En busca del país de los crisantemos
Enrique Gómez Carrillo y las derivas de la guerra
ruso-japonesa
en la prensa porteña
Martín Bergel
Universidad Nacional de San Martín / Universidad Nacional de Quilmes / conicet
I
En uno de sus libros de memorias sobre la Buenos Aires de los primeros años del siglo xx, el escritor Bernardo González Arrili ofrece pistas acerca de las transformaciones que se habían operado en tiempo reciente en los temas de conversación pública urbana:
Contaban en casa que, antes de la revolución del 90, en las vidrieras de almacenes y fondas se acostumbraba a colgar las dos páginas centrales de El Quijote, semanario donde Sojo dibujaba sus caricaturas “de actualidad”. El dibujo era suficientemente ingenuo como para que todos le hallaran su doble o triple intención, concordara o no con el epígrafe en prosa o verso. La oposición al gobierno “del unicato” crecía con aquellos dibujos […] En los días estos de la calle Corrientes, “el unicato” era un recuerdo y el semanario festivo había dejado de aparecer en Buenos Aires, pero subsistía la costumbre de exponer en las vidrieritas de los almacenes de esquina y en las cantinas de la media cuadra, las hojas o tapas de las revistas ilustradas. El gusto del espectador gratuito había cambiado un tanto. Ya no sonreía con la cara deformada del político nacional; ya se habían dejado de lado las denominaciones zoológicas aplicadas a los principales actores de la política; ya Roca no era el zorro, ni Pellegrini la jirafa, ni Juárez un burrito; ahora el público debía amargarse enterándose de las tragedias lejanas […] Los muchachos veíamos aquellos dibujos coloreados con diferentes grados de interés. Difícilmente se nos convencía de la exactitud fotográfica de los grabados italianos, aunque nos llamaba un poco la atención ésta o la otra escena marítima o guerrera. Los episodios de la guerra anglo-boer siempre tuvieron su interés para chicos y grandes; volvieron a tenerlos los que se referían a la guerra ruso-japonesa.[1]
Aun cuando no todos los recuerdos del memorialista, nacido en 1892, brinden datos exactos (una versión remozada de la revista satírica Don Quijote, por ejemplo, seguiría apareciendo hasta 1905), dan no obstante una pauta general de un cambio sustantivo en la dinámica de la opinión pública urbana de Buenos Aires que hasta hace poco tiempo no había llamado la atención de los estudiosos. Durante el último cuarto del siglo xix, y en especial a partir de su última década, el ascenso de la comunicación telegráfica y el desarrollo a escala planetaria de agencias de noticias internacionales fomentaron una nueva lógica informativa que impactó de lleno en el vigoroso proceso de modernización que experimentaba el tejido de la prensa periódica en la ciudad. Desde entonces, todo diario de pretensiones debía indefectiblemente traer consigo columnas de “Telegramas”, la sección fija e impostergable que proveía novedades de cualquier parte del mundo ocurridas apenas el día anterior. Claro que ese complejo movimiento de aceleración de la conectividad mundial tuvo sus jerarquías internas y sus asuntos preferenciales. Como destacó Lila Caimari en un seminal estudio sobre los ritmos y los formatos que rigieron ese proceso, “el nuevo mercado de noticias de escala global otorgaba primacía a la noticia bélica”.[2] No es de extrañar que ello haya ocurrido así, considerando que durante el período que Eric Hobsbawm llamó la “era del Imperio” la extensión de las comunicaciones telegráficas tuvo uno de sus principales estímulos en las refriegas diplomáticas internacionales y en la avanzada de las empresas coloniales, al tiempo que, desde el ángulo del campo velozmente ensanchado de consumidores de noticias, las de guerra hayan despertado singular interés. Todo ello ayuda a explicar que, a la hora de evocar los sucesos “de actualidad” que recuerda de su niñez, González Arrili cite el impacto generado en Buenos Aires por los conflictos bélicos anglo-bóer (1899-1902) y ruso-japonés (1904-1905).
Es en relación a esta última conflagración que gira este artículo, que se detiene apenas en unas pocas facetas de sus vastas resonancias mundiales. En lo que sigue, examinaremos dos aspectos vinculados a la presencia en Buenos Aires de la trama noticiosa de la guerra entre Rusia y Japón: su lugar dentro del género de revistas ilustradas que despunta en el período, y sus efectos prolongados en la saga de crónicas de viaje que el escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo –entonces corresponsal del diario La Nación– envía desde ambos países, y que al cabo representarían el inicio de una de las relaciones más significativas entabladas por un intelectual latinoamericano con el “Oriente”.
II
A lo largo del siglo xx, y especialmente en su segunda mitad, la guerra que durante 19 meses enfrentó a Rusia y Japón en 1904-1905 despertó limitado interés retrospectivo. Opacada por las dos grandes conflagraciones mundiales que le siguieron, y silenciada por diversas razones en las memorias nacionales de los países contendientes, fue usual que en los recuentos históricos de los hechos salientes de la centuria fuera referida en pocas y apretadas líneas.[3] Esa ubicación subalterna fue profundamente revisada en sede historiográfica en ocasión de su centenario. Y si probablemente resulte exagerado el título de “Guerra Mundial Cero” a partir del cual quiso ser reposicionada,[4] es indudable que por sus ribetes espectaculares, y por los distintos resortes que punzó en distintas escalas y dimensiones, representó un conflicto de hondas repercusiones nacionales y globales. Por empezar, se trató del choque armado de dos países que habían entrado en fricciones a partir del despliegue respectivo de tendencias imperiales expansivas, en una zona que en las décadas siguientes sería escenario de disputas geopolíticas de relevancia mundial. Pero si en el caso del Japón su resonante victoria en la contienda exacerbó sus impulsos militaristas y sus ambiciones hegemónicas sobre una extensa área del Pacífico, en Rusia la guerra precipitó la crisis social y política de la monarquía zarista, estimulada en 1905 por episodios revolucionarios que presagiaban los que sobrevendrían doce años después. La debacle bélica rusa afectó además seriamente el balance de poder en Europa, y alentó las expectativas hegemónicas alemanas, en una deriva que no sin ambigüedades eclosionaría en 1914.[5] Por otro lado, la guerra ofreció una oportunidad a los Estados Unidos para ganar ascendencia en la región, a partir de su protagonismo en las gestiones de paz rubricadas con el Tratado de Portsmouth.
Pero fue en la opinión pública de los países colonizados de Asia y de algunos países de África donde los efectos planetarios de la guerra se harían notar más acusadamente. El inesperado triunfo militar japonés fue ubicado de inmediato como la primera victoria de un pueblo asiático (de “raza amarilla”) sobre un país al que desde el Oriente se asociaba con Europa, en un hecho que en plena era del Imperio ofrecía un desmentido práctico de gran caladura de las jerarquías culturales y de los estándares de civilización establecidos. En países como India, China, Afganistán, Egipto, Indonesia o Turquía, la resolución del conflicto fue recibida con alborozo, y despertó movimientos de opinión nacionalistas, anticolonialistas y/o panasiatistas.[6] En los años subsiguientes, Tokio se transformó en una meca para miles de jóvenes estudiantes e intelectuales chinos, musulmanes y de países del sudeste asiático, atraídos por la venturosa marcha modernizadora de la nación japonesa y el nuevo respeto del que gozaba en el firmamento internacional.[7]
Pero si el impacto trascendental de esta guerra es un hecho ahora reconocido, su carácter de “momento global” a menudo aparece escindido de las condiciones materiales que lo posibilitaron. Si su resultado causó conmoción, fue porque desde su inicio cada uno de sus episodios ocupó un lugar prominente en la telaraña informativa mundial de reciente conformación. El sorpresivo ataque de la flota japonesa al mando del almirante Togo Heihachiro a Port Arthur (entonces bajo dominio del zar) que dio inicio al conflicto el 8 y 9 de febrero de 1904, la caída de ese codiciado puerto tras largos meses de asedio el 2 de enero de 1905, o la decisiva batalla naval de Tsushima que a fin de mayo causó estragos en la escuadra marítima rusa, sellando su suerte en la contienda, fueron algunos de los eventos que a través de la comunicación telegráfica produjeron estupor en lectores de la prensa de ciudades de todos los continentes. Este último y definitorio choque, por caso, hizo que simultáneamente el kaiser alemán Guillermo II lo comparara con la célebre batalla de Trafalgar ocurrida justo un siglo antes, que el presidente Roosevelt lo llamara “el más grande fenómeno que el mundo ha visto alguna vez”, o que el futuro líder de la independencia de la India, Jawaharlal Nerhu, entonces un adolescente, se extasiara con las noticias recibidas en su ciudad de provincias. Como destacó Pankaj Mishra, “especulaciones exultantes sobre las implicancias del triunfo japonés llenaron las páginas de periódicos turcos, egipcios, vietnamitas, persas y chinos”.[8] Y las reacciones a los lances de la guerra no se limitaron a las élites. En Turquía, una ola de bebés recién nacidos recibió el nombre de Togo, en honor al repentinamente célebre almirante japonés.[9] Mientras que los ecos de Tsushima sorprendieron al líder nacionalista chino Sun Yat Sen de paso por el canal de Suez, donde fue espontáneamente agasajado por trabajadores egipcios que lo creyeron japonés.[10] En suma, las noticias de la guerra ruso-japonesa ofrecieron testimonio de la maduración de una esfera pública global que se veía inundada al unísono por los mismos acontecimientos. Pero si la historiografía recientemente ha puesto de relieve las reverberaciones de este conflicto especialmente en Asia, no han sido en cambio materia de análisis los modos en que sus hechos y figuras se introducían también en el comentario cotidiano de una bulliciosa capital austral del otro extremo del mundo.
III
Buenos Aires en efecto siguió con atención el compás de las escaramuzas bélicas de los mares del Pacífico norte, así como muchos de los debates que suscitaron en distintas latitudes. Por caso, nociones de circulación transnacional como la del “peligro amarillo” (popularizada en Occidente desde la guerra sino-japonesa de 1894-1895) se detectan con frecuencia en referencias de la prensa citadina. En cambio, el tópico de un “despertar del Oriente” que, como efecto del triunfo nipón, pudo augurarse ya en distintas plazas asiáticas que eran objeto de experiencias coloniales, en la Argentina y en América Latina solo se afianzaría al finalizar la Guerra del ‘14.[11] Sea como fuere, por un lapso de casi dos años el cada vez más robusto circuito porteño de periódicos martilló diariamente las novedades de la contienda, trayendo consigo en columnas fijas de las secciones de “Telegramas” un abigarrado menú de informaciones breves procedentes de diversas fuentes encabezado generalmente por el mismo gran título orientador: “La guerra rusojaponesa”.
Esa presencia sostenida del conflicto propició en las páginas de los diarios variadas inscripciones y derivas. Este artículo, en sus secciones finales, se adentra en una de ellas. Pero antes, detengámonos un momento en el espacio de las reyertas bélicas en las revistas ilustradas, ese otro tipo de órgano gráfico de gran popularidad en el período que (como veíamos al inicio a través del recuerdo de González Arrili) impactaba en el escenario urbano porteño. En años recientes, un conjunto de sofisticados trabajos se ocupó minuciosamente de reconstruir la historia pluridimensional de este género de publicaciones, en particular de los efectos asociados a las nuevas posibilidades técnicas de impresión industrial y masiva de imágenes que le otorgaron su sello distintivo. En ese sentido, la aparición en 1898 de Caras y Caretas, la revista insignia del nuevo formato magazine, supuso un quiebre en la trayectoria de la cultura impresa argentina, tanto por favorecer una profunda renovación de las relaciones entre imágenes y textos como por dar inicio de hecho a la era del fotoperiodismo en el país.[12] No obstante, ese conjunto de trabajos se inhibió de considerar un rasgo no menor de este tipo de publicaciones: a saber, el peso que tuvieron en sus páginas las novedades internacionales (empezando por las fotografías de acontecimientos ocurridos en parajes lejanos), una faceta deudora de la dinámica informativa global que se había asentado progresivamente desde el advenimiento del telégrafo. En especial, las alternativas de los grandes conflictos bélicos, suministradas cotidianamente por los periódicos, fueron para las revistas ilustradas una ocasión para destacar, de ese murmullo noticioso, un “detalle colosal” o una imagen subyugante de esas refriegas provenientes de lugares remotos.[13]
Así, en sus primeros años Caras y Caretas se ocupó persistentemente de brindar instantáneas de conflictos como el anglo-bóer o la Guerra de los Bóxers en China. Ya en la edición especial de celebración de su primer aniversario, al repasar con orgullo las razones de su vertiginosa popularidad (sustentada en el “maduro estudio de la psicología del lector bonaerense”), la revista subrayaba su apuesta por “el arte e ingenio en cuanto puede lograrse, puestos al servicio de la más copiosa información universal”.[14] Esa vocación cosmopolita se acentuaría en pbt, otra exitosa expresión del género que vio la luz en 1904, y que rápidamente se jactaría de anunciar en recuadros destacados de algunas de sus ediciones la publicación de “84 fotografías de actualidades extranjeras”, al tiempo que daba amplio espacio en sus páginas a secciones vinculadas a sucesos internacionales como “De todas partes”, “Lo raro y lo curioso”, o “Cosas del planeta”.[15] En vistas de todo ello, no sorprende que estas revistas hayan prestado continua atención a las escenas del conflicto ruso-japonés. La caída de Port Arthur ocupó incluso la tapa de Caras y Caretas, mientras que pbt la juzgó un “gran acontecimiento […] que merece ser ilustrado con abundantes materiales”.[16] En ese mismo número, un fotograbado del general Anatoly Stoessel, líder de la heroica defensa rusa del disputado puerto, ilustraba una publicidad a página entera de la compañía Lázaro Costa, enclavada en el Once porteño. “¿Quién no conoce a este ilustre varón?”, preguntaba el aviso, para luego en la bajada ficcionalizar una visita próxima del célebre militar a la ciudad, que recorrería en los cómodos carruajes que ofrecía la firma. En suma, las revistas ilustradas fueron tanto un sostenido vector de divulgación de los hechos destacados de la guerra, como una caja de resonancia que recogía sus efectos en la opinión pública urbana. Y ello sobre todo en lo atinente al Japón, la gran cenicienta de la contienda. Una edición de Caras y Caretas apenas posterior a la toma de Port Arthur traía consigo una nota sobre kimonos. Según se consignaba allí, ese tipo de trajes “se ha puesto de moda últimamente”, gracias al “furor despertado por las cosas japonesas, debido a la guerra actual con Rusia”.[17]
IV
El 20 de junio de 1905, pocas semanas después de que la decisiva batalla naval de Tsushima inundara los diarios con informaciones cablegráficas de todo orden, La Nación hacía un anuncio que brindaba testimonio de ese acrecentado interés de la opinión pública porteña por las “cosas japonesas”:
La guerra rusojaponesa no ha creado la importancia del Japón, pero ha puesto en evidencia el valor de ese viejo país […] apto para los triunfos guerreros y para las conquistas de la civilización. A nosotros, como colectividad que busca todavía su camino y que aun tiene tanto que iniciar y que aprender, nos interesan en grado sumo todo cuanto se refiere a ese ejemplo palpitante […] Por eso, y sin vacilar ante la magnitud del esfuerzo, hemos resuelto que un enviado especial de nuestro diario se traslade al imperio de los nipones, para estudiar sus costumbres, sus hábitos, sus sistemas, los medios que les han servido para dar tan enorme salto al futuro.[18]
El emisario del diario no era otro que “Don Enrique Gómez Carrillo, uno de nuestros corresponsales en París”. Para 1905 el escritor guatemalteco llevaba ya quince años viviendo en esa ciudad (con algunos intervalos en Madrid), desde donde se había afirmado como uno de los nombres rutilantes del modernismo literario por su labor como excelso cronista y divulgador crítico en doble dirección de la literatura francesa en Hispanoamérica y viceversa.[19] Pero la vía que se le abría ahora, a partir de la curiosidad del público lector por el Japón intensificada por la guerra, le imprimiría un giro a su carrera, hasta depositarlo como el narrador de viajes y retratista del “Oriente” por excelencia en América.[20] Solo sobre el país nipón, publicaría tres libros que agrupaban sus crónicas para la prensa: De Marsella a Tokio (1906), El alma japonesa (1907) y El Japón heroico y galante (1912). Desde la crítica literaria, se ha señalado cómo el viaje orientalista de los escritores modernistas, y en particular de Gómez Carrillo, habilitó un registro de escritura de tipo etnográfico, preocupado por los pormenores de las realidades que se visitan.[21] Pero esa constatación no ha puesto suficientemente de relieve hasta qué punto esa propensión se alimentaba no solo de la saga del voyage en Orient, sino también del bullir de noticias que tenía lugar en la superficie de la prensa.[22] Ciertamente, antes que La Nación fue el periódico madrileño El Liberal, en el que Gómez Carrillo colaboraba casi diariamente desde 1899, el que favoreció esa conexión. Y lo hizo aguijoneado primeramente por las conmociones internas que se desataron a inicios de 1905 en Rusia con la guerra como telón de fondo. Así, a pocos días de ocurrido en San Petersburgo el llamado “Domingo Sangriento” que dio inicio a la agitación revolucionaria, Gómez Carrillo partía como corresponsal al teatro de los hechos junto al director del diario Alfredo Vicenti.[23] Pero el mismo escritor guatemalteco se encargaría de exhibir las deudas que guardaba con La Nación por propiciar en términos no solo financieros sus viajes, en especial el que emprende meses más tarde al Japón. No casualmente De Marsella a Tokio está dedicado a Delfina Mitre de Drago, primogénita de Don Bartolomé. Ese reconocimiento se evidencia también en una carta a Darío que este inserta en el prólogo a ese libro: “¡Ah! Querido Rubén, cuanto le agradezco a nuestra maternal Nación y a mi buen Liberal que me hayan proporcionado la oportunidad de vivir una vida de biombo!”, escribía allí Gómez Carrillo en relación a las vicisitudes de su inolvidable travesía japonesa.[24]
Mariano Siskind ha destacado cómo ese prólogo emplaza al escritor guatemalteco al cumplimiento de los protocolos del viaje estético, asociados al canon romántico/exotista francés, por encima de las demandas informativas de los diarios. La pluma de Darío pasa allí rápidamente de la tercera a la segunda persona para realizar esa advertencia:
Gómez Carrillo va a Rusia, va al Japón. Cumple con su deber de periodista y con su obligación de artista. Desconfie de los que le dicen: “Señor Gómez Carrillo, usted ha contado muy bien los sacos de trigo que produce Rusia y los sacos de arroz que produce el Japón”. Crea al que le diga: “Esta página brilla hermosamente”.[25]
La sensibilidad literaria de Gómez Carrillo no necesitaba de esa admonición del príncipe modernista (a quien lo unía una ya añeja relación de amistad y también de competencia), como bien sabían los lectores que seguían con delectación los pliegues de sus crónicas. Pero al mismo tiempo, como advierte Siskind, esa fidelidad al preciosismo exotizante a menudo se interrumpe por el lugar que el autor de El Japón heroico y galante otorga a otros factores que integran la experiencia del viaje al Oriente (por ejemplo, voces y retratos críticos del colonialismo).[26] Los dos términos que integran el título de la crónica que abre De Marsella a Tokio (“Poesía y realidad”) reflejan una ecuación de equilibrio que no se resuelve en favor de un polo sobre otro. Puesto que si hacia 1905 Gómez Carrillo gozaba ya de una reputación que le brindaba libertad a la hora de encarar sus corresponsalías para la prensa, y si –en sintonía con un movimiento intelectual y cultural más amplio que buscaba rescatar al Japón de la Kultur del aluvión de la Zivilisation–[27] se preocupará de retratar las singularidades del “alma japonesa” contra las tendencias uniformizantes que se advertían en el vigoroso proceso de modernización del país, no dejará por todo ello de ofrecer en sus textos elementos destinados a satisfacer la sed informativa de los lectores de periódicos. Así, por caso, en sus entregas desde el Japón podía tanto caracterizar la intransigencia de los intelectuales que agitaban a la opinión pública nacional contra las negociaciones de paz de Portsmouth por escamotear el triunfo que se había obtenido en sede militar, como, por contraste, ponderar el espíritu de tolerancia nipón que, contra ciertos temores, en plena guerra había respetado la existencia de la imponente catedral rusa de Tokio.[28] Pero además, las semblanzas de elementos de las tradiciones culturales japonesas con las que Gómez Carrillo se regodeaba literariamente en ocasiones ayudaban a entender el temple guerrero y nacionalista que había favorecido el éxito del país en la guerra. Tal por ejemplo la figura del samurai, que “en su heroísmo, en su religión de la justicia, en su culto de la lealtad y la caballerosidad”, inflamaba “el orgullo de ser japonés”.[29]
V
Los viajes como corresponsal de prensa que emprende al imperio zarista a inicios de 1905, y sobre todo meses después al Japón, tienen un efecto consagratorio en la carrera de Gómez Carrillo. Los textos que se agrupan en La Rusia actual son celebrados por los lectores en Buenos Aires y también en Europa. Una versión de El alma japonesa es traducida al francés, y cosecha aplausos de un amplio rango de críticos. El Liberal los enumera, y concluye que “desde el Figaro hasta las revistas del Barrio Latino, toda la prensa elogia al gran artista”.[30] Su primera esposa, la escritora peruana Zoila Aurora Cáceres, parece no exagerar al recordar que “los más celebres escritores franceses rara vez cuentan con mejor prensa que L’âme japonaise […] que contribuye considerablemente a aumentar el prestigio literario de Enrique”.[31] La obra lleva en efecto a que la Academia Francesa le otorgue el Premio Montyon, y a que el gobierno galo lo distinga con la cruz de la Legión de Honor. A partir de allí, su fama de “cronista errante” (como lo llama su biógrafo Edelberto Torres) y de sutil conocedor y retratista de las cosas del Japón, lo acompañará de por vida y lo proyectará como uno de los más ilustres literatos de su tiempo en Hispanoamérica. Años después, en un banquete de agasajo que le dedica en Buenos Aires la revista Nosotros, Alvaro Melián Lafinur así lo elogiará públicamente:
Muy pocos escritores nos han sido tan familiares como él, desde nuestra iniciación literaria. Leíamos en La Nación, con verdadero deleite, sus crónicas encantadoras […] [Gómez Carrillo] en sus cuadros exóticos nada tiene que envidiar a los demás cultivadores del Oriente.[32]
Si esa evocación de 1918 reflejaba los términos a los que el nombre de Gómez Carrillo ha quedado asociado, en este artículo hemos querido iluminar las deudas mucho menos visibles de esas “crónicas encantadoras” y de esos “cuadros exóticos” con el fenómeno más amplio que supuso su marco propiciador: a saber, la novedosa dinámica informativa global que a comienzos del siglo xx inundaba Buenos Aires y el conjunto de grandes ciudades del mundo. o
Bibliografía citada
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[1] Bernardo González Arrili, Calle Corrientes entre Esmeralda y Suipacha (Comienzos del siglo xx), Buenos Aires, Kraft, 1952, pp. 95-96 (destacados míos).
[2] Lila Caimari, “En el mundo-barrio. Circulación de noticias y expansión informativa en los diarios porteños del siglo xix”, Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, 3ª Serie, n° 49, 2018, p. 93. Esa primacía, añade la autora, atentaba contra el eurocentrismo informativo, en la medida en que redundaba en “un descentramiento inédito de la geografía de las noticias internacionales, con información de los Balcanes, de Asia, de Africa, de Cuba y las Filipinas” (p. 98).
[3] Rotem Kowner, “Between a colonial clash and World War Zero. The impact of Russo-Japanese War in a global perspective”, en R. Kowner (ed.), The Impact of Russo-Japanese War, Londres y Nueva York, Routledge, 2007, pp. 2-4. La guerra, según este autor –uno de sus más importantes historiadores–, atravesó largas décadas de “amnesia historiográfica” (p. 3).
[4] Bruce W. Menning, John W. Steinberg, David Schimmelpenninck van der Oye, David Wolfe y Shinji Yokote (eds.), The Russo-Japanese War in Global Perspective. World War Zero, 2 vols., Brill, Boston y Leiden, 2005-2007.
[5] Matthew Seligmann, “Germany, the Russo-Japanese War, and the road to the Great War”, en R. Kowner (ed.), The Impact.
[6] Cemil Aydin, “A Global Anti-Western Moment? The Russo-Japanese War, Decolonization, and Asian Modernity”, en S. Conrad y D. Sachsenmaier (eds.), Competing Visions of World Order. Global Moments and Movements, 1880-1930, Nueva York, Palgrave Macmillan, 2007; Pankaj Mishra, From the Ruins of Empire. The Intellectuals who Remade Asia, Nueva York, Farrar, Strauss and Giroux, 2012, pp. 1-11.
[7] Marius B. Jansen, The Japanese and Sun Yat Sen, Cambridge, Harvard University Press, 1967, pp. 107-130; Michael Laffan, “Tokyo as a shared Mecca of modernity: war echoes in the colonial Malay world”, en R. Kowner (ed.), The Impact; Cemil Aydin, The Politics of Anti-Westernism in Asia: Visions of World Order in Pan-Islamic and Pan-Asian Thought, Nueva York, Columbia University Press, 2007, pp. 78-89.
[8] Mishra, From the Ruins of Empire, p. 2 (las citas y referencias de Guillermo II, Roosevelt y Nehru provienen también de este libro, pp. 1 y 2).
[9] Selçuk Esenbel, “Japan’s Global Claim to Asia and the World of Islam: Trasnational Nationalism and World Power, 1900-1945”, The American Historical Review, vol. 109, nº 4, 2004, p. 1140.
[10] Aydin, The Politics of Anti-Westernism, pp. 72-73.
[11] Martín Bergel, El Oriente desplazado. Los intelectuales y los orígenes del tercermundismo en Argentina, Buenos Aires, Editorial de la Universidad de Quilmes, 2015.
[12] Eduardo Romano, Revolución en la lectura. El discurso periodístico-literario de las primeras revistas ilustradas rioplatenses, Buenos Aires, Catálogos/El Calafate, 2004; Geraldine Rogers, Caras y Caretas. Cultura, política y espectáculo en los inicios del siglo xx argentino, La Plata, Editorial de la Universidad de La Plata, 2008; Verónica Tell, “Reproducción fotográfica e impresión fotomecánica: materialidad y apropiación de imágenes a fines del siglo xix”, en M. Gené y L. Malosetti (eds.), Impresiones porteñas. Imagen y palabra en la historia cultural de Buenos Aires, Buenos Aires, Edhasa, 2009; Sandra Szir, “Figuraciones urbanas. Caras y Caretas, 1900”, en A. Lattes (coord.), Dinámica de una ciudad. Buenos Aires, 1810-2010, Buenos Aires, Dirección General de Estadística y Censo, 2010; Andrea Cuarterolo, “Entre caras y caretas: caricatura y fotografía en los inicios de la prensa ilustrada argentina”, Significaçao, vol. 44, n° 47, 2017.
[13] Esa relación de subsidiariedad del magazine respecto a los diarios fue puesta de relieve tempranamente por Rubén Darío, para quien “los adelantos de la fotografía y el ansia de información que ha estimulado la prensa diaria, han hecho precisos esos curiosos cuadernos que periódicamente ponen a los ojos del público junto al texto que les instruye, la visión de lo sucedido” (“La cuestión de la revista. ‘Magazines’ e ilustraciones. La caricatura en España”, en La Nación, 20 de junio de 1899, cit. en Rogers, Caras y Caretas, p. 60).
[14] Caras y Caretas, nº 53, 7 de octubre de 1899. Algunos números más tarde, al presentar como en cada número una serie de imágenes de la guerra anglo-bóer, el comentario editorial señalaba que resultaba “imposible” no publicarlas “dado el interés que la sangrienta lucha excita” (Caras y Caretas, nº 56, 28 de octubre de 1899).
[15] Una consideración de esas secciones, en particular “Cosas del Planeta”, en Martín Bergel, “Modernización de la prensa y nuevas imágenes del ‘Oriente’. Una aproximación al problema de la emergencia de una opinión pública sobre temas globales (Buenos Aires, 1880-1914)”, en I. de Torres (ed.), Prensa, literatura y política en las primeras décadas del siglo xx, Montevideo, Universidad de la República, 2017.
[16] Caras y Caretas, n° 328, 14 de enero de 1905; “Información extranjera. La caída de Port Arthur”, pbt, n° 17, 14 de enero de 1905.
[17] “Una moda de origen japonés. El kimono”, Caras y Caretas, n° 329, 21 de enero de 1905.
[18] “La Nación en el Imperio del sol naciente. Nuestro enviado especial en viaje”, La Nación, 20 de junio de 1905.
[19] Hanno Ehrlicher, “Enrique Gómez Carrillo en la red cosmopolita del modernismo”, Iberoamericana, año xv, n° 60, 2015.
[20] Ya el conflicto sino-japonés ocurrido diez años antes había impulsado a Rubén Darío a ocuparse en La Nación de algunas costumbres y ritos japoneses. (“Viaje al país de los crisantemos. El folklore nippon”, La Nación, 20 de agosto de 1894). Pero su “viaje” no consistió más que en una glosa de algunos libros franceses sobre el enigmático país.
[21] Araceli Tinajero, Orientalismo en el modernismo hispanoamericano, West Lafayette, Purdue University Press, 2003, pp. 34-49.
[22] Fue Julio Ramos quien, en un memorable capítulo de su clásico libro Desencuentros de la modernidad en América Latina (México, fce, 1989), ubicó a la escritura modernista en la estela de las informaciones cablegráficas y la modernización de la prensa.
[23] “‘El Liberal’, en Rusia”, El Liberal, Madrid, 26 de enero de 1905. Algunas semanas después también La Nación comunicaba a sus lectores que su ilustre corresponsal se hallaba en territorio ruso. Las crónicas que Gómez Carrillo publicaría en Madrid y Buenos Aires como resultado de ese viaje serían agrupadas luego en el celebrado libro La Rusia actual.
[24] Carta citada en Rubén Darío, “Prólogo” a Enrique Gómez Carrillo, De Marsella a Tokio, París, Garnier, 1906, p. ix.
[25] Ibid., pp. xi-xii.
[26] Mariano Siskind, Cosmopolitan Desires. Global Modernity and World Literature in Latin America, Evanston, Northwestern University Press, 2014, pp. 223-228.
[27] Renato Ortiz caracteriza ese movimiento de recreación de la japoneidad (que incluyó la recepción del debate alemán sobre la Kultur) en Lo próximo y lo distante. Japón y la modernidad-mundo, Buenos Aires, Interzona, 2003, pp. 36-49.
[28] Enrique Gómez Carrillo, “En el Japón. Antes de firmarse la paz. Las palabras de los partidarios de la guerra. Los intelectuales intransigentes”, La Nación, 12 de octubre de 1905; y “En el Japón. La catedral rusa de Tokio. Una lección de tolerancia”, La Nación, 22 de octubre de 1905.
[29] Enrique Gómez Carrillo, “Los samurayes”, en De Marsella a Tokio, p. 218.
[30] Citado en el prefacio de Enrique Gómez Carrillo, El alma japonesa, París, Garnier, 1907, p. 1.
[31] Zoila Aurora Cáceres, Mi vida con Enrique Gómez Carrillo, Guatemala, Tipografía Nacional, 2008 [1929], p. 46.
[32] “La demostración de Nosotros a Gómez Carrillo”, Nosotros, n° 112, 1918, pp. 597-598.