10.48160/18520499prismas26.1256

Artículo

En la capital del país de las vacas

Desplazamientos materiales y simbólicos de la vida animal en la Buenos Aires de entresiglos (1871-1910)

In the capital of the country of cows.

Material and symbolic displacements of animal life in Buenos Aires at the turn of the Century (1871-1910)

 

Leandro Ezequiel Simari (1)

 

(1) <simarileandro@gmail.com>. https://orcid.org/0000-0002-2987-2043 Universidad de Buenos Aires / conicet

 

Resumen

El artículo se propone analizar el entramado de procesos materiales, representaciones y usos simbólicos que, entre 1871 y el Centenario de la Revolución de Mayo, acompañaron desde Buenos Aires la consagración de la vaca como aquello que Nicole Shukin denomina “capital animal”. En esa coyuntura, oscilando entre la complementariedad y la tensión, los avatares históricos que acrecentaron el valor del ganado bovino como capital económico y los textos e imágenes de la cultura porteña que usufructuaron el capital simbólico sedimentado en la figura de la vaca, ícono o alegoría de lo nacional, se interceptaron sobre un telón de fondo compartido: las transformaciones materiales y culturales que movilizaban un lento retroceso de la presencia animal en el espacio y la praxis cotidiana de la ciudad.

Palabras clave: Vaca, Capital animal, Higienismo, Industria, Prensa periódica

 

Abstract

This article aims to analyze the network of material processes, representations and symbolic uses that, between 1871 and the Centennial of the May Revolution, accompanied –centered in Buenos Aires– the consecration of the cow as what Nicole Shukin calls “animal capital”. In this context, oscillating between complementarity and tension, the historical vicissitudes that increased the value of bovine cattle as economic capital and the texts and images present in the “porteño” culture of Buenos Aires that used the symbolic capital sedimented in the figure of the cow –icon or allegory of the national–, were intercepted against a shared backdrop: the material and cultural transformations that mobilized a slow retreat of the animal presence in the space and the daily praxis of the city.

Keywords: Cow, Animal Capital, Hygienism, Industry, Periodical Press

 

Fecha de recepción del original: 27/10/ 2021

Fecha de aceptación del original: 18/1/2022

 

Existe en los estudios sobre la historia política, social y cultural de Buenos Aires un consenso generalizado que sitúa entre las décadas finales del siglo xix y el comienzo del siglo xx una serie amplia y diversa de transformaciones vitales para su consolidación como metrópoli moderna. En gran parte orientada por la doctrina del higienismo, toda una veta dentro de ese proceso condensó estrategias para desactivar el ciclo epidémico que la ciudad venía conociendo desde mediados de siglo y, a la vez, ofrecer respuestas integrales a otros desafíos importados al Río de la Plata con el acelerado crecimiento demográfico y la complejización de la trama social.[1] En ese sentido, la renovación de la infraestructura de la ciudad, la expansión y modernización de su red de transportes y servicios y la disposición de una batería de nuevas instituciones y políticas centradas en normativizar y supervisar la higiene pública y privada constituyeron inicialmente mecanismos pergeñados para evitar que Buenos Aires se convirtiera en una ciudad insalubre e inhabitable. Alcanzado su objetivo primordial, sin embargo, algunos de esos mismos medios habilitarían la vigilancia y el disciplinamiento sobre los estratos populares,[2] la imposición de normas físicas y morales para los obreros, que debían aportar su fuerza de trabajo a un aparato productivo en vías de desarrollo,[3] y un modo de atacar aquello que Gabriela Nouzeilles resumió como “el problema de cómo fabricar ciudadanos” a partir de una masa humana desde todo punto de vista heterogénea.[4] Dentro del mismo período, la federalización de Buenos Aires, en 1880, delinearía los primeros trazos de otro parteaguas histórico, que se completaría con la anexión, en 1887, de Flores y Belgrano, hasta entonces en la órbita administrativa del estado provincial.[5] Así, la ciudad transitaba una redefinición política, geográfica y jurisdiccional perdurable y decisiva, primer eslabón en la cadena de transformaciones relativas a la organización territorial, la cultura urbana, la sociabilidad popular y las políticas públicas que signarían “la emergencia de un espacio público metropolitano” en suelo porteño.[6] De hecho, en un sentido amplio, los modos de idear, utilizar y decodificar el espacio urbano estuvieron en el centro de los programas y debates que impulsarían el salto hacia la modernidad que Buenos Aires emprendió en los años de entresiglos. Monumentos, pulmones verdes, exposiciones, circuitos recreativos entrelazarían una funcionalidad higiénica, pedagógica y estética con la aspiración programática de convertirse en sí mismos en significantes materiales del progreso, indicios concretos de la exitosa marcha de Buenos Aires hacia su ansiada condición de metrópoli moderna.[7] De este modo, la ciudad inauguraba escenarios donde los ciudadanos podían mirar y ser mirados, donde se asentaban y ejercitaban los nuevos valores urbanos y donde, de manera solapada, los cuerpos y las conductas se adaptaban a nuevos modos de estar y transcurrir por el terreno de lo público incluso en los momentos de ocio.

Si atravesar el umbral de la modernidad significó para Buenos Aires ingresar en una transición vertiginosa y despareja que diluiría la impronta y las prácticas culturales asociadas a su condición de gran aldea hasta alumbrar un artefacto urbano análogo en experiencias, paisajes y servicios a las grandes metrópolis de Europa y los Estados Unidos, hay todavía otro elemento que anexar y estudiar en el marco de las transformaciones de orden diverso ya mencionadas: la reformulación de los lugares que los animales ocuparían, de ahí en más, en la geografía de la ciudad, en su praxis cotidiana, en su cultura, en la vida de sus habitantes. Hasta el último cuarto del siglo xix, las calles de Buenos Aires habían sido recorridas a diario por una multiplicidad de vivientes subsumidos en la categoría de animal doméstico, integrados en una fauna urbana de la que formaban parte, sin mayores fronteras interiores −simbólicas, ontológicas o geográficas−, vacas, bueyes, caballos, ovejas, cerdos, mulas, perros y gatos, y en la que se entremezclaban −con valoraciones contrapuestas por parte de la población humana− pájaros y alimañas. Antes de 1871, los esporádicos intentos de ejercer, en nombre de la higiene y la organización espacial de la ciudad, una regulación estricta sobre esa masa biológica dispar obtuvieron resultados magros y fracasos repetidos. Pero, a partir del umbral histórico que significó la epidemia de fiebre amarilla, un conjunto de políticas públicas moldeó nuevas lógicas espaciales, mecanismos institucionales y matrices discursivas que asumieron la presencia de los animales como un obstáculo para el progreso material de la ciudad y una amenaza para la salud de sus habitantes. En su avance y paulatina consolidación, se comenzaría a discernir en la fauna urbana subconjuntos claramente diferenciados, sometiéndola, así, a una descomposición gradual, que se fue volviendo más nítida con el correr de las décadas y que ya no se detendría.

Del mismo modo que, de acuerdo con Chris Philo, venía ocurriendo en Londres y otras grandes metrópolis de Europa y los Estados Unidos, Buenos Aires activó hacia el último cuarto del siglo xix un proceso que acabaría por distribuir lo que hasta entonces constituía un bloque relativamente indiferenciado de vivientes en un “contínuum de inclusión y exclusión”, sobre cuya definición no solo incidirían criterios higiénicos.[8] Mientras que, por un lado, perros y gatos serían identificados como mascotas y, en consecuencia, valorados como “un elemento del mundo urbano”, por otro, los animales de producción empezarían a ser asociados con el “mundo rural” y, por lo tanto, a ser considerados cada vez más como un componente ajeno a las lógicas, costumbres y estéticas propias de la ciudad.[9] No obstante, si la suerte de los dos conjuntos de vivientes que emergían del resquebrajamiento interno de la fauna urbana porteña se bifurcaba, sus respectivos caminos eran paralelos y confluían en un destino final común, coincidente con lo que John Berger distingue como otro atributo propio de las metrópolis modernas: la “marginación física” de los animales del espacio urbano, su gradual y definitivo desvanecimiento en el paisaje público de la ciudad y en las experiencias cotidianas de sus habitantes. Por un lado, la tipificación de los perros y gatos como animales urbanos quedaría asociada a criterios decorativos, a una progresiva sentimentalización en la relación con sus dueños y a un repliegue correlativo hacia lo íntimo, lo privado, donde su naturaleza animal comenzaría a distorsionarse, atrapada en las redes de la dominación, la dependencia, el afecto.[10] Por otro lado, a través de la incipiente industrialización y tecnificación de la vida urbana que la modernidad traía consigo, Buenos Aires alimentaba las expectativas de concretar su ideal higiénico: sustituir con tecnología la dependencia de la fuerza animal, compartimentar la explotación económica de los animales de producción, invisibilizar sus efectos sobre las condiciones del escenario urbano o, en el mejor de los casos, desplazarlos hacia los límites de la ciudad e incluso más allá. El lazo entre el ser vivo que estaba en el inicio de la cadena y el producto elaborado que se obtenía de ella quedaba entonces diluido; alejado del contacto cotidiano con los habitantes de la ciudad, el ganado pasaba a ser procesado en recintos industriales cerrados “como cualquier otro producto manufacturado”.[11]

Lejos de ser constante y lineal, el proceso de marginación de los animales compartió los contratiempos y sinuosidades característicos del resto de las transformaciones modernizadoras con las que se anudó estrechamente. Así las cosas, cada familia animal que integraba la fauna urbana transitó ese paulatino retroceso de su presencia en la ciudad a partir de temporalidades y experiencias diferenciales. A contramano de las advertencias higienistas, de las innovaciones tecnológicas ya concretadas y de las imaginaciones técnicas disparadas por otras incipientes, la presencia equina en Buenos Aires, por ejemplo, perduró hasta mucho después de la Gran Guerra, y solo entró en franco retroceso a partir del segundo cuarto del siglo, con la masificación de los automóviles.[12] La vida canina, por su parte, precipitaría una compartimentación según los criterios superpuestos del afecto, el valor simbólico y la higiene, consolidando las dos modalidades de existencia −tolerada o prescripta− del perro como animal urbano: por un lado, la existencia precaria, pero protegida, como mascota, recluida en la esfera privada; por el otro, la existencia como plaga, pura vida nociva y descartable, menos homologable a la de sus congéneres domésticos que a la de ratones y ratas. Sin embargo, en la coyuntura trazada, probablemente ningún otro animal haya sido objeto de proyectos, prácticas y representaciones de orden tan diverso como lo fue la vaca. En torno a su cuerpo, su carne y su figura, los derroteros productivos de una Argentina en pleno proceso de inserción en el sistema económico mundial y la renovación estructural del régimen urbano porteño superpondrían un entramado de valores y apropiaciones que alternarían entre la complementariedad, la paradoja y la franca tensión.

De la sobreabundancia de su faceta como bien exportable en el mercado internacional a la carestía y la dudosa calidad de sus productos derivados en el mercado interno; de las expectativas de modernidad, prosperidad, desarrollo industrial a los escenarios de insalubridad, atraso, barbarie que se levantaron a su alrededor: durante las décadas de entresiglos, a través de un dilatado despliegue de temas y tonos, la figura de la vaca se vio reposicionada en imágenes, documentos oficiales y páginas de la prensa periódica precisamente cuando su presencia material en el paisaje y la vida cotidiana de Buenos Aires comenzaba a retraerse.

 

 

Primera paradoja en la capital del país de las vacas: la industria láctea se expande, el animal desaparece

 

 

Para el cambio de centuria, según una mirada generalizada que el semanario más popular de su capital se encargaría de sintetizar, la Argentina se había convertido en “el país de las vacas”.[13] Si bien la mansa presencia bovina había abundado históricamente en la campaña circundante a la ciudad, la rotundidad de tal afirmación establecía un correlato directo con los rumbos que la economía venía adoptando desde hacía veinte años atrás. De acuerdo con Roberto Cortés Conde, el decenio de 1880 estuvo signado por “el fuerte aumento de las existencias vacunas”[14] en contraste con el lento declive de las ovinas, un fenómeno de alcance nacional traccionado por la expansión de la red ferroviaria y la disponibilidad de nuevas tierras generada por la Conquista del Desierto. Veinte años más tarde, la escena portuaria de Buenos Aires se animaba por el incremento en la exportación de ganado en pie, la industria láctea superaba su etapa embrionaria de tecnificación y la pronta expansión del frigorífico en la margen opuesta del Riachuelo sumaba la carne congelada, especialmente la vacuna, como otro de los valores a posicionar en el mercado internacional. La vaca, que había nutrido y visto palidecer expectativas de prosperidad con la exportación del cuero y la salazón de carne, experimentaba un reposicionamiento como fuente primordial de la riqueza argentina. Las mejores opciones de inserción económica en el mundo parecían cifrarse, de nuevo, en el mismo cuerpo animal que proveía la base de la dieta de los porteños.

Evidentemente indisociable del capital económico que se acopiaba en su circulación como mercancía y su explotación como materia prima, la sentencia que enunciaba Caras y Caretas se correspondía también con una veta cada vez más asidua en torno a los modos de explotación y los medios de circulación de la vaca en cuanto signo animal. A través de diversas matrices textuales y soportes visuales, la cultura porteña se empeñaba en afianzar una relación figurativa estrecha que conectaba vaca y país, vaca y nación, diseñando a partir del cuerpo animal lo que, en términos de Nicole Shukin, podría denominarse un “signo fetichizado de la nación”.[15] La categorización de la Argentina como país de las vacas ilustraba una intercepción entre los movimientos de la economía y las inscripciones culturales correlativas, un punto de confluencia en el que el ganado bovino devenía, a la vez, recurso material y simbólico, una forma de vida animal en la que los sentidos literales se entrelazaban con los figurativos y las “lógicas culturales” se superponían con “logísticas materiales”, haciendo de ella −en cuanto viviente, cuerpo, ícono, signo− una “forma del capital”[16] de doble extracción: capital económico que tributaba sus beneficios al país, capital simbólico, que lo aludía, distinguía, identificaba.[17] En ese sentido, si para Shukin la noción de “capital animal”[18] permite decodificar significaciones entramadas en los recorridos simultáneos que trazan la circulación semiótica del signo animal y el tráfico carnal de la sustancia animal, los desplazamientos de la vaca por la geografía y la cultura de la Buenos Aires de entresiglos pueden pensarse, a través de esa categoría, como parte de un mismo derrotero, en el cual se integraron, contrapusieron y mixturaron elementos pertenecientes a dos órdenes de realidad heterogéneos −el de lo simbólico y el de lo material− y a dos economías de sentido diferentes −la de lo figurado y la de lo literal–.[19]

Que la entonación del epíteto en cuestión sea en el artículo de Caras y Caretas nítidamente paradojal ya insinúa un síntoma de los avatares tortuosos que, a pesar de todo, podía afrontar el capital animal bovino en su período de doble expansión. El tema del texto en cuestión son los conflictos entre matarifes y carniceros; su incrédula constatación, la carestía de la carne vacuna en la capital y principal puerto exportador de una nación signada económica y culturalmente por la sobreabundancia de esa clase de ganado. No obstante, el reparto desigual no mermaba ni restringía su potencial simbólico, como tampoco lo hacía el hecho de que en Buenos Aires, epicentro de las prácticas discursivas y figurativas que harían de la vaca el “animal fetiche de la nación”,[20] todo el intricado proceso sumara una nota adicional de complejidad por su convivencia con las políticas municipales de inspiración higienista que pretendían limitar la presencia de materia orgánica de origen animal dentro del trazado urbano. Ni su densidad simbólica ni el auge de su explotación productiva ponían a los bovinos al margen de la mirada inquisidora que detectaba en el cuerpo animal una amenaza para la higiene y la salubridad.

Luego de 1871, con los saladeros expulsados del ámbito de la ciudad, la diagnosis higienista que había penetrado en la administración municipal localizaría la peligrosidad de los usos productivos de la vaca en dos escenarios principales: el tambo y el matadero público. Ambos establecimientos se aunaban bajo la condena compartida de ser focos generadores de olores desagradables, indicios de una acumulación infecciosa de materia animal. A la vez, se diferenciaban por su distribución desigual en el plano urbano, por el impacto −más o menos contundente o errático− que los avances de la técnica obtenían en sus respectivos ámbitos productivos y por los alcances que en unos y otros registraban las acciones regulatorias y los proyectos de reforma estatales.

Históricamente, la ubicación de los mataderos públicos fue apuntada como uno de los mayores puntos ciegos de la ciudad en materia de higiene. Al momento de estallar la epidemia de fiebre amarilla de 1871, a pesar de las severas invectivas de las que solían ser objeto, dos de los cuatro que había sabido tener Buenos Aires funcionaban todavía en su emplazamiento tradicional: el del norte, que sería clausurado definitivamente en 1872, y el del sur, que venía postergando su relocalización desde la década anterior. Para la ciudad moderna y habitable que comenzaría a moldearse bajo las premisas higienistas, concretar ese proyecto aplazado significaba distanciar los corrales de la franja territorial más densamente poblada, reposicionándolos en los límites provisorios de una Buenos Aires en crecimiento, aspirando a cumplir, así, la función que, según Giorgi, los define como institución pública: “poner a distancia lo animal de lo humano y la vida de la muerte: […] aislar la vida eliminable, consumible, de la vida protegida”.[21] Entre 1873 y el cambio de siglo, las nuevas instalaciones se asentaron en el barrio de San Cristóbal, pero su vida útil fue breve. En 1900, la expansión demográfica volvería a exigir una nueva mudanza; el destino sería ahora Liniers, donde un edifico más amplio y sólido renovaría expectativas que no tardarían en palidecer.

A diferencia de los mataderos y el resto de los rubros productivos incluidos en la nómina de actividades insalubres, los tambos tenían una buena razón para permanecer en las inmediaciones del núcleo urbano: proveían a Buenos Aires de una sustancia alimenticia primordial, “sin cuyo auxilio no puede pasar la población, especialmente los niños y enfermos”,[22] pero que no resistía el traslado desde grandes o medianas distancias por falta de procesos químicos y medios técnicos de refrigeración que garantizaran su conservación óptima. Nada de lo cual atemperaba, de todos modos, el disgusto de las autoridades sanitarias y los vecinos de la ciudad por las emanaciones pestilentes y los desechos abundantes que circundaban a este tipo de locales. Ante la imposibilidad de tomar medidas más drásticas, la respuesta oficial adoptó la forma de una vigilancia constante, tan estricta como lo permitía la necesidad primordial de no entorpecer el abasto de leche. De ahí que, en 1883, los tambos se convirtieran en destinatarios exclusivos de un estricto reglamento que procuraba suplir su exclusión imposible de la franja territorial más densamente poblada con una serie de condicionamientos para regular los terrenos en que debían situarse y la infraestructura que debían respetar.[23]

Aunque informes municipales posteriores insistirían en que el cumplimiento de las disposiciones reglamentarias era más bien parcial, la frecuente clausura de tambos insalubres registrada por esos mismos documentos sugiere que las autoridades no claudicaron del todo ante la difícil tarea de hacer equilibrio entre la obligación de proteger la higiene y las exigencias del consumo interno de leche. Por otra parte, la inspección del producto que se obtenía en los tambos ubicados dentro de la ciudad o en sus terrenos inmediatamente aledaños no solo parece haber sido estricta y sostenida, sino además haberse intensificado con el correr de los años. Según se desprende de un somero cotejo entre los dos artículos que Caras y Caretas dedica al tema, los agentes de la Oficina Química pasaron de ejercer sus controles sobre los lecheros y sus medios de transporte tres veces por semana y de manera aleatoria en 1899[24] a dos veces al día, por la mañana y la tarde, en 1908.[25] Pero si, para ese entonces, los controles de higiene y calidad se podían permitir un mayor rigor era, principalmente, porque la industria láctea ya se había afianzado en un nuevo estadio de su evolución que hacía a la provisión de leche reclamada por la población porteña menos dependiente de los pequeños tambos y más de las nuevas compañías que conducían al rubro hacia un salto innovador.

De acuerdo con Fernando Gómez e Ignacio Zubizarreta,[26] luego de entrar en contacto con “los sistemas y las maquinarias más modernas y sofisticadas para la producción lechera” durante sus viajes por Europa y los Estados Unidos, Vicente L. Casares convirtió una estancia familiar de 8000 hectáreas, situada en Cañuelas, en La Martona, primera empresa láctea del país en replicar los adelantos que su fundador había conocido en otras latitudes. A partir de entonces, la elaboración de la leche ingresaría en una nueva etapa, signada por la tecnificación del procesamiento y la autorregulación empresarial sobre los estándares higiénicos de sus prácticas y empleados, pero también por la posibilidad de abastecer al mercado porteño a distancia, sin las ataduras que obligaban a emplazar los tambos en torno al corazón de la ciudad. Hasta los límites de la planta de procesamiento de La Martona llegaba una línea ferroviaria dotada de vagones frigoríficos que conducían la leche en perfectas condiciones hacia Constitución y, desde allí, a los despachos de venta.[27] La máquina, las técnicas industriales modernas y las innovaciones en los medios de transporte se aliaban con el anhelo higienista de extirpar de Buenos Aires los focos de insalubridad asociados con la explotación económica del animal. Una transformación tecnológica y procesual tan radical hacía que el destino de las vacas empleadas en la producción de la leche fuera cosa juzgada, incluso cuando algunos de los emprendimientos más eminentes del sector se resistieran a recluirse definitivamente en el ámbito rural. La Vascongada, por ejemplo, operó desde 1902 en el Bajo porteño, reordenando los elementos que distinguían a La Martona en un sistema de producción alternativo: según un extenso artículo que Caras y Caretas le dedicó en 1908, como no contaba con vacas propias dentro de las instalaciones de la planta, recibía a diario, a través del Ferrocarril del Oeste, treinta vagones refrigerados que traían la leche de tambos emplazados en “diferentes puntos de la provincia de Buenos Aires”.[28]

Independientemente de si las vías ferroviarias conducían leche cruda hacia la empresa o, por el contrario, procesada hacia la ciudad, la dirección en la que apuntaba el desarrollo de la industria láctea era indubitable, y culminaba necesariamente en un modelo productivo de reclusión en establecimientos cerrados y de exclusión del animal del ámbito urbano. De manera contundente, las escenas capturadas por las fotografías que acompañan el artículo de Caras y Caretas dicen tanto de ese borramiento físico, material, de la vaca como de los méritos de la industria a la que pretendían celebrar. Un tren deteniéndose en el andén del depósito, los flamantes equipos de pasteurización, la sala de máquinas, el lavadero de tarros colmado de vapor, el laboratorio interno de la compañía, la sección de higienización de la leche: el conjunto proyecta una imagen de pulcritud casi impoluta, de producción mecanizada, de esforzada higiene y, tal y como pretende el texto al que ilustran, de modernidad industrial. En el cuadro general, la proximidad y el tacto con el animal, el ordeñe, el momento primordial de extraer de un cuerpo vivo la secreción destinada a atravesar una concatenación de postas de purificación cada vez más filtradas por la química, la tecnología y la higiene quedan desplazados. La industrialización pronta y eficiente del sector lácteo complementaba, así, los esfuerzos que la administración sanitaria de la capital venía desplegando para mitigar los efectos nocivos y desagradables que la producción y comercialización de leche desperdigaba por el plano de la ciudad. Pero, además, del mismo modo que para Caras y Caretas las nuevas técnicas y tecnologías que implementaba La Vascongada representaban “modernos adelantos indispensables”,[29] la mirada oficial decodificaba en la desaparición de las vacas del espacio urbano mucho más que un mecanismo de defensa de la salubridad y la higiene: se trataba, por añadidura, de un paso hacia la configuración de un paisaje urbano moderno, despojado del “aspecto de aldea que ofrece nuestra metrópoli con las vacas y terneros por las calles”.[30]

He aquí una primera torsión paradójica en la capital del país de las vacas: el despegue productivo y los primeros pasos hacia la modernidad industrial en uno de los rubros que usufructuaba el potencial económico acumulado en el ganado bovino no solo contribuían al propósito higienista de excluir la explotación del animal de las prácticas y escenarios urbanos, sino que también iban acompañados de reconstrucciones textuales y visuales que distorsionaban el lugar de las vacas en el nuevo modelo. Si las innovadoras compañías lácteas revalorizaban a las vacas como capital económico, su contribución simbólica a la configuración de una impronta de modernidad para Buenos Aires redundaba en el culto epocal de la tecnología y la ciencia aplicada como gestoras excluyentes de la prosperidad y el progreso, desligándose del signo animal del mismo modo que sus métodos posibilitaban a la ciudad desligarse de su presencia física.

 

 

Segunda paradoja en la capital del país de las vacas: modernidad y atraso, civilización y barbarie se interceptan en la carne vacuna

 

 

Bosquejada en trazos gruesos, la historia de los mataderos durante el último cuarto del siglo xix y la primera década del xx podría reconstruirse en términos diametralmente opuestos al desarrollo lineal de la industria lechera.[31] Si, en pleno brote de fiebre amarilla, la prensa periódica porteña fustigaba a los antiguos corrales de abasto como uno de los mayores focos de infección de la ciudad, contrarios a “lo que la higiene, la civilización y la decencia pública”[32] reclamaban, apenas inaugurada la nueva sede de San Cristóbal, serían los propios informes municipales los que transferirían a ella una carga similar de descripciones repulsivas y diagnósticos alarmantes: “El sitio donde se verifica la matanza […] es generalmente un inmenso depósito de materias orgánicas en putrefacción y descomposición”.[33] Ante el umbral del siglo xx, los corrales de abasto de Liniers reiterarían con la misma celeridad el salto del optimismo a la decepción. En 1900, la segunda mudanza en menos de treinta años prometía sustituir “el viejo y nauseabundo teatro de las cruentas matanzas” de San Cristóbal por “uno de los detalles más ostensibles de la cultura y el progreso de nuestra gran metrópoli”.[34] Cinco años después, en cambio, las memorias municipales no dudarían en sostener que, en torno a los corrales de abasto, todo había cambiado para que nada cambiara: “los Nuevos Mataderos no han servido para modificar absolutamente nada de lo que interesa positivamente a la comunidad”.[35]

Si los mataderos porteños, presos en una sucesión espiralada de transformaciones que, con progresos mínimos y opacos, giraba de manera concéntrica sobre problemáticas nunca resueltas, revelaban algo a propósito del país de las vacas era, sin dudas, su revés pesadillesco: el desaseo, la insalubridad, la violencia más o menos caótica o más o menos sistemática que se empleaba para producir carne y entregarla al consumo. Nada acentuaría de manera más contundente esta circunstancia que el hecho de que también en 1871, pocos meses después de aplacada la epidemia de fiebre amarilla, la Revista del Río de la Plata diera a conocer “El matadero”, el inédito de Esteban Echeverría que Juan María Gutiérrez, a dos décadas de la muerte de su autor, rescataba del ostracismo del archivo póstumo. Una vez que la consagración dentro del canon literario nacional postergó los condicionamientos que a su circulación inicial impuso la doble caracterización adosada por Gutiérrez (como un “boceto”[36] destinado a refundirse en textos mayores y como un “precioso testimonio” capaz de reavivar “páginas hasta ahora pálidas de nuestra historia”),[37] el escenario que le da título al texto de Echeverría pasaría a integrar los repertorios de la cultura local, gracias a una escena que, aunque fuera “para vista no para escrita”,[38] acabaría por transformarse en objeto de permanentes relecturas y resignificaciones en clave estética, crítica y política:

El matadero de la Convalecencia o del Alto, sito en las quintas al Sud de la ciudad, es una gran playa en forma rectangular colocada al extremo de dos calles, una de las cuales allí se termina y la otra se prolonga hacia el Este. Esta playa con declive al Sud, está cortada por un zanjón labrado por la corriente de las aguas pluviales, en cuyos bordes laterales se muestran innumerables cuevas de ratones y cuyo cauce, recoge en tiempo de lluvia, toda la sangrasa seca o reciente del matadero.[39]

Desagregado de la coyuntura política con la que originalmente pretendía dialogar, y desprovisto aún de la valoración como pieza crucial de un texto pionero en la ficción narrativa del Río de la Plata, el cuadro que se inmortalizaba con la publicación de “El matadero” no acarreaba ni novedades ni disonancias a las páginas de la prensa porteña de 1871. Para ese entonces, antiguas inquietudes sobre los efectos nocivos que los corrales de abasto deparaban a la ciudad y sus habitantes recrudecían al calor de la crisis sanitaria reciente, y eran recogidas por diarios y revistas. Así, aunque entre el momento estimado de su escritura y la fecha cierta de su publicación mediaran más de tres décadas, y a pesar de que su horizonte histórico no fuera la mayor epidemia padecida por Buenos Aires durante el siglo xix, sino las convulsiones políticas y sociales que se agitaron bajo el régimen de Rosas, la impronta de los corrales de abasto ofrecida por “El matadero” apenas se demarcaba de, por caso, la que los lectores de La Nación habían encontrado poco tiempo atrás en “Mataderos”, un artículo publicado mientras arreciaba la fiebre amarilla:

Restos de carne, entrañas diseminadas, derramando sus líquidos corrompidos, fetos mórbidos que se liquidan a su turno, se hallan esparcidos en una vasta extensión de terreno, cubiertos de insectos asquerosos que se alimentan de ellos y forman una ola viviente. […] Es la putrefacción animal genuina, sin mezcla, en todo a su insoportable intensidad.[40]

Tanto la prosa de Echeverría como la del cronista anónimo de La Nación recrean a través de la densidad acumulativa de sus descripciones una atmósfera y una topografía afines en tonos, relieve, olores y componentes orgánicos. Incluso la vocación antirrosista de “El matadero”, anacrónica al momento de su publicación, propicia, al explicitarse, una nueva intersección entre ambos textos. Porque si para Echeverría el matadero se había revelado en su día como baluarte de la barbarie federal, ejemplo a escala “del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales”,[41] en 1871, desde una óptica marcada por el higienismo, la mecánica insalubre que dominaba sus actividades cotidianas ameritaba calificativos similares: “Es cosa singular que Buenos Aires, una de las ciudades más adelantadas de sud américa (sic), la más adelantada moral y materialmente, conserve ciertos puntos donde está impreso el sello primitivo de la barbarie”.[42]

De foco de la Federación a foco de infección: a partir de ese desplazamiento, subrayado por el medio y el contexto en que finalmente se lo dio a conocer, Jorge Salessi propone leer en “El matadero” un punto de articulación para los “dos grandes paradigmas de análisis de la cultura argentina de la segunda mitad del siglo xix: civilización/barbarie y salubre/insalubre”.[43] Al ser publicado en 1871, el texto de Echeverría expandía los alcances de una serie heterogénea que, a partir de entonces, ya fuera pensando en la década de 1830 o en las últimas décadas del siglo, condenaría al matadero por ser un espacio donde se concentraban y desde el cual se esparcían los males que amenazaban a la ciudad y sus anhelos de progreso: en tiempos de Rosas, la barbarie, como una contagiosa enfermedad política y cultural; en 1871, la insalubridad, como emergente fatal de un modelo productivo perimido y bárbaro.

Sin embargo, la marcada sintonía entre los escenarios descriptos en “Mataderos” y “El matadero” induce todavía a otra conclusión, reforzada por el hecho de que entre la escritura y la publicación de uno y otro texto hayan mediado, respectivamente, varias décadas y pocos meses: la impronta que en la cultura local fijó la institución pública encargada de producir carne para Buenos Aires parece haber registrado variantes mínimas a lo largo del siglo xix. Luego de 1871, sucesivos registros textuales y visuales aportarían flagrantes evidencias para corroborar que muchas de las problemáticas que habían atravesado a los corrales de abasto en lo que iba del siglo seguían en plena vigencia. La acusación de emplazar un “foco de donde se desprenden miasmas” que, apenas inaugurada, pesó sobre la sede de San Cristóbal fue adjudicada a la persistencia de uno de los factores de contaminación que ya había apuntado Echeverría: las “materias orgánicas […] arrastradas por las lluvias”.[44] En 1887, un año antes de que la municipalidad se resignara a preparar una nueva mudanza, su panorama característico aún sería el de “ese aspecto asqueroso e inmundo que presentan durante las horas de la matanza”, definido por “hileras de animales mal desangrados que se revuelcan en la sangre y en el barro”.[45] Ya en el nuevo siglo, y mudados a una nueva sede, tanto recordaban el funcionamiento y aspecto cotidianos del edificio de Liniers al matadero de “El matadero” que las autoridades no solo dictaminaron, por medio de una ordenanza, la quema obligatoria de las vísceras desechadas, para ponerle un alto a su habitual acumulación en el suelo, sino que también debieron prohibir por escrito el ingreso a los corrales de abasto de uno de sus más antiguos y asiduos visitantes, actores de reparto en el relato de Echeverría: los perros callejeros.[46]

Sobre todo a partir del año crucial de 1871, el potencial simbólico entramado en el uso económico que el matadero ejercitaba sobre el ganado bovino tomaba un posicionamiento predominantemente adversativo de cara a la orientación que el entresiglos le confería a la vaca como capital animal. La tropa confusa entrando en los corrales, el degüello entre sangre, barro y bosta, el hedor a muerte, el desollamiento, las lonjas de carne desprendiéndose de lo que antes había formado un cuerpo vivo no tributaban a la codificación cultural del progreso, la prosperidad, la abundancia y el diálogo mercantil con el mundo; hablaban, por el contrario, del costado primitivo de una economía atada al sector primario, de la actualización de escenas asociadas a un pasado de atraso en un presente que se quería moderno, de la penetración de prácticas asociadas a lo rural en una ciudad que se esmeraba por alcanzar los cánones de urbanidad que distinguían a las grandes metrópolis de su tiempo, del trasfondo de barbarie que, reforzado por la ominosa similitud entre la ejecución del ganado y los avatares de la violencia política autóctona, parecía enquistarse en ciertos recodos de la geografía y la rutina diaria de Buenos Aires aun sobre el cambio del siglo, empañando los logros de la civilización.

Segunda torsión paradójica, entonces, en la capital del país de las vacas: aunque la carne vacuna componía la base de la dieta de los porteños y se perfilaba como una carta de presentación para comunicar al mundo la nobleza de recursos que prometía la Argentina, sus tradicionales medios de producción, irremediablemente asociados a experiencias sensoriales repulsivas y prácticas nocivas y antihigiénicas, pero también a apropiaciones y reinterpretaciones en clave simbólica, estética y política, resultaban imposible de conciliar con la construcción material y cultural de una impronta de metrópoli moderna para Buenos Aires. Un papel al que, por el contrario, sí se ajustaban sin disonancias los dos grandes pilares sobre los que se erigió el auge económico del ganado vacuno entre fines del siglo xix y comienzos del xx. Pero si la exportación de ganado en pie y la producción de carne congelada en los frigoríficos sintonizaron mejor que el matadero con las expectativas de modernidad que dominaban en el contexto porteño fue, de hecho, porque se desentendían material o simbólicamente de esa instancia crucial y controvertida en la que el cuerpo animal se deshacía en carne. Ya fuera reduciendo al país al rol de proveedor de materias primas o reformulando el anhelo de industrialización primaria que habían sabido despertar los saladeros y curtiembres varias décadas atrás, una y otra exhibían exclusivamente el antes o el después de la brutal operación que ya había sido retratada con asiduidad en las playas de matanza de los corrales de abasto.

 

 

Valioso, patriótico, aristocrático: el ganado bovino del fin de siglo al Centenario

 

 

Contrastada con la venta de carne salada, la exportación de ganado vivo asomaba como una forma “más racional, más provechosa en todo sentido, más civilizada”[47] de poner en valor al ganado vacuno argentino dentro del mercado internacional: capturaba a los animales en un mecanismo que aprovechaba la potencia de la máquina para transportarlos desde el campo hasta el puerto a través del ferrocarril, sin mayores repercusiones para la higiene urbana, y desde allí hacia el exterior por medio de buques de vapor, alimentando así el imaginario de que las riquezas naturales argentinas satisfacían “las apocalípticas hambres del otro mundo”.[48] Los frigoríficos, por su parte, restringían al máximo la visibilidad pública del procesamiento del cuerpo animal, con un perfil industrial y moderno que los corrales de abasto porteños nunca habían logrado consolidar. El contrapunto entre unos y otros era tan frecuente como inevitable, y traducía, en su claro desbalance en beneficio de los establecimientos más novedosos, un inminente cambio de época pronto a imponerse también en los métodos de producción y hábitos de consumo del mercado interno: “los frigoríficos más inmediatos a la capital presentan el artículo en el mercado de consumo con las ventajas que resultan de sus mejores instalaciones, para la condición y precio de la carne”.[49] En consonancia con el mayor grado de reclusión en que se desenvolvían sus prácticas, la imagen que sus instalaciones proyectaban hacia Buenos Aires prescindía de exhibir su propia versión de escenas cruentas como las que ya se habían fijado en torno a los mataderos para, en cambio, concentrarse en reproducir una imagen que destacara su valor diferencial: la prolija fila de medias reses colgantes en la cámara frigorífica, ya pura carne despojada de toda forma viviente reconocible. Como en la evolución contemporánea de la producción de leche, una vez más el salto hacia la industrialización en un rubro dedicado a la explotación del capital económico que concentraba el cuerpo de la vaca venía acompañado de un doble borramiento del animal: en primer lugar, borramiento del espacio urbano porteño, supresión como componente biótico que completaba el paisaje y adensaba la experiencia sensorial de estar, habitar, circular por la ciudad; en segundo lugar, borramiento dentro de la cadena productiva, invisibilización de su sometimiento, equiparación tácita con cualquier otro material o recurso natural explotado para la satisfacción de necesidades humanas.

Hasta aquí, por lo tanto, durante las décadas en que puso a prueba sus aspiraciones de modernidad, los aportes de Buenos Aires a la configuración de la vaca como animal fetiche de la nación parecen haber recalcado el peso de su capital económico por encima del simbólico. En nombre de nuevas normas de urbanidad, en defensa de la higiene pública y con el auxilio de las innovaciones técnicas aplicadas al transporte, la producción industrial y la colocación de bienes en el mercado internacional, la ciudad optaba por restringir los itinerarios del ganado bovino y compartimentar el ejercicio de su explotación, diluyendo su presencia en el espacio abierto de la ciudad, pero también en los relatos, imágenes e imaginaciones que acompañaban ese tráfico carnal de la vaca. Sin embargo, la ciudad moderna que se despojaba gradualmente de animales y recluía su explotación en ámbitos cerrados o territorios marginales no renunciaba a su estatuto de capital del país de las vacas. Como tal, no solo vio colmarse su escena cultural de discursos verbales y visuales que enaltecieron el potencial económico acumulado en el ganado bovino, mientras borraban su efectiva explotación: también fue epicentro de dos usos del cuerpo de la vaca, uno plenamente figurativo y otro apoyado sobre su materialidad, que hizo de su valor simbólico como signo animal un correlato −desplazado, pero indisociable− para la constante reivindicación como capital económico.

El primero de esos usos, la inclusión de alguna clase de ejemplar bovino dentro de composiciones ilustradas que aspiraban a componer una iconografía de lo nacional, quizá pueda pensarse, por su rudimentaria pretensión alegórica, como la transposición visual perfecta del imaginario que movía a catalogar a la Argentina como el país de las vacas. En 1902, al incorporar una figura bovina en una ilustración sobre el auge del comercio exterior con Inglaterra, Cándido Villalobos, uno de los tradicionales dibujantes de Caras y Caretas, daría un primer paso hacia la utilización simbólica de la vaca como animal fetiche de la nación. Bajo el título de “Nuestro ganado en Inglaterra”, la imagen presentaba a un robusto ejemplar Holando, con el rótulo “Argentina” impreso en la grupa, viajando erguido en la proa de una embarcación que un gaucho conducía a remo hacia puerto inglés, donde aguardaban un estereotipado lord de frac rojo y sombrero de copa alta y, más allá de un alambrado, una esquelética res que llevaba impresa en sus carnes magras la inscripción “Norteamérica”.[50] El público lector porteño, que había pasado de las páginas pioneras de El Mosquito al contenido más diverso y abarcador de Caras y Caretas, estaba entrenado en la decodificación de ese tipo de representaciones gráficas en las cuales, como explica Claudia Román, “los vínculos ‘didácticos’ entre discurso verbal y visual” se manifestaban bajo la forma de etiquetas superpuestas sobre la imagen para “evitar cualquier vacilación en la lectura”.[51] En ese sentido, a través de mecanismos de representación aceitados y accesibles, la caricatura de Villalobos resumía, a tono con los diagnósticos auspiciosos que la propia prensa local difundía al respecto, una versión del estado contemporáneo del mercado internacional: el puerto comercial a conquistar, Inglaterra; el valor principal a ofrecer, el ganado vacuno; el mayor competidor a superar, los Estados Unidos. No obstante, la imagen también se abría a una lectura de segundo grado, en la que se dejaban entrever los resortes simbólicos que impulsaban a la vaca como signo animal identificatorio de lo nacional. La inscripción “Argentina” en el porte de la Holando y su antítesis complementaria, la etiqueta “Norteamérica” sobre un animal enclenque, habilitaban una línea interpretativa de más amplio espectro, que hacía de la rivalidad comercial solo una de las arenas de combate en las cuales las expectativas autóctonas de progreso y bienestar aspiraban a superar a los Estados Unidos, y, al mismo tiempo, de la majestuosidad de la vaca argentina (la vaca “Argentina”), una alegoría zoológica del sino próspero que aguardaba al país.

 

Figura 1. Cándido Villalobos, “Nuestro ganado en Inglaterra”, Caras y Caretas, n° 205.

 

Más allá del carácter eminentemente coyuntural de su temática, la caricatura ilustra, en ambos sentidos del término, el doble proceso de fetichización (de resonancias, a la vez, marxianas y psicoanalíticas) al cual, según Shukin,[52] suele predisponerse el signo animal: por un lado, la imagen exhibe a la vaca como un producto natural, una mercancía obtenida del conjunto de riquezas ofrecidas de manera espontánea por el próspero suelo argentino y distribuida oportunamente a los socios comerciales que el país cosechaba en el resto del mundo; por otro lado, la imagen convierte a la vaca en un mecanismo visual sustitutivo de un sentido de totalidad originaria −lo argentino, lo nacional− que no existía como tal, salvo de manera fantasmática. Así, como anticipando insospechadamente una serie a la que tributarían los principales dibujantes de la revista, Villalobos prefiguraba un conjunto de ilustraciones que Caras y Caretas distribuiría en los años subsiguientes, cuyo común denominador consistiría, precisamente, en la reitera utilización de la figura de la vaca como signo animal representativo de “una unidad nacional orgánica que en realidad no existe”.[53] El 3 de enero de 1903, la vaca sería una de las dos figuras elegidas por Manuel Mayol para la portada del número almanaque correspondiente a ese año; la otra, una mujer ataviada con una túnica y el cabello ceñido por una corona de laureles que sostenía al animal con una soga mientras cruzaba el brazo restante por encima de su lomo. Si la convencional imagen femenina proponía una asociación directa con la representación alegórica de la república, la ilustración a página completa que Aurelio Giménez compondría, dos años después, para el número alusivo al 25 de mayo, dejaría todavía menos margen a la interpretación. Bajo el título “Alegoría”, recortados sobre un paisaje rural que aglutinaba elementos predominantemente simbólicos (un gigantesco sol naciente) con representaciones icónicas de los progresos materiales consumados por el país (el ferrocarril aproximándose desde el horizonte, un campo cultivado del color del trigo, una por entonces novísima cosechadora a vapor), dominaban la escena un joven, semicubierto por una túnica blanca y con una rama de laurel u olivo en una mano, y su montura, un imponente bovino negro, probablemente un toro semental, coronado con una escarapela celeste y blanca en la frente. Finalmente, un epígrafe contundente remataba la composición: “¡Al gran pueblo argentino, salud!”.[54]

 

Figura 2. Aurelio Giménez, “¡Al gran pueblo argentino, salud!”, Caras y Caretas, n° 347.

 

Poco menos de una década después, tanto la pregnancia de ese imaginario en construcción como su capacidad para atravesar modos de significación y medios de circulación quedarían de manifiesto en una estrofa del “Canto a la Argentina” compuesto por Rubén Darío. En ella, un repertorio de elementos, una solemnidad de tono y una idealización del cruce armónico entre riqueza natural y progreso técnico afines a la caricatura de Giménez permiten figurarse a esta última como ilustración anticipatoria del poema, o, en todo caso, al texto poético como perfecto epígrafe expandido para la imagen:

Os espera el reino oloroso

al trébol que pisa el ganado,

océano de tierra sagrado

al agricultor laborioso

que rige el timón del arado.

¡La pampa! La estepa sin nieve,

el desierto sin sed cruenta,

en donde benéfico llueve

riego fecundador que aumenta

las demetéricas savias.

Bella de honda poesía,

suave de inmensidad serena,

de extensa melancolía

y de grave silencio plena;

o bajo el escudo del sol

y la gracia matutina,

sonora de la pastoral

diana de cuerno, caracol

y tuba de la vacada;

o del grito de la triunfal

máquina de la ferro-vía;

o del volar del automóvil

que pasa quemando leguas,

o de las voces del gauchaje,

o del resonar salvaje

del tropel de potros y yeguas.[55]

Dos veces más antes del final de la década, el semanario volvería a ilustrar sus números especiales por el aniversario de la Revolución de Mayo con figuras bovinas en lugares de preponderancia. Con la firma de José María Cao, la portada de 1907 presentó una escena rural en la que un paisano y su vaca contemplaban un horizonte iluminado por un sol naciente.[56] Dos años después, una portada sin firma mostraría otra cara de la misma imagen: esta vez en primer plano, con el agregado de un caballo complementando el repertorio de vínculos entre el hombre de campo y el animal, la vaca y el gaucho miraban de frente al lector porteño.[57] Aun despojadas de las entonaciones abiertamente alegóricas que habían predominado en 1903 y 1905, una y otra se inclinaban por revalidar la representatividad del ganado bovino dentro de una iconografía de lo nacional a la que ya se acoplaban también el gaucho y su montura.

 

Figura 3. José María Cao, Caras y Caretas, n° 451.

 

Figura 4. Caras y caretas, n° 555.

 

Mientras el avance de los criterios higiénicos, la urbanización y los nuevos modelos productivos sustraían a la vaca, como a la mayoría de los animales útiles, de las experiencias cotidianas que ofrecía Buenos Aires, su imagen se replicaba en soportes visuales de amplia circulación, que apelaban a ella para figurar las esperanzas de prosperidad y desarrollo depositadas en la explotación del ganado bovino, completar versiones alegóricas de lo argentino o diseñar un entretejido de significaciones que oscilaran entre esas dos tendencias. De este modo, la cultura porteña contribuía a convertir a la vaca en el animal fetiche de la nación, al tiempo que la ciudad veía acelerarse los procesos que impulsaban su desvanecimiento material; o, en otras palabras, la circulación de la vaca como signo animal se adensaba en estricta contemporaneidad con los procesos que borraban de la vida urbana la presencia constante de la vaca como animal de carne y hueso. Si esa contraposición entre modalidades de relación con el animal en dos órdenes de realidad diversos parecía propiciar una disociación entre la vaca simbólica, cada vez más presente, y la vaca carnal, excluida de la ciudad y recluida en establecimientos productivos cerrados, los propios discursos textuales y visuales de la cultura porteña acentuaban tal disociación. Baste considerar al respecto que, con pocos años de diferencia, la misma Caras y Caretas que fetichizaba a la vaca simbólica en sus alegorías de la argentinidad, al ocuparse de las prácticas materiales que explotaban económicamente a la vaca carnal, no solo había alertado sobre los peligros para la higiene y la salubridad públicas que acarreaban los métodos tradicionales de producción de carne y leche, sino que también había borrado al ganado bovino de la cadena productiva del frigorífico y las compañías lácteas en sus crónicas celebratorias de las nuevas maquinarias y técnicas industriales que llegaban a Buenos Aires con la modernidad y el progreso.

Así y todo, la regla que marcaba la desaparición material de la vaca del espacio y las experiencias propias de la ciudad conocería, por aquellas mismas décadas, una notable y, a posteriori, longeva excepción. En 1875, la Sociedad Rural Argentina, a punto de cumplir sus diez años de existencia, comenzó a delimitar el espacio en el que llevaría a cabo sus hoy tradicionales muestras agropecuarias anuales. En ese marco, algunas décadas después, la relevancia del ganado vacuno acompañaría las técnicas de cría y selección de especies con pedigrí, primero para la producción de carne y más tarde para la de leche, hasta llegar a convertirse en el principal atractivo del evento. El ceremonial que rodeaba a la exposición y premiación de las estirpes bovinas de competencia dialogaba de manera directa con su potencial productivo: del mismo modo que las décadas previas habían marcado un salto cuantitativo en la existencia de ganado vacuno, en la inmediatez del cambio de siglo la gran transformación llegaba, según Cortés Conde,[58] de la mano de la importación de reproductores británicos, la selección artificial y el mestizaje, asociados con un incremento en la calidad del animal como materia prima y, en consecuencia, también en su valor.

No obstante, contrastadas con la constelación de aproximaciones discursivas y representaciones visuales que giraban en torno a la vaca y las prácticas dispares de su explotación productiva, las exposiciones ganaderas adquirían todavía otro espesor simbólico: eran, siguiendo a Verónica Tell, una instancia en la que elementos tradicionalmente ligados con “viejos modos de lo rural” se resignificaban para dar cuenta de “los progresos en el sector agropecuario y su productividad”.[59] A contramano de las versiones textuales y los registros fotográficos de los mataderos porteños, decodificados como la avanzada atrasada y bárbara del campo sobre la ciudad, esos muestrarios calculados y parciales de la prosperidad rural, una vez que resultaban capturados por relatos y retratos construidos desde la cultura urbana, constituían una variante alternativa de “introducción de lo urbano en lo rural”.[60]

El alcance más o menos reducido que entre el público porteño podía cosechar, año tras año, la muestra de la Sociedad Rural resulta, no obstante, incomparable con la convocatoria e interés masivos que acarrearía la exposición ganadera que formó parte de las celebraciones del Centenario de la Revolución de Mayo. Alojado en el propio Predio Ferial de Palermo que la Sociedad Rural venía construyendo desde 1906, el Pabellón de Agricultura y Ganadería de la Exposición del Centenario fue la primera muestra en inaugurarse y la que despertó mayor admiración en los visitantes nativos y, sobre todo, extranjeros. Como Tell en las exhibiciones de la Sociedad Rural, Álvaro Fernández Bravo detecta en ella “un símbolo pleno de prosperidad instalado en la urbe”.[61] Sin embargo, esta vez esa carga simbólica no apuntaba principalmente a interpelar a los hijos del país de las vacas, sino, por el contrario, a ser esgrimida como evidencia del capital natural que la Argentina tenía para ofrecer al resto de las naciones que dirigían su mirada hacia Buenos Aires en aquella efeméride singular. Por eso, como también recuerda Fernández Bravo, la preeminencia del ganado entre los atractivos de la muestra tendría su correlato perdurable en “un lugar destacado en el Álbum del Centenario”,[62] especie de catálogo monumental de la historia, la cultura y los progresos materiales alcanzados por la Argentina en sus primeros cien años de historia, en cuyas páginas se buscaba inmortalizar la imagen de país que trataban de proyectar los pabellones de la exposición. En el Álbum, una vez más, el rol preponderante de la especie bovina reforzaría la construcción de la vaca como animal fetiche de la nación: cinco de las siete breves reseñas que dedica a estancias y cabañas de cría de ganado son ilustradas principalmente por fotografías de toros y reses; en esas mismas páginas, dieciocho de veintinueve fotografías abocadas a retratar animales se concentran en vacas y sementales de pedigrí o en tropas de ganado vacuno. Incluso la poesía, convocada a las altisonancias del nacionalismo por el clima de época, exaltaría la importancia que amasar un linaje bovino excelso guardaba en la concreción del sino próspero del país: publicada en 1910, la oda “A los ganados y las mieses” de Lugones otorgaría un lugar de privilegio a las figuras del toro “semental” y la vaca “fértil”, cuyo acoplamiento “siembra el amor” pero, a la vez, “cimenta la riqueza creadora”.[63]

Pero si las fiestas del Centenario legaron una imagen representativa del capital simbólico que se acumulaba en la vaca como signo animal de la nación, esa es la fotografía que un autor anónimo tomó a la Infanta Isabel de Borbón, la máxima celebridad internacional que circuló por suelo local durante los festejos, junto a un colosal toro Shorthorn. Ante la imposibilidad de que viajara el rey Alfonso XIII, la Infanta había sido enviada en nombre de la corona española para corresponder a la invitación de honor librada por el gobierno argentino. Además de recorrer los pabellones de la muestra oficial y participar de otras actividades protocolares, como la colocación de la piedra fundamental del llamado “Monumento de los españoles”, Isabel también animó veladas y paseos que las élites locales organizaron para amenizar su visita. La estancia “San Juan”, de los Pereyra Iraola, fue uno de los primeros lugares a los que asistió para ser agasajada. Allí, quizá de manera azarosa, pero no por eso menos significativa, tendría lugar la reunión de dos cuerpos marcados por la densidad simbólica anexada, en sus respectivas culturas de origen, a su presencia, sangre y estirpe: en ausencia de su rey, una hembra de la nobleza humana española posaba, como ícono nacional, junto al macho bovino de la nobleza animal que tanto los métodos de cría y selección artificial como los discursos verbales y visuales que los circundaban aspiraban a erigir en la Argentina. El rango aristocrático de los protagonistas de la imagen, no obstante, no era equivalente. Después de todo, las restricciones arcaicas que solían predominar en las líneas sucesorias de las monarquías europeas habían privado a Isabel de la corona desde el momento en que nació su hermano varón. En cambio, el linaje del espléndido Shorthorn, primera raza de pedigrí introducida en la Argentina, estaba destinado, por derecho de nacimiento, a consolidar con su carne consumible y exportable y su circulación proliferante como signo animal un reinado duradero sobre el país de las vacas.

 

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[1] Véase Diego Armus, “El descubrimiento de la enfermedad como problema social”, en M. Lobato (dir.), Nueva historia argentina. Tomo v: El progreso, la modernización y sus límites (1880-1916), Buenos Aires, Sudamericana, 2000; y Maximiliano Fiquepron, Morir en las grandes pestes: Las epidemias de cólera y fiebre amarilla en la Buenos Aires del siglo xix, Buenos Aires, Siglo XXI, 2020.

[2] Véase Juan Suriano, “Introducción: una aproximación a la definición de la cuestión social en Argentina”, en J. Suriano (comp.), La cuestión social en Argentina 1870-1943, Buenos Aires, La Colmena, 2000.

[3] Hugo Vezzetti, La locura en Argentina, Buenos Aires, Paidós, 1985, p. 12.

[4] Gabriela Nouzeilles, Ficciones somáticas. Naturalismo, nacionalismo y políticas médicas del cuerpo, Rosario, Beatriz Viterbo, 2000, p. 12.

[5] A propósito de esta materia, véase Hilda Sabato, Buenos Aires en Armas. La revolución de 1880, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008.

[6] Adrián Gorelik, La grilla y el parque. Espacio público y cultura urbana en Buenos Aires, 1887-1936, Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 2016, p. 14.

[7] Véase Beatriz González Stephan y Jens Andermann (eds.), Galerías del progreso. Museos, exposiciones y cultura visual en América Latina, Rosario, Beatriz Viterbo, 2006.

[8] “It might be appropriate here to think of a continuum between inclusion and exclusión”, Chris Philo, “Animals, Geography, and the City: Notes on Inclusions and Exclusions”, en Environment and Planning D: Society and Space, vol. 13, 1995, p. 677.

[9] “Some animals (cats and dogs) have been turned into pets valued as an element of the urban world whereas other animals (cows, sheep, and pigs) have become matter that should be expelled to the rural world”, ibid., p. 666.

[10] A propósito de los procesos que consolidaron la noción de mascota, aderezándola con sentimentalismo y circunscribiéndola al ámbito privado, véase Yi-Fu Tuan, Dominance and Affection. The Making of Pets, Nueva York, Yale University Press, 2004.

[11] John Berger, “¿Por qué miramos a los animales?”, en J. Berger, Mirar, Barcelona, Gustavo Gili, 2013, p. 18.

[12] Roy Hora constata esos datos en su Historia del turf argentino, Buenos Aires, Siglo XXI, 2014.

[13] “La cuestión de la carne. Entre matarifes y carniceros, en Caras y Caretas, n° 129, 23 de marzo de 1901, p. 29.

[14] Roberto Cortés Conde, “Tierras, Agricultura y Ganadería”, en G. Ferrari y E. Gallo (eds.), La Argentina del Ochenta al Centenario, Buenos Aires, Sudamericana, 1980, p. 379.

[15] Nicole Shukin, “A fetishized sign of the nation”, en N. Shukin, Animal Capital. Rendering Life in Bipolitical Times, Mineápolis, University of Minnesota Press, 2009, p. 3.

[16] “I seek to historicize the specific cultural logics and material logistics that have produced animals as ´forms of capital´”, ibid., p. 7.

[17] Como la misma Shukin (ibid., p. 7) explicita, su conceptualización es deudora de las teorías que Pierre Bourdieu expone en el capítulo “Las formas del capital”, en Poder, derecho y clases sociales. Véase Pierre Bourdieu, “Las formas del capital”, en Poder, derecho y clases sociales, Bilbao, Desclée De Brouwer, 2001, pp. 131-164.

[18] Shukin, Animal Capital, p. 16.

[19] Ibid., p. 15.

[20] “The nation’s animal fetish”, en ibid., p. 5.

[21] Gabriel Giorgi, Formas comunes. Animalidad, cultura, biopolítica, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2014, p. 131.

[22] Memoria de la Intendencia Municipal de la Ciudad de Buenos Aires (1883), Buenos Aires, Imprenta de M. Biedma, 1884, p. 416.

[23] Ibid, p. 27.

[24] “La inspección de la leche”, Caras y Caretas, n° 64, 23 de diciembre de 1899, pp. 21-22.

[25] “La inspección de la leche”, Caras y Caretas, n° 522, 3 de octubre de 1908, pp. 74-75.

[26] Fernando Gómez e Ignacio Zubizarreta, “Vicente L. Casares y el nacimiento de la industria láctea: el caso La Martona”, Revista de Instituciones, Ideas y Mercados, n° 58, mayo de 2013, p. 32.

[27] Fernando Gómez e Ignacio Zubizarreta, Una historia de la lechería argentina. Desde la colonia hasta nuestros días, Vicente López, Infocampo, 2013, p. 108.

[28] “La inspección de la leche”, 1908, p. 4.

[29] “La Vascongada”, Caras y Caretas, n° 526, 31 de octubre de 1908, p. 14.

[30] Memoria de la Intendencia (1890-1892), p. 224.

[31] A propósito del devenir histórico que siguieron los corrales de abasto porteños, véase Fernando Aliata y Graciela Silvestri, “Continuidades y rupturas en la ciudad del Ochocientos. El caso de los mataderos porteños (1820-1900)”, Anales del Instituto de Arte Americano e Investigaciones Estéticas Mario J. Buschiazzo, n° 26, 1988, pp. 27-51.

[32] “Mataderos”, La Nación, 15 de marzo de 1871.

[33] Memoria de la Intendencia Municipal de la ciudad de Buenos Aires (1873), Buenos Aires, Imprenta de Jorge E. Cook, 1874, p. 429.

[34] Martín García, “Inauguración de los nuevos mataderos”, Caras y Caretas, n° 78, 31 de marzo de 1900, p. 19.

[35] Memoria de la Intendencia Municipal de la ciudad de Buenos Aires (1905), Buenos Aires, Imprenta de M. Biedma, 1906, p. 32.

[36] Juan María Gutiérrez, “Nota crítica”, en E. Echeverría, La cautiva / El matadero, Buenos Aires, Colihue, 2006, p. 100.

[37] Ibid., 97.

[38] Esteban Echeverría, “El matadero”, en E. Echeverría, La cautiva / El matadero, Buenos Aires, Colihue, 2006, p. 110.

[39] Ibid., pp. 106-107.

[40] “Mataderos”.

[41] Echeverría, “El matadero”, p. 110.

[42] “Mataderos”.

[43] Jorge Salessi, Médicos, maleantes y maricas. Higiene, criminología y homosexualidad en la construcción de la nación Argentina (Buenos Aires: 1871-1914), Rosario, Beatriz Viterbo, 1995, p. 56.

[44] Memoria de la Intendencia (1873), p. 429.

[45] Memoria de la Intendencia Municipal de la ciudad de Buenos Aires (1887), Buenos Aires, Imprenta La Universidad, 1888, p. 479.

[46] Memoria de la Intendencia (1905), p. 85.

[47] Figarillo, “Exportación de ganado en pie”, Caras y Caretas, n° 67, 13 de enero de 1900, p. 20.

[48] Ibid., p. 21.

[49] Memoria de la Intendencia Municipal de la ciudad de Buenos Aires (1908), Buenos Aires, Imprenta Kraft, 1908, p. 286.

[50] Cándido Villalobos, “Nuestro ganado en Inglaterra”, Caras y Caretas, n° 205, 6 de septiembre de 1902, p. 39.

 

[51] Claudia Román, Prensa, política y cultura visual. El Mosquito. Buenos Aires, 1863-1893, Buenos Aires, Ampersand, 2017, p. 71.

 

[52] Shukin, Animal Capital, p. 3.

[53] Ibid., p. 3.

[54] Aurelio Giménez, “¡Al gran pueblo argentino, salud!”, Caras y Caretas, n° 347, 27 de mayo de 1905.

[55] Rubén Darío, Canto a la Argentina y otros poemas, Madrid, Imprenta Clásica Española, pp. 27-28. El subrayado me pertenece.

[56] José María Cao, Caras y Caretas, n° 451, 25 de mayo de 1907.

[57] Caras y caretas, n° 555, 22 de mayo de 1909.

[58] Cortés Conde, “Tierra, agricultura, ganadería”, p. 399.

[59] Verónica Tell, El lado visible. Fotografía y progreso en la Argentina a fines del siglo xix, San Martín, unsam Edita, 2017, p. 107.

[60] Ibid., p. 108.

[61] Álvaro Fernández Bravo, “Celebraciones centenarias: nacionalismo y cosmopolitismo en las conmemoraciones de la Independencia (Buenos Aires, 1910 - Río de Janeiro, 1922)”, en B. González Stephan y J. Andermann (eds.), Galerías del progreso. Museos, exposiciones y cultura visual en América Latina, p. 344.

[62] Ibid., p. 344.

[63] Leopoldo Lugones, Odas seculares, Buenos Aires, Moen y Hno. Editores, 1910, pp. 38-39.