Rebeca Villalobos Álvarez,

El culto a Juárez. La construcción del héroe (1872-1976),

México, Grano de Sal, 2020, 263 páginas

¿Cuáles fueron los cambios y las permanencias que experimentó la figura heroica de Benito Juárez a lo largo de un siglo? Esta es la pregunta central que recorre el reciente libro de Rebeca Villalobos Álvarez, titulado El culto a Juárez. La construcción retórica del héroe (1872-1976). Se trata de un libro con un objetivo ambicioso y de largo aliento que la autora logra alcanzar con notable pericia: analizar el culto a Juárez desde 1872, año de fallecimiento del prócer, hasta 1976. La investigación, además de recuperar un vasto número de estudios que analizaron su figura, bucea en una gran diversidad de fuentes como discursos políticos, obras históricas, literatura, poesía, panfletos, monumentos, óleos, fotografías, películas y postales. El diálogo que la autora traza con el variado material disponible permite obtener una pintura de conjunto que dota de inteligibilidad la trayectoria memorial en torno al personaje. En esa trayectoria, el agudo estudio del culto a Juárez –el abogado oaxaqueño de origen indígena, impulsor de las reformas liberales en México y cuya presidencia entre 1858 y 1872 estuvo atravesada por la guerra civil– se convierte en un observatorio para entender la cultura nacional. Al recuperar la dimensión histórica del discurso heroico, la autora analiza los cambios producidos en los idearios políticos y las sensibilidades. Determinados atributos del héroe le hablan a una época específica y pierden impacto en períodos posteriores. El mito se convierte, así, en una suerte de caleidoscopio: se iluminan distintos ángulos según el programa político que se desea legitimar o la identidad colectiva que se construye en un período situado.

Una de las originalidades del libro es el abordaje del problema desde una triple perspectiva: histórica, estética y retórica. Tal como sostiene la autora: “la obra de arte puede juzgarse en función de sus implicaciones ideológicas y, en la misma medida, las ideas políticas pueden evaluarse a partir de sus presuposiciones estéticas” (p. 25). Villalobos Álvarez se mueve con fluidez tanto en el terreno estético como en el político, a la vez que explora el arte y la política como formas persuasivas o expresiones retóricas. El uso de la retórica, como perspectiva metodológica para el análisis de los discursos y la iconografía, produce un fértil desplazamiento respecto del frecuentado debate sobre los límites y las tensiones entre historia y memoria. En este sentido, se trata de un texto que aborda un problema tradicional de los estudios sobre memoria desde un marco teórico innovador.

La estructura del libro se relaciona con este triple abordaje. El primer capítulo, titulado “La imagen del héroe: su trayectoria”, se centra en la evolución del culto juarista a lo largo de la historia a partir de sus manifestaciones más emblemáticas. El segundo, “Retóricas sobre el héroe”, analiza una serie de discursos e imágenes a partir de tres modelos esenciales del discurso retórico: encomiástico, judicial y deliberativo. El tercero, “Juárez sublimado”, está dedicado a un problema estético al examinar las expresiones artísticas que buscan lograr un efecto de sublimación en el espectador.

El primer capítulo ofrece una mirada diacrónica del fenómeno entre 1872 y 1976 en la que se entabla un fructífero diálogo con la historia política y social del período. La figura del héroe aparece aquí como producto del contexto histórico: ¿cómo y en qué circunstancias se produjeron los discursos y objetos que veneran a Juárez? Para responder a esta pregunta la autora diferencia tres etapas: la del ritual funerario (1872-1890), la del culto cívico (1891-1910) y la del héroe indígena (1910-1976). En la primera etapa, posterior a la muerte de Juárez, se construyó el culto al héroe con su ingreso al panteón. Los funerales tuvieron un rol central en el proceso de conformación de una memoria colectiva. Tal como sostiene Sandra Gayol al describir los funerales de Estado de la primera década del siglo xx en la Argentina, el traslado del cadáver por las calles de la ciudad era el momento en el que el muerto “pasaba al pueblo” y el público entraba en contacto con el “gran hombre”. El Estado, sostiene Gayol, tenía un rol fundamental, ya que se afianza y legitima a través de ciertos muertos y genera un sentimiento de pasado compartido e identidad común.[1] En el caso de Juárez, los homenajes luctuosos construyeron una imagen de héroe civil e inmaculado. Villalobos contrapone el culto funerario, que promovió una imagen simbólica y estereotipada del héroe, con la narrativa historiográfica centrada en el análisis y la deliberación. La segunda etapa se inició en 1891, cuando se reemplazó el culto funerario por la celebración del natalicio con un ritual más festivo y en espacios abiertos. En este caso, el contraste con la Argentina es marcado, ya que hasta el día de hoy las conmemoraciones se realizan en los aniversarios del fallecimiento de los próceres. En esta segunda etapa los usos políticos de la figura de Juárez se hacen más explícitos dado que pasa a ser tema de Estado y a estar ordenado por el oficialismo. El monumento más importante de esta segunda etapa es el Hemiciclo a Juárez.

Una hipótesis central de este primer capítulo radica en el lugar que ocupó el origen étnico del héroe en la memoria colectiva. Hasta 1910, los componentes étnicos y sociales estaban en un segundo plano y se priorizaba el recuerdo del héroe civil. La cuestión étnica solo se hacía presente al recordarlo como un indio que logró vencer las adversidades hasta llegar a la presidencia. Para Villalobos, esta representación es producto del racismo de la época, que lo veía como un “indio sublime” que pudo remontar su origen étnico. Esto cambió en la tercera etapa (1910-1976), cuando Juárez se convirtió en símbolo de una raza oprimida. El ideario indigenista de la época hizo del origen étnico una cualidad idealizada y el héroe civil, defensor de la legalidad, devino en un indígena defensor de la igualdad y la justicia social. Para este período la autora suma nuevas fuentes, como el muralismo y el cine.

El segundo capítulo exhibe un giro en la perspectiva teórica y metodológica. Las representaciones del héroe ya no se analizan a partir del contexto histórico que las originó sino que pueden agruparse y compararse en clave retórica. En este registro se examinan las estrategias argumentativas y poéticas de los discursos y las obras para persuadir o generar adhesión. Dicho examen se realiza incluyendo fuentes que no suelen abordarse desde el punto de vista retórico, como son los casos del retrato, los monumentos o el cine. Apoyándose en la idea de que esas expresiones son centrales en la conformación de idearios políticos, la autora las divide en los tres modos del discurso retórico: el panegírico, el judicial y el deliberativo. El panegírico es el discurso que construyó una imagen estereotipada de Juárez y que se caracteriza por excluir “el argumento complejo en pos del aforismo” (p. 94). Se trata de un discurso simple, pero eficaz, observable en poemas, monumentos, pinturas o películas. El modo retórico judicial genera juicios de valor y sentencias mediante argumentos. Este discurso da lugar a controversias y se asocia con la lucha por el poder y la propaganda política. En estos casos, la figura del héroe es manipulada para legitimar posiciones políticas del presente y por eso se trata de una visión más dicotómica y simplificada del pasado. El modo deliberativo, a diferencia de los anteriores, le da a la cognición un rol central al buscar una articulación razonada de consensos. Prioriza la argumentación por sobre la poética y tiene otra noción
de temporalidad ya que no se estanca en el pasado sino que
se proyecta al futuro. Una manifestación emblemática de este modo retórico es el libro de Justo Sierra, Juárez: su obra y su tiempo (1906), donde se problematiza la figura del héroe.

Como se indicó más arriba, en el giro metodológico que presenta el segundo capítulo
–que renueva la mirada sobre
el objeto de estudio– reside en gran parte la originalidad del libro. La autora destaca en este punto que su objetivo es superar una visión restrictiva de la retórica, concebida como forma de manipulación, para pensarla como un acto de persuasión. Desde esta perspectiva, se abren algunas reflexiones e interrogantes. En primer lugar, la que podría articular el discurso panegírico con una temporalidad que marca las permanencias a lo largo del siglo analizado. Al construir un estereotipo simple puede resultar más difícil reconocer las variaciones diacrónicas registradas en el primer capítulo. En segundo lugar, la tipología específica del modo judicial plantea el problema acerca de cómo diferenciar la persuasión de la manipulación. ¿Existe entre ambas una diferencia de grados o se trata de una diferencia cualitativa? Finalmente, los tres modos retóricos pueden asociarse al concepto de “usos políticos del pasado”. En todos los casos analizados se observa un uso del pasado, en función del presente o del futuro, con diferentes grados de instrumentalización. Los fragmentos que se recuperan y cómo se los recuerda están definidos por la identidad que asume un colectivo. Es decir, se seleccionan ciertos atributos del héroe para fijar identidades nacionales o políticas y en ninguna de las expresiones analizadas se hace referencia a una operación historiográfica crítica para establecer una distancia con el pasado.

El libro se cierra con un análisis de los componentes estéticos del culto a Juárez, centrado en dos obras: el mármol del Mausoleo a Juárez en el Panteón de San Fernando y la Cabeza de Juárez ubicada en una zona marginal de la Ciudad de México. Ambas se inscriben dentro de la categoría de “lo sublime”, elaborada por Immanuel Kant y Edmund Burke. En este tercer capítulo estamos ante monumentos diferentes a los analizados en el resto del libro: la figura del héroe se diluye y resulta difícil descifrar el sentido y significado que se le atribuye. Son objetos grandes e inconmensurables que involucran la idea de trascendencia y buscan conmover al espectador. El mausoleo es una obra que recurre a la práctica del simulacro para simular la presencia del héroe fallecido y de esta manera infundir sentimientos de horror y dolor en el espectador. La cabeza de Juárez, a diferencia del mausoleo, no se consolidó como un emblema de patriotismo nacional. Se trata de una obra de formas rígidas que se encuentra abandonada y en la que la fealdad funciona como catalizador de lo sublime.

El recorrido por El culto a Juárez, plasmado en una narrativa clara y precisa, ofrece significativos aportes a diversos campos disciplinares, al entrelazar variados registros y metodologías. Representa, además, una valiosa contribución para la historiografía mexicana como asimismo para las desarrolladas en otras latitudes. En este sentido, la obra de Rebeca Villalobos Álvarez lleva a pensar en proyectos de largo aliento, de carácter comparativo, sobre los diversos cultos que se construyeron en torno a los héroes en América Latina. Proyecciones que revisten importancia no solo en el espacio académico sino también en el terreno cívico. En un contexto en el que México celebra el Bicentenario de la culminación de la independencia, el libro invita a tener una mirada crítica en torno al culto de sus héroes patrios.

Camila Perochena

Universidad Torcuato
Di Tella



[1] Sandra Gayol, “La celebración de los grandes hombres: funerales gloriosos y carreras post mortem en Argentina”, Quinto Sol, vol. 16, nº 2, julio-diciembre de 2012, pp. 1-29.