Eric Zolov,

The Last Good Neighbor. México in the Global Sixties,

Duke University Press, Durham y Londres, 2020, 424 páginas

Hacia finales de 1960, cuenta Eric Zolov hacia la mitad de su libro El último Buen vecino, “un amplio movimiento de izquierda en defensa de la Revolución Cubana y crítico de la ‘muerte’ de la Revolución Mexicana se consolidó alrededor del liderazgo político de Lázaro Cárdenas”. El viejo caudillo mexicano, símbolo del momento más radical de la revolución dos décadas atrás, proyectaba ahora su sombra imponente sobre sus herederos. En particular, sobre el presidente Adolfo López Mateos y su intento de navegar las aguas turbulentas de conflictos domésticos y globales radicalizados al calor de la guerra fría a partir de moderar los conflictos inevitablemente crecientes de la región con los Estados Unidos. Quizá por eso mismo, mirada de cerca, en los contornos de la sombra del pasado mexicano se dibujaban la barba y los fusiles de un presente definitivamente caribeño.

Aquella frase de Zolov es una de las tantas que sintetiza el enorme esfuerzo analítico de El último buen vecino: un intento por comprender la relación entre las transformaciones domésticas mexicanas con la radicalización política de América Latina, acelerada tras la Revolución Cubana, la confrontación ideológica global impuesta por la guerra fría y la violenta intervención de los Estados Unidos en conflictos sobre la democratización social y política de la región. En el medio de eso, México y su extensa presencia internacional.

El “sexenio” de López Mateos, entre 1958 y 1964, ocurre durante uno de los más convulsionados en la historia de América Latina. Una forma de leer el libro de Zolov es como el doble intento de analizar la relación entre los cambios domésticos y globales durante ese período y de demostrar las cualidades con las que López Mateos logra timonear el barco mexicano en medio de esa tormenta para mantener el peso que tuvo el país en la política mundial cuanto menos desde la revolución de 1910.

El resultado de ese reacomodamiento es en parte la osificación de la revolución mexicana hacia adentro y su desplazamiento de su lugar como faro en el horizonte transformador de América Latina. Con cierto éxito, López Mateos busca prolongar las relaciones especiales con los Estados Unidos a partir de convertirse en su interlocutor confiable en la región y entre los países en vías de desarrollo en general. Con el movimiento de países no alineados y la conferencia de Bandung de 1955, con la Revolución Cubana de 1959, la exhibición de la Unión Soviética en México DF durante ese mismo año y con el congreso latinoamericano por la paz organizado por México un año después, incluso ante la más radicalizada conferencia de los países no alineados de 1964, la diplomacia mexicana construye su versión del neutralismo, pero al mismo tiempo sucumbe ante su propio éxito. En esos y otros ámbitos, México se esfuerza por desarrollar una crítica moderada a los Estados Unidos y a la forma en la que el anticomunismo recubre su creciente intervencionismo en la región en favor del orden y en contra de los movimientos
–comunistas o no– que buscan una expansión de la ciudadanía económica y política.

Pero como bien señala Zolov en un tramo clave de su trabajo, esa crítica a los Estados Unidos se mantiene siempre atada a una correa corta. Es Gustavo Díaz Ordaz –el sucesor designado por López Mateos– quien lo expone con mayor claridad ante Lyndon Johnson, al asegurarle que, como en la crisis de los misiles de 1962, “‘en una confrontación’, los intereses de México ‘serían paralelos’ a los de los Estados Unidos”. Para que México pudiera cumplir con ese rol, los Estados Unidos estaban dispuestos a “permitir ‘diferencias’ de intereses” cuando lo que estuviera en juego fuera relativamente pequeño. “Esto podía crear roces puntuales, pero el beneficio para los Estados Unidos sería que México fuera confiable para la región, mostrando que América Latina ‘de hecho es independiente’, sabiendo que esa independencia llegaría rigurosamente a su fin cuando estuviera en juego algo significativo”. Hacia los movimientos revolucionarios que empiezan a tomar forma en la región, López Mateos se muestra más contenedor que entusiasta. Como señala un diplomático británico, el “grado de independencia” que México buscaba respecto de los Estados Unidos se tornaba así en un recurso de los mismos Estados Unidos para contener la creciente oposición que su intervención generó en el mundo durante la guerra fría.

El último buen vecino se une así a una serie de trabajos que revisan hoy la historia mexicana desde una perspectiva transnacional. Los estudios transnacionales han estado siempre en el centro de la historiografía del país, pero en las últimas décadas, varios historiadores desarrollaron una mirada renovada a viejos y nuevos documentos, con marcos teóricos más amplios que el de la historia diplomática tradicional y con mayor atención a transformaciones sociales y políticas que ocurren lejos de las embajadas. Sebastián Rivera Mir, por ejemplo, utiliza esos recursos brillantemente en Militantes de la Izquierda Latinoamericana, donde analiza el lugar de México en el armado temprano de movimientos regionales entre 1920 y 1934: Zolov recuerda que en los años ’60 México DF parecía “un laberinto de espionaje, una ciudad de intrigas como Viena o Casablanca”; la figura retórica ilumina también los tiempos anteriores a la guerra fría. En Neither Peace nor Freedom –del que se nutre en parte el trabajo de Zolov– Patrick Iber dilucida el campo cultural latinoamericano en una serie de espacios alternativamente sponsoreados por los Estados Unidos, la Unión Soviética y Cuba. México tiene en esos espacios un lugar destacado. El reciente libro de Christy Thornton, Revolution in Development, es una disección del lugar dominante que tuvo México en la creación y desarrollo de las instituciones económicas y financieras internacionales de posguerra.

El de Zolov suma a esta camada un recorrido fascinante por la élite política mexicana de posguerra y su articulación con las transformaciones globales de los años ’60. Sus hallazgos son más analíticos que metodológicos. En El último buen vecino no hay tanta historia social ni recuperación de voces perdidas, y más allá de algunas fuentes primarias verdaderamente novedosas, el libro se sostiene como una gran historia política a la vieja usanza, con hombres (masculinos) tomando decisiones desde lugares de poder desde los cuales aspiran a producir cambios significativos en los destinos de la región. Ese marco más “tradicional” quizá pudo ser más aprovechado para conectar la historia política del país con la política económica de la época, que desaparece casi por completo en el relato de Zolov. Los trabajadores reciben su llegada al poder con una serie de huelgas, y resulta imposible determinar en el libro la situación económica en la que se produce esta ola de conflictos, ni el poder adquisitivo de los trabajadores ni el estatus del Estado de Bienestar. Del mismo modo, los movimientos de la diplomacia mexicana en conversación permanente con los Estados Unidos, Cuba y la Unión Soviética parecen (improbablemente) autónomos de la fuerte iniciativa que México desarrollaba en ese mismo momento en los foros económicos de todo el mundo.

Los ocho capítulos del libro están organizados cronológicamente desde el comienzo de la presidencia de López Mateos hasta la de su sucesor, Díaz Ordaz. Pero esa cronología se superpone de manera casi perfecta con una transformación política que es el verdadero arco narrativo del libro: mientras América Latina y el mundo en desarrollo se radicalizan hacia posiciones cada vez más enfrentadas con los Estados Unidos, México busca un espacio cada vez más estrecho como interlocutor entre su vecino poderoso y países que vieron en su revolución una inspiración para ideas sociales y antiimperialistas que México mismo ahora busca moderar. Hacia 1964, el movimiento de los países no alineados reflejaba esa incompatibilidad. Los organizadores de una “Segunda Bandung”, como se llamaba a la continuación de la conferencia de 1955 de países asiáticos y africanos, reunía ahora a líderes de nuevos estados poscoloniales (en 1960 se sumaron 16 nuevos países africanos a las Naciones Unidas) con un objetivo que ya “no era la reforma de las instituciones globales sino su abolición”. En la diplomacia mexicana, en cambio, la expresión “coexistencia pacífica” que la Unión Soviética había promovido como espacio de acumulación internacional se transforma en el pincel con el cual borrar la idea de “emancipación” que se impone entre los vecinos de México desde Cuba hacia el sur.

Puertas adentro del país, López Mateos parece casi siempre descripto como alguien que lucha contra la herencia revolucionaria más radicalizada de la revolución. En el México de posguerra, esa herencia tiene nombre y apellido: Lázaro Cárdenas. Frente a quienes describen a Cárdenas como “una amenaza directa a López Mateos y la legitimidad del pri”, Zolov busca presentar a un Cárdenas “en permanente comunicación con López Mateos y respetando su autoridad repetidamente”. El resultado, sin embargo, es el de una omnipresencia del expresidente que termina por opacar el protagonismo de López Mateos, que el autor busca, de alguna manera, rescatar. Nada parece escapar a la sombra del viejo líder. Cárdenas como inspiración del Movimiento de Liberación Nacional (mln) que buscó una radicalización por izquierda de la revolución mexicana; Cárdenas haciendo campaña por la reforma agraria en Cuba; Cárdenas recibiendo el premio José Stalin “en un auditorio repleto” frente al cual “denunció la caída de la política del buen vecino”; Cárdenas el que inicia en 1958 una gira que va desde los Estados Unidos a China y desde Europa occidental a la Unión Soviética, haciendo un delicado bordado entre la “coexistencia pacífica” por que abogaba México y el “ardor del nacionalismo revolucionario” que él mismo representaba; Cárdenas como figura que concentraba la nostalgia por el México revolucionario de los años ’40; Cárdenas reivindicado como “la esperanza de América Latina” y “el Bolívar de nuestro tiempo” tras su rol en la Conferencia Latinoamericana por la paz de 1961; Cárdenas como el que apoya las huelgas que se levantan al comienzo del mandato de López Mateos; pero también Cárdenas “menos como un antagonista del régimen que como un agente de cohesión e interlocutor”, una “fuerza de estabilización en un contexto de polarización doméstica”.

El peso de la figura de Cárdenas no es solo nostálgico. O en todo caso, es el de una nostalgia productiva y generadora de nuevos consensos para un momento que no es 1938 –el punto más alto de su presidencia con la expropiación de las compañías petroleras–, pero que presenta quizás más claro que otrora el horizonte de la construcción de sociedades más justas mediante la violencia política. Ese no es, claramente, el camino que seguirá México. López Mateos designa como su sucesor a Díaz Ordaz, algo así como lo opuesto a Cárdenas en todos los sentidos imaginables: un candidato que carece de todo carisma personal, cuyo nombre no tracciona las ideas más vibrantes de la revolución y cuyo anticomunismo proveerá el marco para el período más represivo del pri. La independencia de López Mateos respecto de Cárdenas, en ese sentido, es parecida al destino mismo de México: puede considerarse como una victoria pírrica cuyos costos pagará la revolución en las décadas siguientes.

Ernesto Semán

Universidad de Bergen