Camille Creyghton,
Résurrections de Michelet. Politique et historiographie en France depuis 1870,
París, Les Éditions de l’ehess, “En temps & lieux”, 2019, 379 páginas
“Que la parte que me toque en el porvenir sea, no haber alcanzado, sino señalado el fin de la historia, dándole un nombre que todavía nadie le había dado. Thierry la llamaba narración y Guizot, análisis. Yo la he llamado resurrección, nombre que mantendrá.” Tal es el célebre pasaje del prefacio dedicado a Edgar Quinet que Jules Michelet (1798-1874) escribió para El Pueblo en 1846 y donde, con la exaltada convicción de quien aún vacila, instituye el semantema medular de su historiografía. Es la época en que Michelet se emancipa de los círculos políticos liberales y se convierte en un republicano anticlerical, de tal modo que, tras la proclama conceptual, se cierne, sin duda, su oposición al régimen de Guizot, oposición que lideraba, justamente, con Quinet. Casi rivalizando con el mismo denuedo, tal es el término que elige la historiadora Camille Creyghton para interpelar al espectro del “santo patrono” de la historia francesa: una obra que nos permitimos denominar tanatografía puesto que, más allá de cualquier presupuesto biográfico o hermenéutico, lo que aquí propone la autora es una historiografía de las representaciones póstumas de Michelet, es decir, de las invocaciones, los empleos y las reconfiguraciones tal como han circulado en el espacio francés desde el exacto momento de su muerte en 1874 hasta la actualidad.
Precisamente, no estamos aquí ante la clásica recepción de una obra. Creyghton explora, en realidad, la manera en que, del cadáver a la efigie, las representaciones de Michelet han rondado por el espacio público durante más de un siglo, dejando a su paso mareas de legitimación, consagración o vituperio en el agitado universo político francés y en su historiografía, no menos convulsa. Con la excepción de la entrada sobre Michelet que Pierre Nora escribió para La nouvelle histoire en 1978, resulta difícil imaginar en la historiografía francesa algún genuino precedente para este tipo de perspectiva “póstuma” sobre un historiador, ausencia que también responde al lugar de excepción que ocupa Michelet en el imaginario popular francés, posiblemente, el único pasible de un tratamiento semejante. Tras los célebres retratos de Gabriel Monod (1875) y Daniel Halévy (1928), se han publicado diversas biografías, pero, en su mayor parte –salvo, quizás, el estudio de psicohistoria de Alfred Mitzman (1990)–, no han evitado frecuentar la gesta celebratoria: los trabajos de Éric Fauquet (1990), Paul Viallaneix (1998) o Paule Petitier (2006) tomaron esa dirección. Tampoco han faltado las obras colectivas que escogieron la posteridad como objeto de análisis, tal el caso, por ejemplo, de Michelet cent ans après (1975) dirigida por el propio Viallaneix (recordemos, su principal especialista francés y editor científico de sus obras), o de Michelet entre naissance et renaissance, 1798-1998, publicada en 2001 bajo la dirección de Simone Bernard-Griffiths. Sin embargo, ninguna de ellas escapa a la lógica del homenaje, a la idea de influencia o a la transmisión de un legado. Si bien también invocan, de algún modo, la resurrección de los muertos (tal como lo hace cualquier biografía), difícilmente le dediquen a la incidencia política e historiográfica de las representaciones póstumas mucho más que un capítulo o un artículo disperso y, por lo general, siempre en términos de recepción apacible. En la obra de Creyghton, por el contrario, la práctica de la lectura se convierte en una contienda de resistencia y manipulación: los protagonistas de Résurrections de Michelet son, en realidad, su viuda, los actores del variopinto escenario político y el auditorio múltiple de su obra, sobre todo, la comunidad de historiadores. En este sentido, el libro negocia –y mucho– con los estudios sobre la memoria, a tal punto que, en su conjunto, casi podría considerarse una suerte de desprendimiento crítico de Les lieux de mémoire, filiación donde la figura de Pierre Nora aparece nuevamente.
Sin embargo, hay en Creyghton una intención por trascender esa instancia y, muy lejos de cualquier reverencia épica, su objetivo es trazar estas experiencias de apropiación mediante un mecanismo híbrido de historia política, intelectual y cultural. A este respecto, existe un trabajo que también ha contemplado un programa similar por cuanto participó en este espíritu preciso de resurrección y configuración histórica a partir de representaciones “póstumas”. Nos referimos a Le mythe de croisade (1956), la colosal obra de historia cultural, intelectual e, incluso, de las mentalidades, donde Alphonse Dupront reconstruía todo aquello que perduró de las cruzadas en el mundo occidental a partir de fines del siglo xiii cuando se interrumpieron definitivamente las expediciones cristianas a Jerusalén y Tierra Santa. En el ámbito historiográfico argentino, la figura de Sarmiento –en ciertos aspectos, consonante con la de Michelet (y, por este motivo, también pasible de un análisis afín)–, fue investigada por Elías Palti en 1991 tras destinar el primer capítulo de Sarmiento, una aventura intelectual (luego reescrito en 1997 como artículo para abrir el primer número de Prismas) a la “controvertida trayectoria póstuma” del “pretexto Sarmiento” mediante una serie de interpretaciones políticas e historiográficas que llegaban hasta José Luis Romero para luego confrontar esas tradiciones con la propia obra sarmientina. En todo caso, lo que en verdad cuenta según explica Creyghton no es tanto el grado de recuperación certera o equívoca que la posteridad haya efectuado con la obra y la figura micheletiana, sino el modo en que “fabricó” la canonización de un historiador del siglo xix con el fin de convertirlo en el modelo señero de moralidad, educación pública e historia profesional que la república francesa necesitaba. Y todo ello en aras de prescribir una cultura histórica, establecer un programa político, forjar un mito historiográfico, convalidar nuevas metodologías en la disciplina y, en definitiva, construir una memoria colectiva nacional. Así pues, para llevar a cabo este proyecto, la autora organiza su obra en ocho capítulos en los cuales experimenta con diferentes tipos historiográficos, decisión que la conmina, inevitablemente, a tejer esta pluralidad de tramas y escaladas fácticas a través de un relato que tiene mucho de intriga. No obstante, conviene reconocer desde ya que esta estructura más bien atañe a los primeros seis capítulos, donde no solo se concentran los principales nudos conflictivos de las diferentes “resurrecciones”, sino también los elementos más innovadores de su análisis histórico.
Todo comienza con la disputa testamentaria entre su joven viuda, Athénaïs Michelet, y el yerno del historiador, Alfred Dumesnil, altercado que continúa con el lugar previsto para la sepultura y el carácter que tomarían las exequias. Este litigio, que la opinión pública podía seguir cual folletín en los periódicos, se convirtió en la herramienta política de los republicanos y conservadores que, oportunamente, apoyaron una u otra posición en función del rédito que la figura pública de Michelet podía proporcionarles. Un juego de espejos que sentará el modelo para las sucesivas reapropiaciones políticas del historiador. Para narrar esta crónica, la autora recurre a ciertas líneas de la historiografía de la muerte junto con la política de las conmemoraciones, operando una puesta en escena cautivante que nunca depone ni olvida el rigor interpretativo. Otra de las polémicas centrales remite a los derechos de la obra de Michelet, para lo cual Creyghton anuda de forma muy original elementos de historia de la edición con los de historia de género. Allí, la autora rehabilita el papel fundamental y oculto que tenían Athénaïs en particular y las mujeres en general en la producción histórica de aquella época cuya práctica era esencialmente familiar y “se hacía en casa”, asistida por un reparto de tareas en que las esposas no solo transcribían, sino que también escribían, editaban y consultaban archivos para sus maridos historiadores. Recordemos que a las mujeres se les permitía ser historiadoras “públicas” solo si se abocaban a géneros “menores” como la difusión popular o la divulgación. Y de allí se derivan numerosas cuestiones de gran importancia, entre las cuales, los procesos de autenticidad y adaptación de la mítica Histoire de France para la educación primaria colocan la obra de Michelet en primer plano. Por otra parte, el espinoso proceso de canonización de su figura por Gabriel Monod –quien, junto con Athénaïs, ha sido quien más hizo por mantener viva su obra– se convierte en todo un dilema: ¿cómo avenir un padre fundador que hizo de la emoción romántica una técnica inherente a la compulsa documental con el tipo de historiador que requería una disciplina objetiva y desapasionada?
Pese a las resistencias de Charles Seignobos, la construcción –harto ficticia– de un Michelet solitario, merodeando por las oscuras galerías de los archivos en busca de una huella que le suministrase al pasado francés toda su gloria, devino, para la escuela metódica, una clave del profesional “objetivo” que también contribuía a la educación histórica de la nación. Y aquí Creyghton realiza otra magnífica aleación entre cultura política e historiográfica que extiende a la controversia en torno de la legendaria Historia de la Revolución francesa micheletiana, a la conversión de su figura en virtual dreyfusard y a la fastuosa conmemoración de su nacimiento en 1898, todo un suceso que gestionó el Estado nacional y el municipio parisino con una exaltación republicana tal que el mito del “biógrafo de la nación” llegó a su punto de inflexión. Esta línea de análisis continúa con las posiciones de rechazo a su imagen que adoptaron los nuevos nacionalistas –sobre todo, Maurice Barrès y Charles Maurras–, la cual sirvió de contrapunto para execrar el discurso republicano, elevar a Fustel de Coulanges al rango de historiador nacional por oposición al propio Michelet y para, o bien convalidar en su obra un proyecto católico, o bien bautizarlo como historiador protestante. En este punto, el culto a Juana de Arco, cuyo imaginario encontró en la obra micheletiana su popularización más edificante, también se convertirá en objeto de combate y encarnación del patriotismo. Tras la muerte de Monod y a través de Henri Hauser, Louis Halphen, Ernest Lavisse o Charles Péguy, la referencia a Michelet volverá al ruedo con la querella sobre la profesionalización del oficio. Pero también cobrará nuevo relieve cuando se vea “movilizado” tras el estallido de la Gran Guerra y termine convertido en el emblema de un comité de propaganda antialemana hasta 1930. Pues bien, hasta aquí, la periodización escogida por Creyghton para estos primeros seis capítulos manifiesta con suma claridad cuándo se produce la mayor densidad traversière de la figura micheletiana, un momento conceptual cuya espesura se extiende entre los años 1870-1930 y alcanza su ápice en 1898. En este sentido, Résurrections de Michelet se afana por recuperar un movimiento intelectual decimonónico, y es allí donde ancla sus mayores logros.
Con todo y pese al interés de la autora por recobrar una deriva secular de representaciones póstumas, lo cierto es que, sumadas las pocas páginas del postfacio en donde intenta acercarse a las décadas más recientes, solo destina los dos últimos capítulos al siglo xx, siglo que aborda como secuela demasiado forzosa del anterior y bajo el cual aquel sigue subsumido. Asimismo, los saltos temporales se vuelven más acusados, motivo por el cual la cadencia narrativa empleada en un principio se disuelve y se resuelve con varios atajos. El primero de ellos y, tal vez, el más logrado –en parte, por todo lo que, justamente, aún conserva del siglo xix– remite a las estratégicas apropiaciones que Lucien Febvre realizó de la obra de Michelet antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Esta “resurrección” –que sigue como una sombra, retomando una vieja tesis de Hans-Dieter Mann (1971), los pasos de Monod– tiene por objetivo la legitimación de la nueva política científica propiciada por los Annales, la consolidación del campo epistemológico de la historia en el concierto de las ciencias sociales y la resistencia cívica durante la escabrosa época de la Ocupación alemana. Resulta particularmente interesante el modo en que Creyghton muestra cómo Lucien Febvre borró la huella del Michelet entronizado por la escuela metódica para convertirlo en un exclusivo referente de la “historia-problema” y apeló en reiteradas ocasiones al posesivo notre para enraizar el lazo “familiar” que su generación debía mantener con aquel, ya no padre, sino “nuestro abuelo” fundador. Además, es muy revelador lo que ocurre entre los años 1942 y 1944 en plena Ocupación, cuando Febvre reforzó su mimetismo patriótico con Michelet al dedicarle dos de sus cursos en el Collège de France en claro desafío al régimen nazi.
Pero tras la muerte de Febvre, Résurrections de Michelet se convierte en otro libro. A partir de la segunda parte de este séptimo capítulo, el registro sufre una súbita modificación que se decanta por un horizonte de recepción mucho más convencional. Creyghton examina rápidamente dos nuevas escaladas de apropiación: por un lado, la que llevó a cabo, tras un desinterés relativo por parte de Fernand Braudel, la nouvelle histoire con el redescubrimiento de la obra La bruja (1862) bajo el liderazgo de Jacques Le Goff y, por otro lado, el lugar que le cupo en el conflicto que se desató en torno de la Revolución francesa entre la “vulgata jacobina” y el “revisionismo”. Es de lamentar las pocas páginas que Creyghton le dedica a estos usos, en particular, porque, tal como ella misma lo señala, los años 1970 asistieron a todo un renacimiento de la figura micheletiana, casi comparable al de 1898. Finalmente, en el último capítulo, regresamos una vez más al clima de la segunda posguerra y nos encontramos con un proceso paralelo de apropiación, pero en otro campo: la paulatina despolitización de la imagen micheletiana a partir de su figura como un escritor casi balzaciano, sobre todo, a través de la obra de Roland Barthes, Michelet par lui-même (1954). Sin embargo, esta despolitización –en nada extraña al tipo de resurrección micheletiana que practicaron los historiadores de la nouvelle histoire– se convierte en manos de Creyghton en una arriesgada fusión de método y objeto que apenas permite distinguir, precisamente, cuán político ha sido aquel proceso. Asimismo y a juzgar por los vínculos de Barthes con Annales, quizás hubiera sido deseable alojar su obra, pese a sus notables diferencias, en el capítulo anterior. No olvidemos que el propio término “resurrección” fue tan caro al discurso barthesiano como al del propio Le Goff. Por otro lado, esta verdadera empoetización coincidirá con la publicación de su Journal íntimo entre 1959 y 1976, atiborrado con detalles escandalosos que amenazaron con desgarrar los cimientos de la efigie. Con sincera turbación, en aquel momento se creía que su figura perdería fuste hasta desvanecerse y así lo confesaba Barthes con pesar en 1974, “Michelet no está de moda”. Un presagio que, desde luego, nunca se cumplió. Solo con sobrevolar la introducción de la reciente Histoire mondiale de la France, dirigida por Patrick Boucheron (2017) y pese a los reparos necesarios que exige la historia global, allí observamos que Michelet sigue trabajando cual diligente labriego en la legitimación de cualquier experimento historiográfico. Finalmente, tras la lectura “gaullista” que André Malraux imaginó de Michelet y su conversión por Gaëtan Picon en “marcusiano” bajo el Mayo francés, la obra culmina con una actualización de las principales ediciones críticas de la obra y un amable recorrido por sus especialistas actuales, una cortesía ineludible por parte de la autora hacia un círculo micheletiano que, seguramente, leyó con monóculo severo esta audaz y fascinante deconstrucción de un historiador que sigue siendo, tanto para ellos como para todos los franceses, aún hoy, un verdadero relicario.
Andrés G. Freijomil
Universidad
Nacional
de General Sarmiento