la fórmula genérica “la comunidad no muere”. El paso de una concepción de la comunidad como entidad imperial de ambición universal a otra de dimensión nacional tuvo su aldabonazo en el siglo xviii, un proceso que puede servir para evaluar la relación entre los cambios en la concepción de la temporalidad y las dimensiones política e impolítica de la comunidad. La tesis que se defiende en estas páginas es que, en la formación política heredera de los Austrias, la conciencia de haber superado su inminente desaparición favoreció una redefinición de la comunidad como nación dotada de un elevado grado de homogeneización institucional y cultural a escala territorial, pero sin promover un sujeto político con capacidad de reflexividad política.
La primera parte del texto aborda el viejo tema de la decadencia del Imperio Habsburgo en torno de sus efectos morales compartidos, centrados en la amenaza de desnaturalización comunitaria; en la segunda, se aborda la concepción de la nación española bajo los Borbones como parte un proceso de reconceptualización presidido por el lenguaje del comercio, que permitió elaborar un discurso superador de la sensación de decadencia; finalmente, una vez despejada la cuestión de la continuidad de la comunidad en el tiempo, el imaginario de nación resultante –de una elevada homogeneización– se ejemplifica analizando un texto representativo del proyectismo de las Luces.
La temporalidad del imperio en la Edad Moderna y la amenaza de desnaturalización
Es sabido que la época final de la dinastía de los Habsburgo –en la segunda mitad del siglo xvii– estuvo presidida por la crisis económica y la creciente dificultad de movilizar recursos para mantener su posición hegemónica en el marco europeo.[12] La decadencia se manifestó en toda una serie de efectos observables de carácter económico, social, político y cultural. No obstante, desde la cultura de la época, lo que estaba en juego no era la simple desaceleración de los intercambios, el descenso en los niveles de vida, la derrota militar o la consiguiente pérdida de estatus en las relaciones interestatales, según han estudiado varias generaciones de historiadores.[13] Los tratadistas de la época identificaban el decaimiento específicamente con una semántica: la desnaturalización.
Desnaturalización era algo que en el siglo xvii por encima de todo se predicaba de los naturales, los súbditos de la monarquía y miembros de las diversas comunidades territoriales que la componían, a los cuales se consideraba constituidos por una serie de atributos físicos y morales compartidos.[14] A su vez, la imaginación política corporativa –derivada del concepto de aevum– vinculaba entre sí la experiencia moral individual y la representación colectiva en el Cuerpo Político, fijando para el orden entero un destino común. En una cultura en que la noción de naturaleza implicaba lo genérico, lo dado y lo heredado, así como lo genuino y propio de todo ente, siendo entendida como un atributo definicional, esencial e inmutable,[15] la idea de desnaturalización transmite no solo la pérdida completa de referentes que conforman la identidad, sino también la descomposición de la naturaleza misma de todos y cada uno de los sujetos miembros de la colectividad y su desaparición.
La clave que da cuenta de cómo y por qué bajo los Austrias la comunidad llegó a ser vista como al borde de la desaparición se encuentra a su vez en el hecho de que la Monarquía llamada católica había encarnado una experiencia del tiempo bastante singular en su trayectoria histórica previa.
Los especialistas han venido identificando en la cultura occidental premoderna dos configuraciones convencionales del tiempo: una, heredada de la Antigüedad, era de formato circular y servía de base para la ordenación de las formas políticas en un esquema cíclico –la anaciclosis o anakuklosys politeion–; y otra, de origen cristiano, era de tipo lineal y expresaba la posibilidad de la salvación colectiva e individual tras el Juicio Final.[16] Pese a sus enormes diferencias, estas dos estructuraciones del tiempo, inmanente y trascendente respectivamente, asumían no obstante ambas que la comunidad permanecía esencialmente idéntica a sí misma. En el primer caso, la comunidad se veía expuesta de manera recurrente a la corrupción, pero no hasta el punto de la desnaturalización, pues tras una forma política viciosa –la tiranía, la oligarquía o la demagogia– volvía a establecerse una forma política virtuosa, fuera la monarquía, la aristocracia o la democracia. Por su parte, la teleología inscrita en el formato lineal del cristianismo presuponía una comunidad en lo esencial idéntica a sí misma en el tiempo –sin la cual habría sido imposible la retórica de los pueblos elegidos–, o al menos implicaba que una parte de ella permanecía en esencia idéntica a sí misma –sin lo cual no habría sido posible imaginar la salvación de los moralmente rectos tras el Juicio Final–.
En principio, por tanto, en esa doble tradición no había lugar para la desnaturalización como desenlace comunitario. La experiencia de la monarquía católica remite, sin embargo, a otra estructuración del tiempo diversa y singular en el panorama de los principados de la Europa posmedieval, en la cual era posible –incluso ineludible– anticipar la desnaturalización: el auge y la caída de los imperios.[17] En efecto, la monarquía Habsburgo atravesó la temprana Edad Moderna siendo definida y definiéndose a sí misma como una legitimidad imperial, y por ende se hallaba expuesta a experimentar primero un ascenso lineal, y a continuación un descenso en forma de decadencia.[18]
Lo esperable como desenlace final de ese ciclo era la desnaturalización. Según la tradición clásica, sobre todo a partir del ejemplo del Imperio romano, la legitimidad imperial había podido experimentar diversas traslationes en el espacio y el tiempo, pero para la comunidad de ciudadanos romanos de la Antigüedad no había habido un tiempo posterior al del poder imperial.[19] En el caso concreto de los habitantes de la Italia peninsular, su condición de ciudadanos solo podría ser restablecida partiendo de reconocer una discontinuidad con la experiencia del mundo antiguo; de ahí que las comunas autogobernadas itálicas lo que podían experimentar fuera ya si acaso un renacimiento.[20]
Ciertamente, la temporalidad imperial hispánica no era igual a la del mundo antiguo, ya que coexistía con la estructuración lineal del tiempo genuina de las comunidades confesionales cristianas, reforzada en este caso además por la aspiración a extender la religión católica por todo el orbe. De hecho, el discurso imperial de la Monarquía hispánica trató de exorcizar por este medio el posible desenlace de decadencia, exacerbando su autopercepción como un poder que era legítimo debido a que su cometido aparecía como ilimitado en el espacio: la conversión al catolicismo de toda la humanidad era una tarea que proyectaba la perduración de su poderío imperial. Aun así, conforme el formato expansivo de esa ambición de dominación confesional universalista entró en crisis, los súbditos de la Monarquía hispánica quedaron expuestos a una encrucijada sin precedentes y extrema: al auge imperial parecía finalmente seguir una imparable decadencia que les condenaría a la perdición.
Lo interesante de esta experiencia es que, por el contexto local y más amplio en que tuvo lugar, propició una crisis cultural de alcance epistémico. Pues el hecho es que el repertorio cultural clásico no aportaba un marco narrativo acerca del proceso de desnaturalización: la desaparición como destino de una comunidad tras decaer su poderío imperial era algo que, pese a ser afirmado desde la Antigüedad, no había dado pie a una tradición de relatos, menos aún a reflexiones filosófico-morales específicas. Esta situación no era excepcional, sino algo muy extendido en esa época en otros campos del saber: constatar realidades que no habían sido atestiguadas por los antiguos, o sobre las que sus autoridades no habían dejado discurso, fue de hecho una principal precondición para su tratamiento como fenómenos necesitados de una episteme alternativa, la de la ciencia.[21]
En suma, los publicistas hispanos de la segunda mitad del siglo xvii se encontraron ante la ausencia de referentes de autoridad en relación con un asunto tan crucial. En un contexto así, y aprovechando innovadores desarrollos en el terreno de la filosofía moral, desde finales del siglo xvii la esfera pública española pudo acelerar su emancipación respecto de la episteme tradicional en el estudio de los fundamentos de la acción humana.[22] Los acontecimientos dinásticos y políticos desempeñaron un papel también clarificador. Con el paso de una nueva dinastía a la sensación de decaimiento le siguió con el tiempo una igual marcada conciencia colectiva de tener al alcance de la mano la supervivencia como comunidad.[23] Con la llegada de los Borbones, la amenaza de decadencia seguía ahí, pero la desnaturalización efectiva de los súbditos de la Monarquía hispánica no había terminado de producirse. Vista desde la conciencia histórica previa, esto convierte esa experiencia cultural colectiva en excepcional, además de pionera de otros imperios posteriores ya en la modernidad.
La continuidad de la comunidad por el comercio y la forja de la nación española
El contexto arriba sintetizado urgió ofrecer, desde los emergentes parámetros de la ciencia, reflexiones acerca del origen y alcance de la desnaturalización que aportasen soluciones para asegurar la supervivencia de la comunidad. En ese mismo escenario de cambio de dinastía, el comercio estaba comenzando a ser identificado como una emergente magnitud con enorme capacidad de influencia sobre las relaciones de competencia entre Estados. A diferencia de la tierra o la mano de obra, la actividad comercial aparecía como un recurso que no era apropiable manu militari y que, en cambio, dependía de una orientación de los súbditos hacia la producción y el consumo, una constatación que traía aparejadas nuevas percepciones del sujeto centradas en el individuo con capacidad de discernimiento de su interés particular.[24]
El contexto transnacional facilitó así que la encrucijada hispana se integrase con decisión en esta emergente episteme: en adelante, la llamada “ciencia del comercio” –la futura economía política– proporcionaría el marco referencial para la reflexión hispana acerca de la decadencia y su posible superación.[25] Ahora bien, por sí sola, esta adopción del lenguaje del comercio no homologaba la cultura borbónica a la de su entorno; al contrario, en principio más bien contribuía a identificar su singular estructuración en lo tocante a imaginarios morales.
En otras latitudes, el auge de la antropología individualista se abría paso en competencia con un sustrato discursivo previo –el llamado republicanismo clásico– que venía reclamando fomentar en los sujetos el interés colectivo por encima del particular, para garantizar el autogobierno comunitario.[26] Frente a este sustrato, la reflexión acerca del comercio, al presentarse este como estadio superior de la civilización, vendría a afirmar sobre nuevas bases la percepción lineal del tiempo, eventualmente dando pie a una estructuración de la temporalidad tanto o más teleológica que la del cristianismo, pero ahora en relación con los asuntos mundanos. A su vez, la economía política, al contrastar críticamente esta percepción lineal con la imagen cíclica aplicada al devenir de las formas políticas, señalaba la posibilidad de eludir el destino “natural” de corrupción en las instituciones heredado de la tradición clásica.[27] Estas tendencias culturales favorecían una nueva concepción de comunidad –la nación imbricada en un Estado–, la cual, a partir de un origen mítico, era imaginada proyectándose hacia un futuro de progreso, azaroso aunque alcanzable, que terminaría instituyendo una concepción del sujeto entendido como un individuo capaz de reflexividad instrumental para la acción colectiva y el autogobierno soberano.[28]
En el caso de España, en cambio, los tratadistas protoilustrados heredaban una larga tradición en la que al cultivo de la virtud política entre los miembros de la comunidad se anteponían otros fines colectivos de corte confesional trascendentalista y naturaleza impolítica, considerados constitutivos de la comunidad.[29] Sobre esta base, la temporalidad comunitaria instituida en la Ilustración española sería muy diferente, al venir además marcada por el sello de la decadencia. Como vía para asegurarse un estatus dentro de la emergente comunidad de Estados surgida del Tratado de Utrecht de 1714, los tratadistas españoles centraron su esfuerzo discursivo en un expreso anhelo de restauración de las glorias pasadas. De esta manera, mientras en todas partes se abría paso una representación del tiempo volcada hacia el futuro, en la cultura de la España borbónica se consideraba que el estándar futuro de la comunidad estaba prefigurado en el pasado, cuando la monarquía católica había alcanzado su máximo esplendor.[30]
Esta concepción de la temporalidad –orientada hacia un futuro que se consideraba ya experimentado en el pasado– se apoyó en una original periodización, con la construcción del mito del Siglo de Oro como memoria cultural de la nueva comunidad nacional.[31] Pero, sobre todo, el empeño en dar por superada la decadencia situó el discurso del comercio como puente semántico entre la experiencia comunitaria antigua y la moderna: los tratadistas afirmaban que España había sido ya una nación comerciante, solo que, como el resto de sus atributos colectivos, ese comercio había decaído con el tiempo hasta quedar en el estado decrépito que padecía en el presente.[32]
Aunque esta interpretación no resolvía por sí sola la encrucijada histórica de la comunidad, al identificar la decadencia de la nación con la de su comercio, la cuestión entera de la amenaza de desnaturalización adquirió una concreción de la que antes carecía, permitiendo atisbar soluciones institucionales viables y con visos de efectividad. Pues en la medida en que el estado del comercio condenaba a España a la postración ante otras naciones comerciantes –cuya religión predominante u oficial era además en ocasiones la protestante (o la musulmana, como en el caso del Imperio otomano)–, podía diagnosticarse que era en el comercio donde se estaba expresando la desnaturalización de España y los españoles.[33]
En suma, lo que había en juego al poner en el centro de los problemas de la Monarquía el comercio no era solo una cuestión de poder geopolítico relativo ni de aumento de recaudación fiscal o de pujanza económica, sino que afectaba directamente a la identidad comunitaria. De ahí que una de las prioridades de las primeras reformas borbónicas fuera el empeño en erradicar de la península y las colonias a las comunidades de comerciantes de otras naciones que habían ido instalándose a lo largo del siglo anterior, y cuyos privilegios reconocidos –algunos de ellos derivados de la doble nacionalidad de sus miembros– aparecían ahora como un importante agente activo de desnaturalización comunitaria de los españoles.[34]
En un sentido más amplio, era obligado aumentar el conocimiento acerca del funcionamiento del comercio para darle la vuelta a su signo negativo. A esos efectos, los primeros economistas políticos borbónicos se enfocaron con bastante éxito en fijar la distinción entre comercio activo y pasivo.[35] Merced a aportaciones como esta, en las décadas iniciales del siglo xviii la actividad comercial pasó con rapidez de ser considerada expresión final de la desnaturalización comunitaria, a aparecer como un mecanismo imprescindible para salir de la situación de postración y, eludiendo el ominoso destino colectivo de la decadencia, recuperar el esplendor imperial perdido o al menos resituar el comercio en el estadio marcado por las nuevas potencias.
No obstante, desde temprano las polémicas debieron incluir en la reflexión las costumbres colectivas, que pasaron a ser crecientemente vistas como a la vez causa y efecto de la falta de impulso comercial entre los españoles. En este terreno existían límites de partida que la cultura hispana posbarroca se imponía a sí misma. Promover la reforma de las costumbres implicaba el riesgo de llegar a afectar la integridad religiosa de la comunidad, provocando el efecto más contrario al buscado –la desnaturalización de los rasgos confesionales que se consideraban inherentes a los españoles–. De cara a dejar atrás del todo la amenaza de decadencia, dentro de la esfera de lo impolítico en la monarquía católica solo eran asumibles cambios en relación con atributos infrapolíticos o étnico-culturales, no los metapolíticos o religiosos. Pero, además, la dignificación de los súbditos como dotados de interés debía hacerse sin cruzar tampoco la línea que podía habilitarlos como sujetos políticos con capacidad reflexiva para el autogobierno.
En consecuencia, en la pugna por el estatus en el orden interestatal europeo bajo la monarquía de Felipe V, el imaginario de nación que se iba abriendo paso podía tener por sujeto natural a un individuo interesado, según prescribían la filosofía moral y la economía política, pero manteniendo intocable su condición de creyente en una fe que le negaba la capacidad de autodeterminación moral; a su vez, de este sujeto individual se esperaba que conociera su interés particular para implicarse en la consecución del progreso comunitario derivado del comercio, pero sin invocar derechos ni capacidades de participación política.
En última instancia, el éxito de esa reorientación dependía del reconocimiento que la España borbónica lograse recibir por parte de una emergente comunidad de Estados europeos cuyas relaciones no estaban ya presididas por conflictos religiosos sino cada vez más por estereotipos acerca de las costumbres de las otras naciones. Aquí el asunto se complicaba de nuevo, pues los súbditos españoles partían de verse acusados por los publicistas europeos de encarnar una degradación moral que los incapacitaba para el correcto gobierno y la compostura cortesana y, en suma, negando a la nación española avales suficientes para figurar como miembro natural de la nueva escena interestatal bajo hegemonía francesa.[36] Lo interesante de esta literatura –que está en el origen de una suerte de “segunda leyenda negra”–[37] es que fue asumida por el discurso borbónico en materia de filosofía moral y economía política, cuyos cultivadores, en su autocrítica de una nación que no parecía lograr librarse de la decadencia, adoptaron la retórica que presentaba a España como una nación bárbara debido a su desidia ante la actividad comercial.[38]
Esta referencia a la barbarie contenía una cierta dimensión de temporalidad; no obstante, sin la disponibilidad de una teoría evolutiva de la humanidad –que en ese contexto apenas comenzaba a ser esbozada en otras latitudes–,[39] lo que la dicotomía bárbaro/civilizado subrayaba en ese contexto era el desnivel cultural e institucional entre naciones. De hecho, dentro de este discurso se perfiló una metáfora que hizo época y que identificaba a los habitantes de la metrópoli España con los de sus propias colonias, cuyo epítome sería la famosa expresión del erudito Benito Feijoo que presentaba a los españoles como los “indios” de Europa.[40]
El problema de este tropo es que no desentrañaba por qué los españoles herederos de los conquistadores, en su día capaces de construir un imperio que descollaba en armas y letras pero asimismo en comercio, habían terminado emulando los nefastos hábitos mercantiles de los indígenas por ellos conquistados. La reflexión complementaria necesaria para dar cuenta del mecanismo moral subyacente llegó finalmente de la mano de Pedro Rodríguez de Campomanes justo al mediar el siglo. Sintetizando los avances en la ciencia del comercio, Campomanes partió de la distinción entre comercio activo y pasivo, pero la refinó con una innovadora reflexión socio-geográfica y filosófico-moral, desarrollando una clasificatoria de las naciones aquejadas por el comercio pasivo en función de sus recursos naturales, costumbres colectivas y organización institucional.
Distinguió así entre naciones “miserables”, “bárbaras” y “perezosas”. Las primeras serían aquellas carentes de dotaciones naturales y culturales para la aplicación al trabajo, a las que “ni la industria ni el país” favorecen en recursos, de manera que a sus naturales les traía más a cuenta “trabajar en el campo o labrar chocolate” que desarrollar una industria o un comercio que no les garantizaba “con menos sudor más fruto”.[41] Por su parte, las naciones bárbaras serían aquellas que “dan sus preciosos frutos a trueque de chucherías, las cuales con el uso se acaban”.[42] Entre estas segundas, Campomanes incluyó las naciones “de las ambas Indias”, pero no así a España, pese a su notorio comercio pasivo. Para caracterizar a los españoles, Campomanes acuñó una tercera categoría distintiva de las naciones, las perezosas. Según planteaba, estas “convienen con los indios” en algunos rasgos básicos, pues “teniendo países fértiles recogen sus frutos o metales en bruto” y “los venden, sin hacer otro uso de ellos, a un vil precio”; ahora bien, “tienen también las diferencias de ser naciones civilizadas que viven en cuerpo de sociedad”, y por tanto “no ignoran el uso que pueden tener sus simples puestos en obra”.[43]
El diagnóstico no resultaba menos duro hacia sus connaturales españoles: estos, pese a contar con una muy desarrollada organización social, “quieren más holgar que su ganancia”, llevando incluso a gala entregar “todos sus frutos y toda su moneda”, de manera que “en esto último son más ignorantes que los indios”.[44] Ahora bien, pese a la crítica, con esta clasificatoria el estigma de barbarie desaparecía del discurso. Y lo que es más importante, el discurso de Campomanes señalaba explícitamente que, después de la decadencia, no había marcha atrás ni declive futuro para la nación española. Por haber sido una metrópoli imperial, España era ya una comunidad civilizada: la civilización imprimía carácter y no podía perderse una vez adquirida; la desnaturalización postimperial no era ya un futuro posible.
El discurso de Campomanes seguía la estela de buena parte de la ya larga tradición arbitrista que venía cifrando el atraso hispano en la falta de aplicación al trabajo.[45] Con todo, las innovaciones eran notables. Para empezar, abordaba el mal de la desidia colectiva de los españoles sin recurrir a referentes tomados de los saberes teológico-morales tradicionales:[46] entendía que los problemas morales de los españoles eran mucho más mundanos y reclamaban un tratamiento desde la filosofía moral de ambición científica.
En este decisivo terreno, planteó un enfoque sobre la ociosidad distinto del habitual entre los publicistas hispanos, que la hacían derivar de atributos morales como el orgullo estamental o la gravedad: según Campomanes, la ociosidad de los españoles no era un rasgo natural e indeleble, sino que derivaba de no tener al alcance de la mano la incitación a la ganancia individual. Por medio de dicha incitación, el cambio en las costumbres nacionales podía lograrse, y además sin incurrir en externalidades políticas peligrosas: bastaba con exponer a los españoles al comercio, favoreciendo así la “afición insensible a nuevas costumbres” promotoras del interés particular y las relaciones de mercado.[47]
Campomanes daba por descontado que el catolicismo bastaba para contener a los hombres “en lo justo”, así como para que los súbditos se comprometieran a “respetar al soberano”, de manera que las reformas no afectasen a las divisorias estamentales propias de toda monarquía; paradójicamente, sin embargo, estaba acogiendo una proyección antropológica de estos como comerciantes.[48] Anticipaba así una nueva etapa en la forja de la nación, una vez resuelta la encrucijada ya centenaria de la continuidad en el tiempo de la comunidad.
Prueba de ello es que, a comienzos de la década de 1760, el discurso de España como una nación civilizada quedó plenamente incorporado en la esfera pública peninsular.[49] Ahora bien, dicho discurso prescribía que la amenaza de decadencia solo quedaría disipada del todo si se emprendían con resolución reformas centradas en la promoción del comercio. La llegada de un nuevo monarca, Carlos III, abrió la puerta a un decidido esfuerzo institucional en esa dirección. En plena línea con el imaginario de un pasado comercial glorioso antes de la decadencia, su reinado comenzó con la restauración de los llamados “Cuerpos del Comercio” de Barcelona y Valencia, que habían quedado desmantelados con los Decretos de Nueva Planta en 1716; pero el empeño no se detuvo ahí, y adquirió tintes mucho más ambiciosos y experimentales, aunque por ello mismo más contingentes e imprevisibles.
En 1765 la corte coordinada por el marqués de Esquilache puso en marcha una arriesgada política de liberalización del abastecimiento de las ciudades, permitiendo oscilaciones de precio en los productos de primera necesidad, una apuesta que fue avalada por el propio Campomanes en su calidad de fiscal del Consejo de Castilla.[50] Sin embargo, el paquete de reformas de Esquilache se topó inesperadamente con una reacción popular desbordante. En la primavera de 1766, la población de Madrid y de otras ciudades y villas del reino se levantó en contra de las políticas del pan de la corte, que venían además acompañadas de otras medidas que afectaban las costumbres de los españoles. Tanto o más emblemático fue el hecho de que el discurso de los insurrectos combinó retóricas tradicionalistas con un imaginario “nacionista”, pero asimismo dio cabida a tropos de la tradición republicana.[51]
Finalmente, un sujeto político empoderado –el efecto colateral más temido por los proyectistas borbónicos en su impulso por alejar el fantasma de la desnaturalización– hacía aparición en escena. La protesta fue aplacada, pero funcionó como un parteaguas en la relación entre el pensamiento ilustrado y las políticas reformistas del reinado de Carlos III, afectando la apuesta entera por una “nación comerciante”. La utopía capitalista de una comunidad volcada al esfuerzo colectivo de recuperar su grandeza por medio de una integración radical en relaciones de mercado tuvo que ser postergada en nombre del primordial mantenimiento del orden establecido.
En consecuencia, las reformas carolinas contra la ociosidad de las décadas de 1770 y 1780 pasaron a centrarse en los “vagos y maleantes”, súbditos que se consideraba que carecían de la posibilidad de desarrollar el interés particular y que debían ser reintegrados en los gremios y corporaciones tradicionales. Esta novedosa política social, de profundo carácter biopolítico, implicaba una reorientación del universalismo confesional de época imperial hacia dentro de la comunidad, ya no desde referentes católicos sino desde el lenguaje del comercio y la economía política.[52]
Un proyecto radical de nación comerciante: el “Sistema Universal de Gobierno” del abate Gándara
La protesta colectiva de 1766 alteró el programa de la corte borbónica, de manera que no es posible conocer cómo se hubiese desarrollado la definición de la nación de haberse mantenido el rumbo de las reformas de Esquilache según el esquema originariamente diseñado. No obstante, hay una manera indirecta de abordar esta cuestión, y es analizando un proyecto de reformas esbozado en ese contexto.
Su autor, el jesuita Miguel Antonio de la Gándara (1719-1783), era un resuelto regalista que bajo el reinado de Fernando VI llegó a representar a la monarquía ante la sede papal durante la negociación del Concordato de 1753. Estudioso de las tendencias en economía política y conocedor del funcionamiento de la administración bajo los Borbones, a su llegada a España el rey Carlos III le encargó la elaboración de la que sería su obra más renombrada, Apuntes sobre el bien y el mal de España, publicada en 1762 y dedicada “A la nación española”.[53] No obstante, parece que Gándara se distanció de la corte bajo el marqués de Esquilache, a tal punto que supuestamente se implicó en la elaboración y difusión de parte del discurso de los amotinados en 1766. Con la represión desatada en la estela de este, muy centrada en el entorno de la Compañía de Jesús, Gándara fue detenido y encarcelado en Pamplona hasta su muerte. La implicación de Gándara en el motín popular no debe confundirse con un rechazo de las reformas carolinas, y menos desde una perspectiva prorrepublicana: como buen jesuita y acérrimo regalista, reivindicaba el tiranicidio, pero no la ciudadanía.
Estando en prisión redactó en 1777 un “Plan de los artículos que forman el ‘Sistema Universal de Gobierno’”, que llegó a manos de Pedro Rodríguez de Campomanes.[54] La obra ofrece una alternativa extrema y radical dentro del proyectismo iluminista de la época.[55] Contiene, por tanto, todos los ingredientes del imaginario de nación de la Ilustración española, de manera que permite mostrar cómo solo una vez resuelto el problema de la temporalidad de la comunidad fue posible desarrollar una concepción de nación moderna que podía plasmarse en el espacio.[56]
Como su nombre indica, el texto es un “plan” para una futura publicación, que estaría compuesta de un listado de ochenta “lemas” o artículos numerados, seguidos de un resumen y una glosa; solo se conservan los títulos de esos artículos. Los primeros artículos del texto dibujan un ambicioso programa de puesta en valor de los recursos naturales y humanos de la nación con apoyo en la tecnología;[57] esta última es, a su vez, canalizada por medio de un énfasis en la conectividad espacial que presupone la total homogeneización jurisdiccional sobre el territorio.[58] En suma, hasta aquí estamos ante una plasmación institucional de la nación comerciante.
Sin embargo, el texto incluye objetivos homogeneizadores que van más allá de la economía, afectando a cuestiones de identidad cultural de primera magnitud, como la lengua.[59] Al igual que sucede con las relaciones entre los territorios de la Monarquía, es el comercio el nexo que vincula todas las actividades institucionales y culturales, y aspira a fomentar la actividad de comercio en “todo vasallo”, independientemente de su profesión, rango y condición.[60] La lógica del comercio se impone no solo en la proyección internacional de la comunidad, incluido el ejército, sino en la concepción de la propia justicia, fundamento de la legitimidad del orden institucional entero.[61]
En suma, el comercio vincula y da unidad a las dimensiones interior y exterior de la Monarquía. Cuando Gándara proyecta la “extracción abierta” sin obstáculos “de todos los frutos y efectos sobrantes del Reyno” (art. 13) podría parecer que simplemente sigue las máximas del mercantilismo, pero la postura tan radical que ofrece en contra del consumo de productos extranjeros revela el temor a la desnaturalización, instando a su vez al establecimiento de políticas que preserven valores culturales de naturaleza impolítica, como la vestimenta y otras mercancías que afectan a las costumbres. No solo propone aplicar un sistema de “puerta cerrada [y mejor, tapiada] a todos los géneros extranjeros que no sean indispensablemente precisos” (art. 14), sino que aboga por la “prohibición absoluta para que nadie vista, ni use” ningún tipo de textiles ni menajes “que no sean de las fábricas y manifacturas [sic] regnícolas establecidas y estabiliendas [sic]” (art. 11).[62]
Sin embargo, esto no convierte el suyo en un discurso conservador del statu quo puramente volcado a salvaguardar esencias patrias. Al contrario, el fundamento de sus propuestas es la crítica al entramado institucional heredado, por cuya reforma radical aboga.[63] Este cuestionamiento se manifiesta aún más transgresor en las propuestas de homogeneización social de los súbditos por encima de las diferencias ante el fisco o la administración de justicia.[64] Más que una lucha contra el privilegio, esta postura radicalmente ecualizadora debe ser entendida como parte de un diseño más amplio que solo adquiere su razón plena de ser en el relanzamiento de las señas de identidad abiertamente confesionales de la Monarquía: así, Gándara propone entre sus reformas la “creación de una Secretaría de Estado y del Despacho universal eclesiástico secular y regular de España y de las Indias e islas adyacentes” (art. 42), reforma institucional que de cara a las relaciones internacionales se enmarca bajo el lema: “Nunca otra política que la política del Evangelio” (art. 73).[65] Ahora bien, como buen regalista, Gándara no pone esta pionera imaginación nacional-católica avant la lettre al servicio de una hegemonía de la administración eclesiástica sobre la civil.[66]
De hecho, este proyecto de reformas institucionales no va dirigido a las autoridades, sino a todos los miembros de la comunidad, a quienes insta a guiarse por el “Amor a la Patria, con preferencia al interés personal” (art. 76). Mas a pesar de la invocación al patriotismo, su plan para la nación española no da por supuesto ni instituye sujetos autorreflexivos. El recetario de Gándara deja de manera explícita toda la dimensión moral fuera de las medidas institucionales, asumiéndolas como una precondición de estas: el artículo 1 del plan insta lacónicamente a la “virtud y buenas costumbres”, pero mantiene en total opacidad su contenido o su vinculación con la capacidad de autodeterminación de los sujetos.[67] Tampoco de los magistrados se predica la virtud política, sino un elenco de valores morales tradicionales.[68] En suma, ninguna condición de ciudadano se diseña para la nación española proyectada; la política no se concibe como una dimensión de toma de decisiones colectiva para el autogobierno, y el poder reflexivo de la política carece de sujeto comunitario.
En conjunto, el “Plan” de Gándara exacerba los dispositivos de integración comunitaria, arrasando con los cuerpos intermedios heredados, sean de tipo jurisdiccional o estamental o institucional (salvo los que separan a la Iglesia del Estado). Ahora bien, lo hace manteniendo la percepción holística y orgánica del orden corporativo, solo que ahora aplicada a la nación como unidad: de lo que se trata es de llegar hasta el último de los vasallos para incorporarlo plenamente al todo comunitario, que adquiere así las trazas de una entidad nacional omnicomprensiva cuya racionalidad remite en última instancia a la promoción del comercio.
Así imaginada, la nación española queda constituida, hacia fuera, de modo excluyente por su intolerancia religiosa y, hacia dentro, como una suerte de dominación universal territorializada sobre el conjunto de la población. La utopía de Gándara es altamente radical en su fundamentación en la ciencia de la economía política, pero se mantiene anclada en un imaginario católico ajeno a cualquier autonomía de la política respecto de los fines trascendentes. Y aunque no hay en él referencias al tiempo, es justamente el pasado restaurable de gloria imperial e integrismo universalista la precondición que unifica y da sentido a todo el discurso de nación.
La España ilustrada, una impolítica comunidad nacional moderna
“La comunidad no muere”… ¿o sí lo hizo? A tenor de lo aquí planteado, en términos de la estructuración del tiempo, la comunidad política instituida bajo los Borbones se hallaba en clara discontinuidad con la del contexto histórico anterior, una vez atravesada la decadencia. En ese paso de ser un imperio amenazado de desnaturalización a ser imaginada como una nación comerciante, la España de los Borbones quedó constituida como una comunidad moderna, pero bloqueando por medio de tropos impolíticos la definición de un sujeto con capacidad y conciencia para el autogobierno.
No venir acompañada de una dimensión de ciudadanía no la convierte en un caso raro en el contexto de la Europa ilustrada; lo que en cambio resulta singular es la temprana reacción popular que en la monarquía borbónica desencadenaron las reformas que buscaban afianzar a España como nación. En cualquier caso, la política “desde abajo” muestra ser un rasgo inherente a la nación moderna, que no es siempre tenido en la consideración debida: en el caso español, abunda en la interpretación que identifica la forja decisiva de la nación con la crisis de 1808, en cuya estela se definió un sujeto político con capacidad constituyente.[69] Desde esta perspectiva, la nación comerciante de la Ilustración no está en continuidad con la nación instituida por el liberalismo.
En este artículo he tratado de señalar que la nación española del siglo xviii surgió en un excepcional contexto de posdecadencia, en el que la sensación colectiva de haber superado el destino que parecía aguardar al imperio hispánico trajo consigo toda una serie de transformaciones en relación con el tiempo y la política. El esfuerzo intergeneracional de los publicistas hispanos por ofrecer alternativas discursivas para superar la decadencia desembocó en un programa de reformas guiadas por el doble –y contradictorio– objetivo de restaurar la grandeza comunitaria pasada y proyectar la nación hacia un futuro de regeneración como “sociedad comercial”.
La gestión biopolítica de la población peninsular que estas reformas propiciaron implicaba tratar a los súbditos metropolitanos como sujetos coloniales de un viejo imperio universalista y evangelizador, solo que ahora con la tecnología discursiva e institucional que el pensamiento científico habilitaba. Es esta una manera sui generis de establecer la modernidad, que remite a la especificidad de una doble experiencia comunitaria de decadencia imperial sobrevivida y de continuidad en la identidad confesional excluyente.
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[1] La relación entre comunidad y espacialidad es manifiesta en varias generaciones de teóricos sociales, desde Georg Simmel (“The Metropolis and Mental Life”, en George Simmel, The Sociology of Georg Simmel, Nueva York, The Free Press, 1950 [1903], pp. 409-424) a Charles Taylor (“El yo en el espacio moral”, en C. Taylor, Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Barcelona, Paidós, 2006 [1996], pp. 49-86). En contraste, un muestreo de casi novecientos estudios arrojó el resultado de que apenas un 10% abordaba de manera significativa la relación entre comunidad y tiempo. Michelle Bastian, “Time and Community: A Scoping Study”, Time and Society, vol. 23, nº 2, 2014, pp. 137-166. Disponible en: <https://journals.sagepub.com/doi/10.1177/0961463X14527999>. Acerca de la contingente temporalidad inherente a toda comunidad moderna y a los sujetos que la componen, Richard Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad, Barcelona, Paidós, 1991, pp. 43-90.
[2] Ernst Kantorowicz, The King’s Two Bodies: A Study in Medieval Political Theology, Princeton, Princeton University Press, 1997 [1957], p. 279. Véanse, sobre la expresión, pp. 302-313.
[3] Chantal Mouffe, El retorno de lo político, Comunidad, ciudadanía, pluralismo y democracia radical, Barcelona, Paidós, 1999.
[4] Sobre la capacidad reflexiva de la política y sus límites, Alessandro Pizzorno, Política absoluta, política sin límites, L. A. Moscoso (ed.), Madrid, Postmetropolis, 2015, disponible en: <https://postmetropolis.com/582/>, y Roberto Esposito, Confines de lo político: nueve pensamientos sobre política, Madrid, Trotta, 1993. Sobre el concepto de impolítico, Roberto Esposito, Categorías de lo impolítico, Buenos Aires, Katz, 2006 [1988]; véase también Julien Freund, Politique et impolitique, París, Sirey, 1987.
[5] Anthony Smith, Nacionalismo: teoría, ideología, historia, Madrid, Alianza, 2004.
[6] Reinhard Bendix, Nation-Building and Citizenship: Studies of Our Changing Social Order, Berkeley, The University of California Press, 1964; más recientemente, Rogers Brubaker, Citizenship and Nationhood in France and Germany, Cambridge, Cambridge University Press, 1992.
[7] Theda Skocpol, Los Estados y las revoluciones sociales. Un análisis comparado de Francia, Rusia y China, México, Fondo de Cultura Económica, 1984; Eugene Weber, Peasants into Frenchmen. The Modernization of Rural France 1870-1914, Stanford, Stanford University Press, 1976. Un enfoque que combina rasgos políticos e impolíticos, en Andreas Wimmer, Nation Building: Why some Countries Come Together While Others Fall Apart, Princeton, Princeton University Press, 2018.
[8] Eric Hobsbawm y Terence Ranger, La invención de la tradición, Barcelona, Crítica, 2012; Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1993.
[9] Reinhart Koselleck, The Practice of Conceptual History. Timing History, Spacing Concepts, Stanford (CA), Stanford University Press, 2002 [2000]. François Hartog, Regímenes de historicidad: presentismo y experiencias del tiempo, México, Universidad Iberoamericana, 2007. Un panorama de aplicaciones a la modernidad hispanoamericana en Fabio Wasserman (ed.), Tiempos críticos. Historia, revolución y temporalidad en el mundo iberoamericano (siglos xviii y xix), Buenos Aires, Prometeo, 2020.
[10] Reinhart Koselleck, Crítica y crisis. Un estudio sobre la patogénesis del mundo burgués, Madrid, Trotta, 2007 [1959].
[11] Antony Black, “Editor´s Introduction”, en O. von Gierke, Community in Historical Perspective, Cambridge, Cambridge University Press, 2002, pp. xiv-xxix.
[12] Pablo Fernández Albaladejo, La crisis de la monarquía, Madrid, Crítica/Marcial Pons, 2009, pp. 395-478.
[13] Ejemplos españoles son Antonio Domínguez Ortiz, Crisis y decadencia de la España de los Austrias, Barcelona, Ariel, 1973; y Ángel García Sanz, “Auge y decadencia en España en los siglos xvi y xvii: economía y sociedad en Castilla”, Revista de Historia Económica, vol. 3, nº 1, marzo de 1985, pp. 11-27. Disponible en: <https://www.cambridge.org/core/journals/revista-de-historia-economica-journal-of-iberian-and-latin-american-economic-history/article/abs/auge-y-decadencia-en-espana-en-los-siglos-xvi-y-xvii-economia-y-sociedad-en-castilla/F6D9E082C650DE726C269DAA9E6B8152>. Con el tiempo, algunas de las afirmaciones e interpretaciones han sido matizadas, Bartolomé Yun Casalilla, “Del centro a la periferia: la economía española bajo Carlos II”, Studia Historica. Historia Moderna, vol. 20, 1999, pp. 45-75, disponible en <https://revistas.usal.es/index.php/Studia_Historica/article/view/4818> y John H. Elliott, “La crisis general en retrospectiva: un debate interminable”, en J. H. Elliott, España, Europa y el mundo de ultramar, 1500-1800, Madrid, Santillana, 2010, pp. 29-54.
[14] Antonio Feros, Antes de España. Nación y raza en el mundo hispánico, 1450-1820, Madrid, Marcial Pons, 2019, pp. 59-119; en general, también Justin E. H. Smith, Nature, Human Nature, and Human Difference. Race in Early Modern Philosophy, Princeton, Princeton University Press, 2015.
[15] En general, Donald R. Kelley, “‘Second Nature’: The Idea of Custom in European Law, Society, and Culture”, en A. Grafton y A. Blair (eds.), The Transmission of Culture in Early Modern Europe, Filadelfia, University of Pennsylvania Press, 1990, pp. 131-162. Sobre el caso de España en particular, en relación con la lengua, Pablo Sánchez León, “El traductor de economía política y filosofía moral como autoridad en la definición de la nación española, 1660-1830”, en J. M. Iñurritegui y J. Pardos Martínez (eds.), Traducción como ecología en un largo siglo xviii, Madrid, Marcial Pons, 2022 (en prensa).
[16] John G. A. Pocock, The Machiavellian Moment. Florentine Political Thought and the Atlantic Republican Tradition, Princenton, N. J., Princenton University Press, 1975, pp. 31-48. Véase también Edmund Leach, “Cronus and Chronos”, en S. Hugh-Jones y J. Laidlaw (eds.), The Essential Edmund Leach: 1. Anthropology and Society, New Haven (ct), Yale University Press, 2001 [1961], pp. 174-181.
[17] Un tratamiento pionero de esta cuestión, y que arranca además su narrativa con la Monarquía hispánica, es el de Paul Kennedy, Auge y caída de los imperios, Barcelona, Debolsillo, 1987, pp. 69-132. De modo más específico, William S. Maltby, Auge y caída del imperio español, Madrid, Marcial Pons, 2011.
[18] Portugal comparte parte de esta experiencia, pero quedó integrado en los dominios de la Monarquía hispánica en plena fase ascendente de la hegemonía de esta, y solo al recuperar su condición de reino independiente, se libró en parte de la sensación colectiva de decadencia. Sobre este proceso histórico y su contexto, Pedro Cardim, Portugal y la monarquía hispánica (ca. 1550-ca. 1750), Madrid, Marcial Pons, 2017.
[19] David Weir, Decadence. A Very Short Introduction, Oxford, Oxford University Press, 2018, p. 1.
[20] El ejemplo señero aquí es la hermenéutica crítica que el humanista Lorenzo Valla aplicó a mediados del siglo xv a la “Donación de Constantino”. Valla evidenció que el documento era una falsificación medieval al demostrar que estaba escrito en un lenguaje impropio del mundo antiguo. Carlo Ginzburg, “Lorenzo Valla on ‘The Donation of Constantine’”, en History, Rhetoric, and Proof, Hanover y Londres, University Press of New England, 1999, pp. 54-70.
[21] David Wootton, La invención de la ciencia: una nueva historia de la revolución científica, Barcelona, Planeta, 2015.
[22] Jesús Pérez Magallón, Construyendo la modernidad: la cultura española en el tiempo de los novatores (1675-1725), Madrid, csic, 2002.
[23] Los especialistas han acudido recientemente a un préstamo procedente de la física de materiales, y hablan de resiliencia para definir el paso del siglo xvii al xviii en las jurisdicciones peninsulares de la Monarquía hispánica. Véase Fernández Albaladejo, La crisis, pp. xvii-xxii; también Christopher Storrs, The Resilience of the Spanish Monarchy, 1665-1700, Oxford, Oxford University Press, 2006.
[24] Istvan Hont, “Jealousy of Trade: An Introduction”, en Istvan Hont, Jealousy of Trade: International Competition and the Nation-State in Historical Perspective, Cambridge, Cambridge University Press, 2005, pp. 1-156.
[25] Un panorama sobre la economía política en la España del siglo xviii, en Pablo Cervera Ferri, “Ciencia del comercio, economía política y economía civil en la Ilustración española (1714-1808)”, Cuadernos Dieciochistas, vol. 20, 2019, pp. 97-158, disponible en: <https://revistas.usal.es/index.php/1576-7914/article/view/cuadieci20192097158>; la irrupción del lenguaje del comercio en España es ampliamente comprobable en Pedro Álvarez de Miranda, Palabras e ideas: el léxico de la Ilustración temprana en España (1680-1760), Madrid, Real Academia Española, 1992. Sobre el surgimiento de la economía política en general, véase Terence Hutchison, Before Adam Smith: The Emergence of Political Economy, 1662-1776, Londres, Blackwell, 1988.
[26] J. G. A. Pocock, The Maquiavellian Moment, pp. 462-505.
[27] El resultado de esta recombinación de estructuraciones del tiempo sería la acuñación del concepto moderno de revolución. Véase Reinhart Koselleck, “Criterios históricos del concepto moderno de revolución”, en R. Koselleck, Futuro pasado, Barcelona, Paidós, 1993, pp. 67-86.
[28] Carol Blum, Rousseau and the Republic of Virtue. The Language of Politics in the French Revolution, Ithaca, Cornell University Press, 1986.
[29] Véase Pablo Fernández Albaladejo, “Católicos antes que ciudadanos: gestación de una ‘política española’ en los comienzos de la Edad Moderna”, en José Ignacio Fortea (ed.), Imágenes de la diversidad. El mundo urbano en la Corona de Castilla (siglos xvi-xviii), Santander, Universidad de Cantabria, 1997, pp. 103-127.
[30] Pablo Sánchez León, “Orígenes modernos. El progreso como restauración en la forja de una nación española, siglo xviii”, en Á. Díaz de Rada (ed.), Las formas del origen. Una puerta sin retorno al laberinto de las génesis, Madrid, Trotta, 2021, pp. 321-348.
[31] Pablo Fernández Albaladejo, “La ‘nación’ de los ‘modernos’: incertidumbres de nación en la España de Felipe V”, en P. Fernández Abaladejo, Materia de España, Madrid, Marcial Pons, pp. 177-196.
[32] Un tropo que resonaba con claridad a la altura de mediados del siglo era rotundo en ese sentido: “Todos confiesan que fue España feliz cuando fue comerciante”. Juan Enrique de Graef, Discursos mercuriales económico-políticos (1752-1756), Sevilla, Fundación El Monte, 1996, p. 180. Sobre este asunto, Pablo Sánchez León, “La representación del comercio en España en la primera mitad del siglo xviii: cambio cultural, agencia y efectos institucionales”, en P. Sánchez León, C. Vieira y N. Vieira (eds.), Espelhos de Mercúrio: A representaçâo do comercio nas monarquías ibéricas, 1500-1800, Évora, cideus, 2022 (en prensa).
[33] Sánchez León, “El traductor de economía política y filosofía moral”.
[34] Guillermo Pérez Sarrión, La península comercial. Mercado, redes sociales y Estado en España en el siglo xviii, Madrid, Marcial Pons, 2012, pp. 121-174.
[35] Establecida ya en el siglo xvii, la distinción entre comercio activo y pasivo es el eje sobre el que Gerónimo de Uztáriz elaboró su reputada Theorica y práctica de comercio y de marina, publicada en 1724 y de nuevo en 1742, con ediciones en inglés y francés. Sobre este autor, Reyes Fernández Durán, Gerónimo de Uztáriz (1670-1732): una política económica para Felipe V, Madrid, Minerva, 1999. Una perspectiva sobre el pensamiento económico hispano hasta las puertas del siglo xviii, en Massimo Perrotta, “Early Spanish Merchantilism: The First Analysis of Underdevelopment”, en L. Magnusson (ed.), Merchantilist Economics, Nueva York, Springer, 1993, pp. 17-58.
[36] Llegó incluso a ser reclamada para ellos, como planteó Montesquieu, una tutela como si se tratara de menores o enfermos dependientes. Pablo Fernández Albaladejo, “Entre la ‘gravedad’ y la ‘religión’. Montesquieu y la ‘tutela’ de la monarquía católica en el primer setecientos”, en P. F. Albaladejo, Materia de España, pp. 149-176.
[37] La distinción entre una primera leyenda negra, centrada en el ejercicio de la violencia por los españoles en América, y una segunda, centrada en las carencias de los españoles en el terreno cultural no aparece en los tratamientos habituales sobre el tema. Véase Ricardo García Cárcel, La leyenda negra. Historia y opinión, Madrid, Alianza, 1998, pp. 139-188, y la más reciente aportación de María J. Villaverde y Francisco Castilla Urbano, “La leyenda negra: existencia, origen, recepción y reacciones”, en M. J. Villaverde y F. Castilla Urbano (dirs.), La sombra de la leyenda negra, Madrid, Tecnos, 2016, pp. 1-98.
[38] Se hablaba así de que el “abandono” –entendido como “la ninguna aplicación de sus hijos” o “una torpe radicada oposición al trabajo”–, ocupaba en España “bárbaros dominios”, manifestándose en un “vivir como bruto” que hacía al español “merecedor de no ser tratado como hombre”. José del Campillo y Cossío, Lo que hay de menos y lo que hay de más en España [1742], s.l., Hércules-Astur de ediciones, 1992, pp. 212, 216 y 232, respectivamente.
[39] Ronald L. Meek, Los orígenes de la ciencia social: el desarrollo de la teoría de lo cuatro estadios, Madrid, Siglo XXI, 1998.
[40] El tropo había sido empleado para distintos propósitos por autores a lo largo de la segunda mitad del siglo xvii, desde Gracián a Cabriada. La expresión fue reacuñada por Benito Feijóo en la “Fábula de las Batuecas, y Países imaginarios”, Teatro Crítico Universal, IV, Discurso 10, Madrid, Imprenta de Blas Morán, 1775 [1730], pp. 261-292. Un panorama sobre la ciencia española en el siglo xviii a partir de esta imagen, en Juan Pimentel, “The Indians of Europe: The Role of Spain´s Enlightenment in the Making of a Global Science”, en J. Astigarraga (ed.), The Spanish Enlightenment Revisited, Oxford, The Voltaire Foundation/Oxford University Press, 2015, pp. 83-104.
[41] Pedro Rodríguez de Campomanes, Bosquejo de política económica española delineado sobre el estado presente de sus intereses, Madrid, Editora Nacional, 1984, p. 141. El texto manuscrito fue originariamente redactado en 1752 y, aunque no llegó a publicarse, es sin duda el texto más emblemático, por sintético, de la producción ilustrada de la primera mitad del siglo xviii.
[42] Ibid., p. 140. Su contrapuesto eran “las naciones cultas”, las cuales “reciben estas preciosas simples, las ponen en obras, dan de comer a sus propios artífices y hacen un segundo comercio aún más ventajoso que el primero”, es decir, las que practicaban el comercio activo.
[43] Y a la inversa, las naciones bárbaras, que también denomina “idiotas”, son aquellas que “no están reducidas a una justa sociedad disciplinada, ignoran el comercio [activo] y las artes de manufacturas y solo comercian para satisfacer a sus menesteres o a su fantasía” (ibid).
[44] Ibid.
[45] Bartolomé Yun Casalilla, “Arbitristas, Projectors, Eccentrics and Political Thinkers. Contextualizing and ‘Translating’ a European Phenomenon”, en S. Rauschenbach y C. Windler (eds.), Reforming Early Modern Monarchies: The Castilian Arbitristas in Comparative European Perspectives, Wiesbaden, Harrassowitz Verlag, 2016, pp. 101-122.
[46] Y ello a pesar de que abría su ensayo con una enésima declaración de que la fe católica “es el primero y principal punto de este Estado” (Campomanes, Bosquejo, p. 39).
[47] La idea de que el cambio en las costumbres podía lograrse sin imposiciones, casi de modo imperceptible, derivaba de la imagen del comercio como portador de atributos civilizadores extendida en toda Europa en la época; Albert O. Hirschman, Las pasiones y los intereses. Argumentos políticos en favor del capitalismo antes de su triunfo, Madrid, Capitán Swing, 2014 [1978]. La cita en Campomanes, Bosquejo, p. 39.
[48] Este arquetipo del comerciante había ido urdiéndose a lo largo de la primera mitad de siglo, Sánchez León, “La representación del comercio”.
[49] José Escobar, “‘Civilizar’, ‘civilizado’ y ‘civilización’: una polémica de 1763”, en Actas del séptimo Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas (celebrado en Venecia del 25 al 30 de agosto de 1980), Roma, Bulzoni, 1982, pp. 419-427. Disponible en: <http://data.cervantesvirtual.com/manifestation/737215>.
[50] Para esto y lo que sigue, Pablo Sánchez León, “Ordenar la civilización: semántica de la noción de Policía en los orígenes de la Ilustración española”, Política y Sociedad, vol. 42, n° 3, 2005, pp. 139-156. Disponible en: <https://revistas.ucm.es/index.php/POSO/article/view/POSO0505330139A>.
[51] La interpretación del motín de Esquilache, en Pablo Sánchez León, “Conceiving the Multitude: Eighteenth-Century Popular Riots and the Modern Language of Social Disorder”, International Review of Social History, vol. 53, nº 3, agosto de 2011, pp. 511-533, disponible en: <https://www.cambridge.org/core/journals/international-review-of-social-history/article/conceiving-the-multitude-eighteenthcentury-popular-riots-and-the-modern-language-of-social-disorder/2D8BEA588E0207236960E7A602EFB383>; y Pablo Sánchez León, De plebe a pueblo. La participación política popular y el imaginario de la democracia en España, 1766-1868, Manresa, Bellaterra, 2022, pp. 49-59. Acerca de la categoría de “nacionismo” para dar sentido a las identidades de tipo nacional antes del surgimiento del nacionalismo moderno, Pablo Fernández Albaladejo, “Fénix de España: decadencia e identidad en la transición al siglo xvii”, en P. Fernández Albaladejo, Materia de España, pp. 125-147.
[52] Francisco Vázquez, La invención del racismo. Nacimiento de la biopolítica en España, Madrid, Akal, 2009. En su estela se acuñó además el concepto moderno de “plebe”, que venía a escindir en dos la categoría de pueblo, degradando los atributos que legítimamente poseía como sujeto político colectivo. Sánchez León, De plebe a pueblo, pp. 59-73.
[53] Miguel Antonio de la Gándara, Apuntes sobre el bien y el mal de España, Madrid, Instituto de Estudios Fiscales, 1988.
[54] Se conserva una copia, que es la que empleo, en el archivo de Pedro Rodríguez de Campomanes custodiado en la Fundación Universitaria Española, con la signatura 51-2, sin paginación.
[55] La referencia
clásica es aquí Franco Venturi, Utopía y reforma en la Ilustración,
Madrid, Siglo XXI, 2014 [1970]. Tratamientos más recientes, en Nicole
Pohl, “The Quest for Utopia in the Eighteenth Century”, Literature Compass,
vol. 5, n° 4, julio de 2008, pp. 685-706, disponible en:
<https://compass.onlinelibrary.wiley.com/doi/abs/10.1111/j.
1741-4113.2008.00556.x>; y Jean-Michel Racault, L’Utopie narrative en
France et en Angleterre 1675-1761, Oxford, The Voltaire Foundation, 1991.
[56] El hecho de que se trate de un proyecto subraya otro de los atributos del imaginario de nación moderna, el de la abstracción. Véase Paul James, Nation Formation. Towards a Theory of Abstract Community, Londres, Sage, 1996.
[57] Propone así una política de extensión de la agricultura (art. 5), de creación de pósitos “en todos los pueblos que se necesita” (art. 8), de fábricas “de todos los géneros” de materias primas según los “productos naturales de cada provincia o pueblo” y “proporcionadas a los consumos nuestros y de nuestras Indias” (art. 6).
[58] Plantea así “caminos de traviesa, puentes y postas en todo el ámbito de la península” (art. 3) y “ríos navegables” (art. 4).
[59] Además de reclamar “un peso, una medida, una vara, una moneda, una ley (bien ajustada a la ley eterna)” para “toda la extensión del Imperio español”, propone que se imponga “un idioma mismo (el castellano)” (art. 15), cuyo uso “puro y neto, exacto y claro en toda España” se haga extensible a todos los “procesos, alegatos, decisiones, sentencias y ejecutorias” (art. 35).
[60] “Circulación interior libre, tráfico y comercio franco de unas provincias con otras dentro de la Monarquía” (art. 12); “Libertad de tráfico, comercio y navegación a todo vasallo en todo lo posible, útil y conducente a la causa pública, bien de la sociedad, mejoras del Estado y alivio de los súbditos” (art. 31). Considera que conservar las aduanas interiores es un “barbarismo” (art. 54): “Bien gobernadas nuestras aduanas podrán vender nuestros fabricantes más barato que los extranjeros” (art. 56).
[61] Propone así que los consulados de comercio “armen en guerra libremente” (art. 51). En la administración de justicia resuena con claridad el eco del ius mercatorum: “Brevedad y sencillez con integridad en los procesos, juicios y administración de la justicia criminal, civil y canónica” (art. 34). Véase, sobre esto, Carlos Petit, Historia del derecho mercantil, Madrid, Marcial Pons, 2016, pp. 117-144.
[62] Y remata: “Nada a la extranjera, nada absolutamente de ninguna especie: todo nacional, y todo a la española, comenzando desde la Sagrada persona del Rey, exceptuando únicamente lo inevitable, que no es mucho y que en corto tiempo puede reducirse a menos, o a casi nada” (art. 10).
[63] “Simplificación perfecta y bien entendida en todas las partes, ramos y materias de la administración pública” (art. 16), sobre el principio general de “simplicidad, sencillez y naturalidad en todas las cosas de cual se fuere especie” (art. 21) y “moderación, frugalidad, sobriedad y economía en todo y por todas partes” (art. 22).
[64] “Rebaja y equidad natural en todos los impuestos […] y demás sobrecargas establecidas […] desde que cesó la celebración de Cortes generales del Reyno hasta hoy” (art. 24); “Justicia distributivas con relación y proporción al mérito personal de cada vasallo y sin acepción de personas, clases, rangos ni condiciones” (art. 25).
[65] “Siempre buena armonía con el vicario de Cristo, Padre universal de los creyentes” (art. 72); “Nunca las materias eclesiásticas tratadas por tribunales ni manos laicas” (art. 41); “Disciplina eclesiástica secular y regular, conforme al Santo Concilio tridentino” (art. 71).
[66] Así, en “todos y en cada uno” de los “consejos, chancillerías y audiencias” plantea “suprimir una cuarta parte, a lo menos, de ministros, sacerdotes, ungidos y consagrados a Dios por oficio” (art. 38).
[67] “Fomentar siempre por siempre todo lo que sólida y macizamente conduce al pueblo a la virtud y buenas costumbres” y evitar y prevenir “muy de antemano en todas las maneras imaginables todo aquello que insensible y sordamente llama y lleva las gentes al vicio […] y a la molicie, impiedad, licenciosidad, corrupción, relajación, depravación, incredulidad y desolación general del libertinaje” (art. 77).
[68] “Jamás consultar para nada con hombres que no sean eminentes en virtud calificada […], superiores en talento, grandes en la instrucción y sumos en la doctrina universal y conocimiento del corazón humano” (art. 70); y en general “constancia, fortaleza y entereza con templanza, en todas las empresas justas, dignas del Cetro” del poder (art. 75).
[69] José M. Portillo, Revolución de nación. Orígenes de la cultura constitucional en España, 1780-1812, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2000.