Dominique Kalifa (dir.),
Les noms d’époque. De “Restauration” à “années de plomb”,
París, Gallimard, 2020, 352 páginas
La práctica de la periodización siempre ha sido una operación consustancial al trabajo del historiador: hacer historia es, necesariamente, periodizar, componer la temporalidad de un cuadro narrativo o descriptivo a partir de una disposición cronológica que logre darle un horizonte de identidad e inteligibilidad al objeto explorado. Este tipo de segmentación corresponde, en principio, a criterios empíricos ad hoc, pero que luego se integran en el marco de un período cuya cesura pedagógica –aunque intente no convertirse en un esencialismo epocal– funciona como un reto para el historiador: tras asumir esa periodización ya consensuada, siempre la remata, de un modo u otro, interpelando aquellos límites prefijados. Pero la conservación de las divisiones en períodos relativamente inalterables y operativos –ya sea la cuatripartición canónica del mundo europeo, el corte secular, o bien la periodización que cada tradición nacional normaliza para su pasado histórico– mantiene, indudablemente, su propia inercia. Esto se debe a que su preservación garantiza no solo la integración del objeto en una escala que permite superar el parroquialismo del caso particular, sino también la comunicación y el contralor científicos de la investigación y, en definitiva, la legitimación de proyectos y espacios de formación académica que esas mismas parcelas temporales de especialización tienden a reproducir. Tal es, en suma, el escenario al que debe enfrentarse todo historiador cuando practica esta orfebrería temporal y tal es la primera lección que arroja Les noms d’époque: ninguno de los períodos que asumimos como tales ha subsistido sin una profunda intencionalidad política detrás y allí está la historicidad de sus nombres para corroborar, más allá de sus orígenes nominales, dónde reside su capacidad expansiva y coercitiva. Así, a medio camino entre la historia conceptual e intelectual de la historiografía, esta obra se propone desnaturalizar una serie de catorce épocas de la historia europea desde 1815 a través de su genealogía onomástica y, a este respecto, se trata de una doble contribución que atañe tanto a la historia de las nominaciones epocales como a la historia contemporánea, entendida esta en su acepción francesa, es decir, a partir de 1789.
La obra dirigida por Dominique Kalifa se inscribe con cierta incomodidad en una vasta tradición reflexiva de periodizaciones históricas. Si nos ceñimos solo al siglo xx y a los historiadores de oficio que han hecho de las tramas epocales un motivo explícito de objetivación historiográfica, debemos decir que Johan Huizinga, Oscar Halecki, Otto Brunner, Eugenio Garin, Delio Cantimori y, sobre todo, Krzysztof Pomian, le han dado a la cuestión, en el marco de coyunturas muy disímiles, un puntal de gran agudeza, pero, por lo general, reformulando esquemas de interpretación que no franqueaban los límites de un acervo tradicional de nominaciones y que, en algunos casos, pactaban con lógicas de sucesividad muy propias de la filosofía de la historia. A partir de fines de los años 1980, tras la ruptura que supuso la caída del Muro de Berlín, la disolución de la urss y el impacto simbólico del inminente cambio de milenio, la naturaleza de las periodizaciones pareció despertar un nuevo interés. En el ámbito de la historiografía francesa, el coloquio organizado en París por la Asociación “Histoire au présent” en 1989, titulado Périodes. La construction du temps historique (y publicado un año después en la revista Sources) abrió el camino para obras muy fecundas como Trahir le temps (1991), de Daniel Milo, La invención de la Edad Media, de Jacques Heers (1992), Les historiens et le temps (1999), de Jean Leduc y, en 2014, el opúsculo de Jacques Le Goff titulado ¿Realmente es necesario cortar la historia en rebanadas? En su conjunto, se trata de estudios cuyo rasgo en común es el corte artificial que implica todo trazado temporal, el carácter simbólico de su validez y los reduccionismos que suele convocar. El título de la obra de Le Goff ha sido, en este sentido, harto elocuente y, mucho más, la manera en que Heers titulaba la suya en el original: Le Moyen Âge, une imposture. Y a ello cabe agregar el sesgo etnocéntrico de las periodizaciones europeas las cuales han pretendido imponer una falsa universalidad más allá de su territorio que, a partir de los estudios poscoloniales, comenzó a discutirse abiertamente. Rasgos, en suma, que no solo problematizan la puesta en uso de la periodización, sino que, directamente, la perciben como un inconveniente. Ante tal estigma, Les noms d’époque intenta desmarcarse de esa percepción. Lejos de la típica discusión sobre sus riesgos, la introducción de Kalifa, titulada “Dénommer l’Histoire”, se presenta como el rotundo manifiesto de una técnica que ya no requeriría de ningún alegato culposo, ni tampoco subyugar su existencia a la simple divulgación, el relato simpático o el colector de manual. Más allá de cualquier debate, las periodizaciones son necesarias e inherentes al oficio de historiador y cualquier disputa sobre su pertinencia epistemológica debe pasar a un plano diferente. En este sentido y a diferencia de los trabajos anteriores, si algo deja bien asentado esta obra es que las periodizaciones ya no solo son una práctica, sino un objeto autónomo de teoría historiográfica que debe responder a otro tipo de preguntas.
La primera de ellas consigna la necesidad de pensar los nombres epocales por una calzada transnacional. Recordemos que la obra se publica en plena hegemonía de la historia global, la cual, tras hacer del giro territorial su mejor baza, acabó, por vía negativa, impulsando la emergencia –o acentuado la visibilidad– del genuino lugar que la construcción temporal ocupa en la disciplina. De allí la vocación de Les noms d’époque por incorporar conceptos epocales que, si bien persisten en no huir de Europa y los Estados Unidos, al menos sí evitan cualquier endogamia francesa. En este sentido, solo dos capítulos aluden a términos específicamente franceses, Años negros (para la época de Vichy) y Treinta Gloriosos (para el período del Estado benefactor desde la segunda posguerra y hasta la crisis de 1973). Con todo, los capítulos dedicados a la unificación italiana con Risorgimento, a la industrialización y el imperialismo británico con Era victoriana, la Edad del Oropel, el nombre acuñado por Mark Twain para el período posterior a la Guerra de Secesión norteamericana, Transición y movida (el movimiento contracultural del posfranquismo) y Hora cero (la inmediata segunda posguerra alemana) dan buena cuenta de una apertura transnacional. Pese a ello, no deja de sorprender que Kalifa no mencione algunos antecedentes clave para esta obra como la Introducción a la historia contemporánea (1964) de Geoffrey Barraclough, quien renominó lo que en el ámbito anglosajón siempre han sido los “tiempos modernos” y, sobre todo, aunque no remita a la historia contemporánea, la obra pionera de Wallace K. Ferguson, The Renaissance in Historical Thought (1948), un extraordinario trabajo aún irreemplazable que representa uno de los pocos y verdaderos precursores para Les noms d’époque y que, además, cuenta con traducción francesa desde 1950. Cabe señalar, no obstante, que, en determinados aspectos, la historia global aún parece un lejano sueño en la historiografía francesa y allí está para demostrarlo una de las fuentes utilizadas por Kalifa para ilustrar un ejemplo de nombre epocal propio de América Latina. Entre otros, alude a Década Infame, término que “designa en Argentina los difíciles años (1930-1943) que preceden el acceso de Juan Perón al poder” y para el cual la única e inexplicable referencia que cita a pie de página es el volumen xii de la Historia Argentina de José María Rosa (1980). Salvo que se trate de algún pintoresco rescate del revisionismo histórico argentino –posibilidad que, desde luego, no cabe negar– y sin llevar demasiado lejos lo que no es más que un ejemplo fortuito en la introducción de la obra, tan solo digamos que ninguna historia será plenamente global hasta que la integración territorial de todas las áreas culturales sea realmente efectiva e igualitaria y el conocimiento de sus historiografías obedezca a una seria actualización bibliográfica.
En segundo término, Les noms d’époque también responde a la cuestión de las escalas de desajuste temporal que se operan al conectar dos áreas diferentes o las divergencias que se producen en el interior de ellas. Si bien la problemática del décalage ya contaba en Francia con antecedentes en Louis Althusser, Michel Foucault o François Furet, quien la ha teorizado mucho más sutilmente y la situó en directa relación con la temporalidad de las periodizaciones ha sido, sin duda, Reinhart Koselleck de quien Les noms d’époque es clara deudora. Como señala Kalifa, la perspectiva koselleckiana ha demostrado que las estructuras lingüísticas de las experiencias temporales no solo son indicadores de los cambios sociales, políticos y económicos, sino sus condiciones de posibilidad. En este sentido, tras el empeño del vendaval posmodernista en abatirse, sin éxito, sobre los cimientos epistemológicos de la disciplina, cabe reconocer que la obra koselleckiana representó una de las pocas en lograr que los historiadores vencieran, o al menos disminuyeran, sus prejuicios ante el giro lingüístico, posición que se vio favorecida en Francia por la paulatina traducción de sus trabajos más relevantes a partir de los años 1980, en coincidencia –y no por azar– con la coyuntura anteriormente señalada. Esta recepción habilitó nuevos caminos de investigación historiográfica, entre los cuales cabe señalar Regímenes de historicidad, de François Hartog (2003), una obra de clara prosapia koselleckiana que resulta, si bien en un plano de reflexividad diferente, inescindible de cualquier teoría de la periodización. En todo caso, la idea de “lo contemporáneo de lo no contemporáneo” tan cara a Koselleck se convierte casi en una técnica para abordar términos como Años de plomo, de origen cinematográfico y alemán, pero de una enorme polisemia y usos sincrónicos y diacrónicos transnacionales, o Primavera de los pueblos para las revoluciones europeas de 1848 y más allá.
Pero la inspiración koselleckiana no se detiene allí. Dominique Kalifa no solo aduce el interés que los nombres epocales deberían provocar en los historiadores, sino que también refuerza su identidad dotándolos con un nuevo concepto y ensayando un esquema de clasificación para el conjunto de los capítulos. Esto demuestra, una vez más, que con Les noms d’époque no estamos ante un gabinete de curiosidades onomásticas, sino frente a una valiosa teoría formal que busca abrirse camino en la historiografía contemporánea. Para ello, recupera explícitamente el término cronónimo, forjado por la lingüista suiza Eva Büchi en 1996 y que remite a “nombres temporales que no se contentan con identificar un período, sino que lo dotan con una nomenclatura temporal específica”. A su vez, de los innumerables sintagmas pasibles de ser incluidos en una obra como esta, el criterio elegido obedeció a que el cronónimo “fuese evidente o fácilmente comprensible y diera cuenta sin ambigüedades de un momento histórico conocido”, criterio que también lo acerca a una idea de “momento conceptual”, propia de la historiografía intelectual de lo político. En todo caso, la potencia de los cronónimos reside en “el poder de nombrar, reconstituir las relaciones de fuerza y los juegos de poder” de los nombres epocales, de allí la necesidad de “identificar a los posibles autores, individuales o colectivos, y de cuestionar la implementación social de las palabras, las luchas de sentido o de poder que realizan los actores sociales”. La idea de pensar esta operación como una “etimología social” permite recuperar, asimismo, su “sedimentación progresiva en la memoria nacional”, “su capacidad de traspasar otras lenguas” y la “desterritorialización en otras culturas”. Pero, como señalamos, Kalifa también ofrece una estimable tipificación para el conjunto. Por un lado, contamos con aquellos cronónimos endógenos y contemporáneos a los acontecimientos, contextos e interpretaciones que los generaron, como Restauración o Fin de siglo, y aquellos que proceden de una lectura retrospectiva del pasado histórico, como Edad de Plata (para el “fin de siglo” ruso y el apogeo de las vanguardias), Años locos o Entreguerras. La obra culmina con un epílogo de Kalifa donde reflexiona sobre la proliferación del prefijo post para referir una época como la nuestra, más bien vacía, que “denota nuestra incapacidad para nombrar nuestro tiempo y para imaginar lo que seguirá”. Sin embargo, tras el desconcierto que provoca la fugacidad del tiempo en una época para la cual aún resulta difícil encontrar en acrónimo adecuado, los fascinantes y sorprendentes laberintos semánticos de Les noms d’époque podrían ofrecer una clave.
Andrés G. Freijomil
Universidad Nacional de General Sarmiento