Benedict Anderson,

Una vida más allá de las fronteras,

Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2020 [traducción de Horacio Pons
de la primera edición en inglés, 2016], 213 páginas

Todo estudiante de literatura argentina conoce el famoso pasaje de Borges en “El escritor argentino y la tradición”: “Gibbon observa que en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos; yo creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Alcorán, bastaría esta ausencia de camellos para probar que es árabe.” Es sabido que ni Gibbon hizo esa observación ni el Corán carece de camellos. ¿Por qué Borges tuvo esa ocurrencia? ¿Quizá porque quería engañar a su lector argentino? Si esas líneas ilustraban perfectamente su argumento –el lugar de nacimiento no debería determinar los temas de escritura–, el engaño solo podía sostenerse frente a un lector crédulo o empecinado en mantenerse ignorante. Acaso Borges se decía que pocos lectores se tomarían el trabajo de abrir el Corán, o incluso leer Gibbon, y que incluso menos lectores intentarían explorar el mundo en el que esos textos fueron producidos. Quizá intentaba sugerirle a su lector argentino que, si bien es importante entender la Argentina, también es fundamental entender lo que hay “más allá” –cuando menos para no dejarse engañar–.

Una vida más allá de las fronteras, de Benedict Anderson, es la autobiografía intelectual de alguien que compartió esa mirada del mundo. El título y algunos pasajes del libro pueden sembrar una cierta confusión: podría sospecharse que se trata del cosmopolitismo aristocrático de un viajero frecuente en los asientos de primera clase. Pero cuando se adentra en la autobiografía, uno descubre que el “más de allá de las fronteras” se refiere ante todo a una batalla de ideas: es la lucha constante de un universitario contra la división establecida del trabajo intelectual. Pensado para introducir el sistema académico americano a un lector japonés, este libro nos permite ver las tensiones, y también las convergencias, entre las dos orientaciones principales de la carrera de Anderson: teoría política y estudios de área. Anderson se destacó en ambos. Fue por un lado uno de los teóricos más importantes del nacionalismo, y los estudios sobre el tema siguen aún hoy marcados por los análisis de Comunidades imaginadas. Por otro lado, fue también –como dijo con cierto desprecio uno de sus colegas en la Universidad de Cornell– “básicamente una persona de los estudios de área” (p. 159). Investigador de la política, la literatura y el arte del sudeste asiático, en particular de Indonesia, Tailandia y Filipinas, Anderson dedicó la mayor parte de su obra a distintos países de la región. El hilo conductor de su autobiografía son sus reflexiones sobre esa doble orientación, y más en general sobre el modo en que instituciones universitarias, acontecimientos políticos o simples contingencias de la vida dieron forma a su trayectoria intelectual.

La formación de Anderson no presagiaba necesariamente una inclinación a estudiar sociedades alejadas de Europa o de América del Norte. Cuando en 1958 llegó al departamento de gobierno de Cornell como docente asistente, solo tenía un diploma en letras clásicas de la Universidad de Cambridge, un bachillerato en el Eton College y algunas experiencias frustradas con las ciencias económicas. Nada de todo esto era en sí una puerta de salida del eurocentrismo típico de la educación británica de élite. De hecho, no había ido a Cornell para dedicarse al sudeste asiático, sino para dar clase de ciencias políticas. Su apertura al mundo extra-europeo estaba ligada a otras experiencias. En parte tenía que ver con su historia familiar: nacimiento en Kunming al sudoeste de China, padre empleado del Servicio de Aduanas Marítimas Chinas, madre lectora y atenta a la educación de sus hijos, biblioteca doméstica con los grandes clásicos de la literatura china y japonesa. Su familia ya lo había preparado para pensar el mundo más allá de Europa. Pero su curiosidad por Asia no habría dado frutos si Cornell no lo hubiera puesto en relación con su director de tesis, George Kahin, uno de los principales historiadores de Indonesia en esos años. Cuando Anderson llegó a Cornell a fines de los ‘50, el departamento de gobierno estaba organizando un programa de estudios del sudeste asiático, y Kahin era una figura central en ese marco. Cautivado por su estatura intelectual y sus compromisos políticos, Anderson decidió tomarlo como tutor, y esto le abrió las puertas del campo de estudio. El vínculo con Kahin fue quizá el hecho más decisivo de su carrera. Las investigaciones doctorales que emprendió bajo su dirección, y que culminaron con la publicación de Java in a Time of Revolution (1972), fueron el primer impulso de una carrera dedicada en su mayor parte a los “Southeast Asian studies”.

Como es sabido, los “area studies” no eran un fenómeno específico de Cornell. La autobiografía cuenta cómo este tipo de “estudios” se desarrollaron en los Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial, a principios de la Guerra Fría, cuando diferentes instituciones norteamericanas sintieron la necesidad de entender el mundo. Hasta ese entonces, los principales informantes de Asia y el Sudeste asiático habían sido misioneros y funcionarios coloniales, y una buena parte de los especialistas instalados en Europa o en los  Estados Unidos utilizaban ese conocimiento para trabajos de literatura y filología. Como estas prácticas no estaban a la altura de las nuevas necesidades geopolíticas, sobre todo en el contexto de la rivalidad política y militar con la Unión Soviética y la República Popular de China, el saber sobre el “mundo exterior” se reorganizó bajo la forma de estudios de área. Estos estudios tenían un objetivo diferente de sus predecesores: se trataba de generar un conocimiento experto de la política y la sociedad de Asia, África y América, en especial de los lugares de importancia estratégica, y de ofrecer una mirada informada sobre distintos aspectos de cada región. Las ciencias sociales se ponían al servicio de un campo interdisciplinario de estudios. De este modo, a partir de definiciones geográficas basadas en intereses geopolíticos, necesidades prácticas y representaciones geo-culturales, los “Chinese studies”, “Japanese studies” y “Southeast Asian studies” se desarrollaron a toda velocidad (y en muchos casos empezaron a incidir en la reformulación de los campos de estudio en los países europeos). Instituciones como la Ford Foundation y la Rockefeller Foundation, grandes impulsores de “area studies”, pusieron a disposición fondos considerables, y distintas universidades comenzaron a organizar programas, formar bibliotecas, contratar personal competente y sobre todo formar estudiantes. Los estudios del sudeste asiático de Cornell, como los de Yale, se crearon en este proceso, y la guerra de Vietnam mantuvo el vigor del campo hasta mediados de los años ‘70.

Anderson llegó a Cornell en ese momento clave en la historia estadounidense del saber sobre Asia, y por esta razón el relato que hace de esos años tiene interés tanto para la historia como para la crítica de las ciencias sociales. Para su historia, porque permite entender el contexto en que emergieron los “estudios de área”; para su crítica, porque Anderson no duda en explicitar los problemas intrínsecos a estos campos de estudio. Anderson es en efecto ambivalente con respecto a su campo. Por un lado, el enfoque en un “área” lejana significó para él una fuente de saberes novedosos y una apertura hacia el mundo exterior. Kahin y sus colegas habían organizado un programa sólido, con investigadores formados tanto en ciencias sociales como en la lengua e historia de las regiones estudiadas, y la atmósfera intelectual que crearon resultó ser particularmente estimulante para Anderson. El carácter interdisciplinario del estudio “de área” le procuró además una libertad ausente de los estudios “disciplinarios”: no solo podía elegir con pragmatismo distintos enfoques y métodos, sino que podía permitirse mirar las disciplinas “desde afuera”.

Por otro lado, el contenido “de área” del programa planteaba precisamente un problema de fronteras intelectuales. El concepto de “sudeste asiático” tendía no solo a borrar la heterogeneidad de los países en cuestión, sino también a crear barreras artificiales entre fenómenos interconectados. Como señala Anderson, es difícil entender la realidad de las naciones de la región –en gran parte surgidas de la descolonización de los años ‘40 y ‘50– si no se estudia también el Este y Sur asiáticos (en especial China e India) y las antiguas metrópolis coloniales (Gran Bretaña, Francia, el Imperio español o los Estados Unidos). A esto se agrega la asimetría implícita en la definición de las áreas: mientras la historia de Tailandia o Indonesia son ante todo “estudios de área”, la historia y sociología de Europa o Estados Unidos –incluso cuando se los considera como “áreas”– son simplemente “historia” y “sociología”. Anderson intentó escapar a estas limitaciones. Su obra no solo aprovecha lo mejor de los estudios de área, sino que quiebra también el marco artificial que las “áreas” suelen imponer a sus investigadores.

Es indudable que las condiciones privilegiadas de la Universidad de Cornell, y más en general las redes intelectuales en las mejores universidades americanas y británicas, fueron centrales en la formación doctoral de Anderson durante los años ‘60. Su departamento le ofrecía no solo una cierta proximidad con sociólogos, politólogos, historiadores y filósofos, tanto de “área” como de “disciplina”, sino también una comunicación cotidiana con investigadores y estudiantes provenientes de todos los países del sudeste asiático. Esa atmósfera intelectual marcó sus trabajos. Sus reflexiones antropológicas sobre Java, que empezaron a desarrollarse en los años ‘60, fueron un claro resultado de discusiones, lecturas y contingencias que tuvieron lugar en Cornell y en medios universitarios americanos y británicos. Anderson relata por ejemplo cómo un día escuchó a Allan Bloom decir que Grecia antigua no tenía un concepto equivalente al de “poder,” cómo eso le sugirió la idea de investigar el concepto de poder en Java, y cómo poco después tuvo la posibilidad de comentar la observación de Bloom con Soemarsaid Moertono, historiador de Indonesia que en ese entonces era su compañero de estudios (p. 125). Fue también en esos años que Anderson se familiarizó con los trabajos de Clifford Geertz. Figura central de la antropología cultural y gran especialista en Indonesia, Geertz había sostenido una discusión pública sobre la “racionalidad” específica de la política indonesia, y Anderson había seguido con atención el debate. El resultado fue “La idea del poder en la cultura javanesa”, que Anderson publicó en 1972 en un libro editado por Claire Holt, y que significó un paso importante en la orientación antropológica de una parte de su obra. (Clifford Geertz, que leyó el texto antes de su publicación, figura en los agradecimientos.)

El mundo intelectual angloparlante continuó marcando la obra de Anderson más allá de sus primeros trabajos. En la década de los ’70 se alejó progresivamente de sus reflexiones antropológicas –signadas en sus palabras por un cierto “nacionalismo indonesio-javanés” (p. 124)– y una vez más los debates de Cornell, Cambridge y otras universidades le permitieron reorientar sus investigaciones. Anderson identifica tres fuentes de inspiración durante esa década (pp. 128 y ss): su amistad con James Siegel, discípulo de Geertz, los estudiantes del programa de estudios sud-asiáticos y sus contactos con los círculos de la New Left Review gracias a su hermano Perry. La New Left fue central en su evolución intelectual. Comunidades imaginadas (1983) es precisamente una defensa crítica de las tesis de Tom Nairn, miembro de la New Left, contra los ataques de un “marxismo clásico” representado por Eric Hobsbawm. El objetivo de Anderson, en convergencia con el de Nairn, era revalorizar el rol del nacionalismo en la historia, y sobre todo entender aspectos de la nación que en su opinión el marxismo clásico, y también el liberalismo, habían impedido abordar con imparcialidad (pp. 134 y ss). La New Left formaba parte del trasfondo intelectual de esta discusión.

Ahora bien, si los debates del mundo angloparlante forjaron el marco argumentativo de sus trabajos, Anderson despeja toda duda sobre lo que constituyen los hitos centrales de su formación intelectual: trabajo de campo, aprendizaje de lenguas y activismo político en su “área” de estudio. Es innegable que su obra se inscribe en las discusiones del marxismo universitario o de la antropología cultural americana, pero sus temas y problemáticas descansan ante todo en sus largas experiencias en Indonesia, Tailandia y Filipinas. El peso de esas experiencias no se deja sentir únicamente en el modo positivo con que su obra aborda los nacionalismos anti- y post-coloniales. Su autobiografía deja en claro que sus actividades políticas en el Sudeste asiático, en particular en Indonesia, como los itinerarios intelectuales que esas actividades lo obligaron a seguir fueron el motor principal de sus investigaciones. Según explica, si en 1972 el régimen de Suharto no lo hubiera expulsado de Indonesia por su coautoría del llamado “Cornell paper” (en el que analiza las causas del intento frustrado de golpe de Estado en 1965 y el asesinato de cientos de miles de comunistas indonesios), y si la imposibilidad de volver a Indonesia no lo hubiera obligado a trabajar sobre Tailandia, Anderson quizá nunca habría salido de Java, nunca habría conocido otro país de la región, nunca habría aprendido otras lenguas y nunca habría tenido la idea de comparar sus objetos de estudio. Comunidades imaginadas, nos dice, nunca habría visto la luz.

La autobiografía intelectual de Anderson nos permite no solo entender el contexto de producción de su obra, sino también explorar la historia de la segunda mitad del siglo xx (y la primera década del xxi) a partir de la perspectiva de un intelectual cosmopolita. Si su vida estuvo “más allá de las fronteras”, no fue únicamente por razones geográficas. El “más allá” fue para Anderson una actitud: era la conciencia de que toda frontera, nacional o epistémica, no es sino un tipo de frontera social, y que nada impide deshacerse de ella cuando frena el conocimiento. Anderson ilustra su idea con una fábula thai e indonesia. Es la historia de una rana que vive bajo una cáscara de coco y que ve en su guarida el límite mismo del universo. El uso que hace de la fábula es algo desafortunado, porque tal como figura en el primer capítulo, pareciera sugerir que el que no viaja está condenado a ser limitado y provinciano. Si ese es el sentido que quiso darle, podríamos responderle que no todos tienen la posibilidad de salir de la cáscara de coco. Que no todos pueden viajar por el mundo o estudiar en Cornell. Pero si la reinterpretamos a la luz de su trayectoria intelectual, la fábula de la rana nos deja quizá una lección diferente: nos dice que nada nos obliga a imaginar que el universo se limita a nuestra cáscara, y que si bien la experiencia se reduce a un tiempo y un espacio, el saber puede desplazar los límites e ir más allá. Este es en todo caso el sentido de su autobiografía.

Pablo A. Blitstein

École des Hautes Études
en Sciences Sociales