Bibliotecas populares
elementales
Nacionalismo, inmigración y política bibliotecaria
durante la década de 1910
Javier Planas
Universidad Nacional de La Plata / conicet
Introducción
En 1908 se restituyó la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares, luego de treinta y dos años de permanecer sin actividad. En sus inicios, en 1870, la agencia había logrado establecer los principios elementales para estructurar un sistema bibliotecario en un contexto social, cultural y político-económico complejo. En ese entonces, las dificultades se encontraban por todas partes, pero, principalmente, dos elementos yuxtapuestos hacían peligrar su viabilidad: por una parte, y al exceptuar a los miembros de las élites letradas radicados en los centros urbanos de importancia, en general no existía en lo social una idea acabada de lo que significaba una biblioteca ni tampoco la posibilidad de constatar materialmente lo que era una institución de este tipo. En segundo término, el mecanismo escogido para cimentar ese sistema se apoyaba en la acción directa de la sociedad civil, a partir de un estímulo relativamente modesto de subvenciones tangibles en libros que el Estado ponía a disposición. De manera que, aunque resulte llamativo, la supervivencia de esta política comenzaba y finalizaba en la misma sociedad civil, que no tenía una conceptualización clara de cómo funcionaba una biblioteca. Los miembros de la Comisión Protectora conocían bien ese dilema y, sobre él, construyeron una estrategia que se apoyó en las personas influyentes y organizadas de la sociedad. Si bien esto conllevó algunas consecuencias quizá no deseadas o esperadas, en un puñado de años se establecieron cerca de un centenar de bibliotecas, se distribuyeron cientos y cientos de libros, la Comisión Protectora logró imponer, desde el Boletín de las Bibliotecas Populares, unas bases de organización bibliotecológica y cultural y, lo más importante, varios miles de lectores y lectoras encontraron en esas instituciones un modo de participar de la cultura del libro.
Poco tiempo después, en el contexto de la crisis económica de 1873-1876 y como producto de las decisiones políticas que tomó el gobierno de Nicolás Avellaneda frente a esa situación, la Comisión Protectora y los fondos destinados a las bibliotecas populares fueron suprimidos. Desde entonces el Estado nacional participó de manera errática en la producción del sistema bibliotecario, y del mismo modo lo hicieron las instancias gubernamentales provinciales y municipales. Si bien existieron leyes y decretos que propiciaron ciertos marcos regulatorios, la ausencia de agencias especializadas y perdurables dotadas de recursos adecuados limitó el campo de acción estatal. Fueron las asociaciones civiles las que se hicieron cargo de mantener las bibliotecas durante ese período y, en todo caso, las que presionaron al Estado –en sus diferentes jurisdicciones– para obtener de él algunos apoyos: subsidios extraordinarios, sesiones de terrenos, eximiciones impositivas, remisión de libros, etc. Pero el costo de esta desarticulación entre el Estado y la sociedad civil fue alto: muchas bibliotecas se disolvieron, otras intercalaron momentos de prosperidad con cierres temporarios. Con todo, el itinerario que atravesaron las bibliotecas populares hacia el nuevo siglo estuvo plagado de obstáculos.
No obstante, y de manera progresiva, una cuestión social y otra política promovieron el reajuste de los resortes estatales en el circuito de la lectura que conformaban las bibliotecas populares en las cercanías del primer centenario (1910): por un lado, el gigantesco movimiento migratorio que modificó la demografía de la Argentina,[1] y, por otro lado, el proceso generado en torno a la apertura democrática que, en 1912, quedó sellada con la ley Sáenz Peña de voto secreto, universal y obligatorio.[2] La alteración que supuso el ingreso masivo de extranjeros al país, junto con la agonía del sistema oligárquico, contribuyeron a la constitución de un discurso de corte histórico y sociológico que tematizó obsesivamente los problemas de la cohesión social, el sentido de la argentinidad y la representación política.[3] En el más estrecho mundo de las bibliotecas populares esas preocupaciones encontraron bien pronto una caja de resonancia, no solo porque era fácil visualizar a estas organizaciones como espacios propicios para radicar e irradiar desde allí proyectos de homogeneización cultural y de afirmación de los valores nacionales, sino también porque el crecimiento de las fuerzas políticas de izquierda que se produjo con la inmigración se hizo visible en la arena de las instituciones culturales y educativas.[4] Las bibliotecas obreras proliferaron entonces en el paisaje urbano de las grandes ciudades, desde donde libraron una disputa por el público lector. Este fenómeno aceleró la intervención del Estado nacional, que volvió a jugar un papel preponderante en la organización del sistema bibliotecario argentino a partir de 1908, momento en el que se restableció la Comisión Protectora.
Es muy poco lo que se sabe sobre la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares. En rigor, puede afirmarse que, con excepción del período decimonónico[5] y el que comprende las primeras administraciones justicialistas,[6] son escasos los análisis históricos disponibles sobre las políticas públicas que desarrolló esta agencia de gobierno. Las bibliotecas populares en la Argentina, comprendidas como una articulación entre el Estado y la sociedad civil, fueron objeto de conocimiento de diferentes esfuerzos heurísticos que privilegiaron el estudio de las dinámicas asociacionistas y la preponderancia que estas instituciones tuvieron en términos sociales, culturales y políticos durante la primera mitad del siglo xx. El ensayo pionero de Leandro Gutiérrez y Luis Alberto Romero sobre la cuestión abrió un camino historiográfico que en lo sucesivo fue transitado por otras indagaciones hasta la actualidad.[7] No obstante, al volver la mirada sobre la función que asumió la Comisión Protectora a partir de 1908 el panorama cambia de manera drástica. Además de escasas, las investigaciones no se focalizaron exclusivamente en el tema. Aun así, es imprescindible evaluar lo que dejaron. Por un lado, se ubican los estudios que informan sobre el modo en que esta agencia construyó un discurso bibliotecario sobre la lectura orientado a enfrentar la formación de las bibliotecas obreras y la proliferación de la literatura de izquierdas para insistir, en cambio, en el modelo de biblioteca popular forjado en la imagen de Domingo Faustino Sarmiento, en la idea de la biblioteca como la instancia natural y sucesiva de la escuela.[8] Esta lucha, desde luego, no solo se dirimió en el registro discursivo. Por otro lado, y al partir del funcionamiento de las bibliotecas, otras indagaciones brindan una idea de cómo la Comisión Protectora se relacionó con los grupos de asociados que buscaban en ella el amparo material, pero también, y en muchos casos, la legitimidad simbólica que confería el reconocimiento del Estado.[9] Ese vínculo estuvo lejos de ser armónico, tanto para las bibliotecas alentadas por militantes del socialismo como para aquellas que se constituyeron dentro de la tradición que la Comisión Protectora encarnaba. Y esto obedeció a diferentes razones. Por parte de las bibliotecas, existía desconfianza respecto del nivel de injerencia del Estado y, sobre todo, quejas por los retrasos en el otorgamiento de los subsidios y por el modo en el que se desarrollaban algunas inspecciones; por el lado de la Comisión Protectora, el descontento estaba relacionado con la forma en que las instituciones rendían cuenta de las subvenciones y del trabajo que representaba conseguir que estas se adecuasen a las pautas de funcionamiento que estipulaba la ley.
Las constataciones a las que arribaron esos estudios constituyen un buen inicio, pero es claro que el tema está muy lejos de agotarse. En especial, falta una reconstrucción factual e interpretativa de cómo fue que la Comisión Protectora perfiló, durante su primera década de existencia (1908-1921), la misión cultural que se le había encomendado, entre el límite que suponía actuar dentro del marco referencial de la Ley 419 de 1870 y las nuevas posibilidades de acción que le brindó el decreto reglamentario de 1908. Desde luego, un proyecto heurístico que procure abordar las diferentes facetas de esta temática requiere de varios capítulos. Aquí se propone iniciar el recorrido con la innovación política más importante del proceso bibliotecario en ciernes: el proyecto de Biblioteca Popular Elemental. Gracias a la extensión propiciada por el nuevo marco regulatorio, por primera vez la Comisión Protectora estaba facultada para radicar una biblioteca sin esperar, como había sido con anterioridad, que la iniciativa fundacional surgiera desde la sociedad civil. Este hecho supuso la elaboración de una estrategia que respondiera a una serie de preguntas sustanciales: cuántos recursos se destinarían para crear estas bibliotecas, por qué y dónde convenía instalarlas y, desde luego, quiénes se harían cargo de organizarlas y gestionarlas una vez que los libros llegaran a destino.
Reconstruir y comprender retrospectivamente el modo en que esta agencia les dio curso y sentido a esas cuestiones constituye el objetivo del presente artículo. Ello supone revisar, en términos documentales, la estructura legal dentro de la cual debieron moverse los miembros de la Comisión Protectora,[10] las actas de las reuniones en las que se tomaron las decisiones sobre la administración y,[11] por último, las publicaciones que durante ese período se realizaron con el objeto de difundir la perspectiva de la agencia y el balance oficial de su actividad.[12] Asimismo, se necesita imponer tres exigencias analíticas sobre este conjunto de vestigios. La primera, orientada a conocer el propósito que le fue encomendado a la Comisión Protectora por las autoridades nacionales, las características generales de su burocracia y, en ese contexto, la formación del proyecto de Bibliotecas Populares Elementales como una estrategia bibliotecaria de difusión de la lectura. La segunda, estructurada sobre los cómos y los porqués de los argumentos políticos, culturales y sociales elaborados por la Comisión Protectora para legitimar las inversiones materiales y simbólicas, por una parte, y, por otra, para establecer un sistema jerarquizado de necesidades y urgencias por satisfacer. La tercera, finalmente, dispuesta para constatar el progreso que esta propuesta tuvo durante sus primeros años de funcionamiento. Con todo, estas tres dimensiones de análisis deben contribuir a restituir los cimientos burocráticos e ideológicos sobre los cuales se constituyó el dispositivo de instrucción denominado bibliotecas populares elementales, y que durante la década de 1910 hizo circular colecciones de libros que, en un capítulo subsiguiente, requieren ser reconstruidas e interpretadas como lo que son: la cristalización de una orientación de la lectura.[13]
Hacer la burocracia
El 3 de julio de 1908 el Poder Ejecutivo Nacional decreta la restitución de la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares. Ese mismo año, para la difusión de la medida salió de la imprenta de la Penitenciaría un folleto con el contenido de la disposición y el mensaje explicativo que la justificaba. En ese contexto, una argumentación técnica subrayaba que la Ley 419 sancionada en 1870 nunca se había derogado, y que la Ley 800 de 1876 solo suprimió la Comisión Protectora y su presupuesto. Si en la vida cotidiana de las bibliotecas una cosa valía tanto como la otra, en el plano jurídico y administrativo las consecuencias eran bien diferentes: al constatarse la vigencia de la Ley 419 el ejecutivo evitaba pasar por el Congreso un nuevo proyecto y, de ese modo, quedaba facultado para cubrir el costo de las subvenciones y crear la burocracia para hacer efectiva la distribución y la fiscalización de los fondos. Sortear los tiempos parlamentarios significaba, asimismo, propiciar las condiciones para atender las urgencias políticas y culturales que apremiaban a la élite gobernante de la Argentina, preocupada por la influencia de las organizaciones de izquierda en la vida pública. Esta inquietud quedó expresada en el plano bibliotecario del siguiente modo:
Vuestra Honorabilidad no ignora que existen en el país asociaciones que propagan doctrinas contrarias al mantenimiento de la organización actual del Estado perturbando el criterio popular en forma alarmante [...]. [Estas] asociaciones se han apercibido de que las bibliotecas populares constituyen el mejor vehículo para la propagación de sus ideas y han comenzado a fundar la institución y a difundirla, en condiciones tales de eficacia que se imponen a la consideración de Gobierno.[14]
La idea según la cual el Estado debía disponer recursos para actuar en el mismo plano que las agrupaciones de izquierda y reforzar, en este caso, la supuesta tradición bibliotecaria argentina, es decir, aquella formada bajo la inspiración sarmientina con anterioridad al arribo de los grandes contingentes migratorios de 1880, no solo volvió imprescindible la reintroducción de la Ley 419 –a la que se consideraba lo suficientemente sabia y amplia como para contrarrestar la competencia en ciernes–, sino que además requirió extender las facultades de la Comisión Protectora, legitimándola para crear bibliotecas populares con sede en los establecimientos educativos donde se creyera oportuno hacerlo.
Pero la premura que se deja ver en las palabras del mensaje explicativo no fue acompañada del mismo modo en los hechos. Hubo que esperar hasta 1912 para que ese hiato abierto por el decreto reglamentario de 1908, que justificaba la inversión estatal directa, tuviera sustento en un proyecto institucional como lo fue el de las Bibliotecas Populares Elementales. Las razones de ese retraso fueron varias. El primer presidente de la Comisión Protectora fue nada menos que Nicolás Matienzo, de intensa participación política en la época y, en ese mismo momento, decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Las vocalías, también ocupadas por reconocidas personalidades (Juan M. Garro, Fernando Pérez, Vicente Gallo y Tomás E. Estrada), cumplían funciones de asesoría en la toma de decisiones. De manera que el trabajo ejecutivo recaía en el presidente, su secretario, Lino M. Acosta (quien desempeñó el cargo durante muchos años), y la incipiente dotación de empleados. El libro de actas donde constan las decisiones tomadas en comisión por la administración de Matienzo se inicia el 27 de agosto de 1908, es decir, al poco tiempo de haberse publicado el decreto, y finaliza al cabo de solo cuatro sesiones, el 20 de octubre del mismo año.[15] Se sabe que Montes de Oca lo sucedió en la presidencia, pero no hay en ese documento registro alguno. El acta número cinco se escribió en el mismo libro dos años y medio después de la cuarta, el 13 de mayo de 1911, y lo primero que se observa es que cambiaron los integrantes de la Comisión Protectora: Juan Antonio Bibiloni ocupó la presidencia, Horacio Piñero, Juan Antonio Areco, Plácido Marín y José de Apellániz asumieron como vocales, mientras que Acosta permaneció en la secretaría. A estos miembros les tocó poner en acto el funcionamiento administrativo del organismo que había quedado fijado, junto con la determinación del origen y el volumen de las partidas a utilizar, por la Ley de Presupuesto para el año 1911 y por el Acuerdo de Ministros del 30 de enero del 1911.[16] De manera que, al considerar la tardía instrumentación del decreto de 1908, no resulta llamativa la escasa actividad de la Comisión Protectora durante esos años. La gestión de Bibiloni debió atender problemas de muy distinta índole, muchos de ellos inherentes a la etapa inicial en la que se encontraba la institución: desde el montaje burocrático y el equipamiento de la oficina, hasta cuestiones interpretativas vinculadas al espíritu de la legislación y a los procedimientos que debían seguirse para otorgar las subvenciones (en otro estudio en curso se abordan con detenimiento estos temas, cuyo tratamiento excede los fines de este trabajo).
La tarea de Bibiloni fue intensa pero breve. La última reunión que lleva su firma en el libro de actas data de enero de 1912. Ese mismo año, pero en agosto, sesiona por primera vez la administración de Miguel F. Rodríguez, que, vista retrospectivamente, fue una de las más prolongadas en la historia del organismo. Durante varios años fue acompañado por Rafael Obligado, Carlos Vega Belgrano, Miguel Torino y Jaime Nevares como vocales. La secretaría siguió en manos de Acosta. A las pocas semanas de comenzar las reuniones, Rodríguez puso a consideración el proyecto de Bibliotecas Populares Elementales,[17] en cuya base estaba la idea de fundar cien bibliotecas en distintos puntos del país, a partir de la remisión de una colección más o menos estandarizada de obras. Esta iniciativa debía acompañar y engrosar, en última instancia, el desarrollo de las bibliotecas populares gestadas por las asociaciones civiles que la Comisión Protectora subvencionaba bajo los parámetros de la Ley 419.
Los 17 artículos de la propuesta trataban, básicamente, de seis aspectos: el presupuesto, las localidades receptoras, las comisiones directivas de las bibliotecas, el espacio a utilizar para su instalación, el carácter general de los libros y la forma en que la Comisión Protectora trabajaría con los poderes locales. No todos los puntos merecieron la misma atención. De hecho, en el acta en la que se transcribe la sesión parece que solo se discutieron ciertos aspectos estratégicos. El tema de los fondos –previsiblemente– fue uno de ellos. El monto votado como inversión alcanzaba $50.000. Obligado consideró que, con este importe, era preferible formar cincuenta bibliotecas en lugar de cien, porque de otro modo, y al descontarse los gastos de instalación, quedaría muy poco para la provisión de libros si se insistía en destinar $500 para cada institución. Pero el plan de Rodríguez era dar un paso cuantitativo antes que cualitativo, de manera tal que un número mucho mayor de establecimientos quedara en el corto plazo bajo la órbita de la Comisión Protectora. Asimismo, según sus propias estimaciones, $500 alcanzaba para comprar unos 350 libros, que, al sumar existencias disponibles en el depósito del organismo, consolidarían una colección de 500 ejemplares. En cuanto a los gastos de instalación, en esta fase del proyecto se estimó que el decreto de 1908 impedía al Estado nacional realizar inversiones de este tipo. Se esperaba, en este sentido, que los gobiernos provinciales, municipales y las asociaciones civiles interesadas corrieran con esos costos –incluso, especulaba Rodríguez, para pagar un sueldo de medio tiempo para un bibliotecario, estimado entre 25 y 30 pesos–. Sin embargo, la Comisión Protectora no tardó mucho tiempo en revisar esa medida. Durante 1915 existió, por ejemplo, un llamado a licitación en el que participaron diferentes mueblerías y que finalizó con la adquisición de bibliotecas para equipar a los establecimientos.
La cuestión del mobiliario remite al tema más general del espacio, que sin duda constituye una de las claves analíticas para comprender la formación histórica de las bibliotecas, tanto en términos generales, como lo demostraron Muñoz Cosme y Barbier,[18] como para las circunstancias particulares de las bibliotecas populares en la Argentina, como lo hemos considerado en un trabajo anterior.[19] Y en el caso de las llamadas populares elementales, fue uno de los aspectos más conversados por los miembros de la Comisión Protectora. Cuando Rodríguez presentó el proyecto procuró apegar las pautas de funcionamiento al decreto de 1908, que establecía que las bibliotecas a fundarse debían radicarse en las instituciones educativas nacionales. El vocal Nevares no estuvo muy de acuerdo con la medida. En su opinión, establecer las bibliotecas en las escuelas impedía que la población las percibiera como lo que realmente eran: organizaciones populares. Razón no le faltaba para sostener esta preocupación: la institución social de la biblioteca constituyó el objeto de todos los actos y todas las luchas de aquellos que participaron en la emergencia del campo bibliotecario argentino. Y situar las bibliotecas en la espacialidad de las escuelas las alejaba fácticamente de su funcionalidad como instancias de instrucción independientes del sistema educativo. Pero, por otro lado, en esos años ya eran bien conocidos los problemas con los que se topaban las asociaciones para encontrar y sostener un lugar adecuado para la biblioteca. Si el recinto era alquilado, el gasto corriente se transformaba bien pronto en un dolor de cabeza. Si, en cambio, procuraban hacerse de un lugar propio, el esfuerzo en la mayoría de los casos solía ser enorme en términos de tiempo y dinero.[20] Ante estos dilemas, y también ante la ausencia de una política estable por parte del Estado en términos de infraestructura, el proyecto de Bibliotecas Populares Elementales quedó asociado a las escuelas. Incluso, entre las propuestas de reforma del sistema bibliotecario que los miembros de la Comisión Protectora le remitieron al ministro de Instrucción Pública en las memorias correspondientes a 1915 y 1916, se juzgó conveniente que las futuras edificaciones escolares previeran un recinto pensado para la biblioteca, con fácil acceso público.[21] Pero, independientemente de esas necesidades y esas manifestaciones, y transcurrido el tiempo y la gestión, muchas de las colecciones para fundar bibliotecas elementales fueron entregadas de manera directa a una sociedad de fomento, a un club o a una agrupación mutual u obrera que, entre otros requisitos, demostrara tener un local adecuado.
Las localidades receptoras de estas colecciones, la formación de las comisiones directivas a dirigirlas y el trabajo de la Comisión Protectora con los poderes locales constituyeron, en rigor, diferentes planos de la misma cuestión. La elección de las ciudades, los pueblos y los barrios en los que se instalarían las bibliotecas formó parte de una tarea que llevó adelante Rodríguez con los ministerios de gobierno o instrucción pública de las provincias y, en algunas oportunidades, con los propios gobernadores o con los intendentes municipales. En términos generales, durante los primeros años de esta política se buscaba que las poblaciones que requerían de este auxilio superaran los 2.000 habitantes, aunque esta medida se flexibilizó con posterioridad, cuando a partir de septiembre de 1916 se prepara una segunda generación de Bibliotecas Populares Elementales, que alcanzó también a pueblos con más de 800 habitantes. En todos los casos, se estimó como condición que no hubiera una biblioteca popular en funcionamiento. Diferentes motivos corrieron para la fundación de los establecimientos en los barrios obreros de las ciudades, donde generalmente se atribuían razones de distancia entre centro y periferia, por una parte, y, por otra, cuestiones de índole política y sociológica. Además de la correspondencia oficial, las gestiones también se realizaron de manera presencial, para cuyo caso el proyecto preparado por Rodríguez incluyó el uso de fondos para que los miembros de la Comisión Protectora emprendieran giras por el interior del país.
Una vez que se acordaban las localidades bajo los procedimientos y los criterios demográficos precedentes, se previó que las bibliotecas fueran recibidas e instaladas por comisiones directivas provisionales integradas por el director del colegio nacional (o, en su ausencia, el de la escuela provincial más importante), el intendente municipal (o una autoridad semejante) y algún otro funcionario a designar por la Comisión Protectora en cada caso, como el jefe del registro civil o el del correo. Estas comisiones, además, debían ocuparse de formar un nuevo comité para gestionar la institución. Como quedó dicho, la Comisión Protectora de 1870-1876 dirigió su estrategia de fomento hacia los referentes locales, a quienes veía como los únicos con la capacidad y los medios suficientes para fundar y administrar las bibliotecas. Si bien hubo un acierto estratégico en este movimiento, dadas las condiciones históricas de ese entonces, la falta de renovación de dichos dirigentes implicó serias dificultades toda vez que los acontecimientos políticos reclamaron su participación en episodios como, por ejemplo, la revolución de 1874. Esta problemática era conocida por los integrantes de la Comisión Protectora en 1912, que insistieron en la organización de comisiones populares como condición para avanzar con la cesión de una biblioteca elemental. Pero, al mismo tiempo, prevalecía cierta desconfianza respecto de la administración de las asociaciones civiles, en buena medida, también, por el aprendizaje de los hechos del pasado. En sus términos: “La ley Sarmiento, notablemente inspirada, confió demasiado en los vecindarios, y, al crear instituciones exclusivamente populares, las arrojó sin protección a todas las contingencias de la suerte”.[22] Para zanjar los problemas detectados en el diagnóstico, la Comisión Protectora sostuvo desde el proyecto, la gestión y el discurso la permanencia del director del colegio en esas comisiones, una figura cuyo capital social dentro del espacio letrado de los pueblos y las ciudades los situaba en una posición de privilegio entre los poderes públicos y las asociaciones culturales,[23] tanto para construir vínculos entre un ámbito y otro, como para orientar el rumbo de las bibliotecas. La nueva operatoria, entonces, procuraba brindar condiciones de recepción bajo la responsabilidad de las autoridades nacionales y de los poderes locales, pero al mismo tiempo buscaba generar una instancia de participación asociativa en la que prevalecieran los mediadores culturales consagrados de cada localidad.
La construcción conceptual de la realidad
En la misma reunión en la que se trató el proyecto de Bibliotecas Populares Elementales, se decidió que Rodríguez realizara una gira oficial por Entre Ríos, Santa Fe y Tucumán, mientras que el vocal Vega Belgrano haría lo propio por Santiago del Estero y Salta. Dos meses después, en la sesión del 31 de octubre de 1912, el presidente de la Comisión Protectora le describe a sus colegas los resultados de la visita a Rosario en los siguientes términos:
[…] pero el estudio que he hecho de la ciudad del Rosario me indica a aconsejar que también se funden seis bibliotecas elementales en los barrios lejanos de la indicada ciudad, porque, con más de doscientos mil habitantes, solo posee las pocas bibliotecas que he relacionado. Hay barrios importantes que no tienen una sola sala de lectura, y, si se tiene presente la circunstancia de que, al Rosario, concurren elementos étnicos diversos, muchos con tendencias nocivas y sectarias, es evidente que conviene establecer bibliotecas que propendan a propagar ideas sanas, a moralizar caracteres desviados, y a fundir, en el ambiente nacional, esas fuerzas extrañas que se incorporan a la vida argentina. Preocupado por ese tema, conferencié con el Intendente Municipal, el señor Bello, que me ofreció todo su apoyo, comprometiéndose a facilitar locales en diversos barrios apartados.[24]
El viaje de Rodríguez testimonia la intensificación del trabajo de la Comisión Protectora, que a partir de este momento procuró, siempre que la disponibilidad de los recursos se lo permitieron, asistir con sus propios funcionarios al territorio, por una parte, y, por otra, salir al encuentro de las necesidades de fundar bibliotecas, en lugar de esperar que llegaran las solicitudes de subvención a las oficinas de la Capital Federal. Un aspecto y otro constituyen una novedad para la historia del organismo, así como también la encrucijada política y demográfica que sostiene las estrategias de intervención en el campo bibliotecario durante la década de 1910. Y Rosario era precisamente uno de los puntos que habían encendido las alarmas oficiales, las de la propia Comisión Protectora, tal como se puede apreciar en la cita precedente, pero también las del poder local, que ese mismo año tomaron parte en el asunto al inaugurar en el centro de la ciudad la Biblioteca Argentina, que, junto a la más antigua Biblioteca Mariano Moreno, eran las únicas que merecían el nombre de biblioteca, según la expresión que empleó Rodríguez en su informe. La Biblioteca Argentina, como destacó Diego Roldán (2012),[25] encarnaba la pretensión de nacionalizar la ciudad cosmopolita que la élite rosarina tenía entre manos como proyecto cultural. Y aunque la institución logró con el paso de los años transformarse en un espacio de referencia, los éxitos en aquel plano no fueron los esperados. Entre las muchas razones que justifican esa circunstancia se sitúan, sin duda, las observaciones que Rodríguez realizó con relación a la distancia que mediaba entre el centro de Rosario y la creciente actividad sociocultural que tenía lugar en los barrios obreros de la periferia. Estos ámbitos ya eran objeto de disputa intensa entre anarquistas y católicos con anterioridad a 1910 y, más tarde, entre militantes de diferentes partidos y asociaciones de carácter fomentista. Vistas en conjunto, estas entidades buscaron captar la atención del público mediante la elaboración de una oferta cultural que inicialmente se concentró en la biblioteca, pero que de manera paulatina se mezcló y creció junto con otras actividades, como el deporte, la danza y el teatro.
La presencia territorial del Estado era una condición, entonces, para sostener la lucha por la formación sentimental y política de los ciudadanos en la misma arena en que actuaban sus competidores, tal como lo auguraba el mensaje explicativo del decreto de 1908. Sin embargo, las urgencias diagnosticadas cedieron otra vez a las dificultades operativas. Luego de un cese temporario de las actividades de la Comisión Protectora por problemas políticos y presupuestarios entre fines de 1912 y mediados de 1914, el plan de trabajo para dotar de bibliotecas elementales a los barrios rosarinos se reinició en octubre de 1914, cuando se estableció un principio de acuerdo de colaboración con el Ateneo de la ciudad para que este funcionara como articulador local. En el cierre de ese mismo año se resolvió que fueran 10 las bibliotecas a fundarse (en lugar de las 6 concebidas en 1912), una decisión que obligó a la Comisión Protectora a elevar a 110 el número total de bibliotecas elementales. Tal era la prioridad que se le otorgó. Pero, entre 1915 y fines de 1917, solo se aprobó la remisión de tres colecciones: la primera, destinada a la asociación Estímulo al Estudio; la segunda, al barrio talleres, sin identificación aparente de la entidad de destino; la tercera, al Club Atlético Nacional, en el barrio la refinería.
Si la recepción de esas colecciones no parece haber acompañado la celeridad que exigía el alarmante diagnóstico de Rodríguez, tampoco había certeza sobre la correlación entre el destino de las bibliotecas que esos libros contribuían a fundar y los propósitos prefijados por la Comisión Protectora. Y es que una vez que las asociaciones civiles se hacían con el control de los dispositivos que regían el uso de estas obras, las funciones culturales atribuidas a estos repertorios se independizaban de la lógica estructural del Estado. Así, por ejemplo, el 5 de agosto de 1919 Rodríguez pone en conocimiento de sus pares de comisión los antecedentes que obraban en el expediente de la Biblioteca Elemental Juan Bautista Alberdi, del barrio la refinería. Entre las fojas constaba una denuncia contra la institución y un informe labrado por la jefatura de policía de la ciudad. En el libro de actas no se describe el carácter de la acusación ni los detalles de la inspección, pero sí es posible tomar conocimiento de la resolución dictaminada por la Comisión Protectora: “dirigir una nota a la dirección de la biblioteca, haciéndole presente la conveniencia de hacer propaganda nacionalista, evitando la que sea contraria al orden establecido”.[26] La existencia de las operaciones de tangencialidad, desvío o diferenciación producidas en el campo social respecto de las disposiciones estatales parece tan evidente como el carácter laxo de las sanciones que perfilaron los miembros de la Comisión Protectora en este tipo de casos, en los que evitaron las sentencias drásticas y optaron por recomendaciones ciertamente sugerentes, pero recomendaciones al fin –este hecho apoya las constataciones realizadas en el mismo sentido por Fiebelkorn al tratar los procedimientos de inspección llevados adelante durante esta misma administración–.[27]
Con ese panorama y esos esfuerzos como antecedentes, no sorprende que haya sido Mar del Plata la ciudad escogida para el segundo viaje de Rodríguez, realizado en el verano de 1917. Como Rosario, aunque en una escala menor y por motivos diferentes, Mar del Plata comenzó a cambiar su fisonomía demográfica producto de la inmigración a partir de 1880, convirtiéndose unas décadas después en uno de los centros urbanos con mayor dinámica de crecimiento del interior bonaerense.[28] En 1914 ya contaba con 33.000 habitantes y, por este motivo, extrañaba a la Comisión Protectora que no hubiera ninguna demanda de subsidios para formar o alentar el desarrollo de una biblioteca popular. Al regreso de su visita Rodríguez brindaba algunos porqués: “He investigado si existían allí algunas bibliotecas no acogidas a la ley, y resulta que hay tres de poca importancia: una socialista, otra de empleados y otra de [¿peones?]”.[29] Probablemente, el establecimiento que Rodríguez identificó como socialista sea la Biblioteca Juventud Moderna, de extracción anarquista. Y, con toda seguridad, fue algo mezquino al describir la relevancia sociocultural de la institución. Aunque es posible que por haber visitado la ciudad durante el período estival haya encontrado algo menguada la actividad, resulta difícil pensar que no percibió la importancia de la organización en el medio local. Según las constataciones realizas por Elisa Pastoriza,[30] desde su fundación en 1911 la biblioteca creció paulatinamente en dos ámbitos complementarios: el propiamente bibliotecario, tangible en el aumento relativo de las consultas anuales, que pasaron de 657 en 1912 a 2721 en 1917; y el cultural, visible a través de los anuncios de veladas literarias, conferencias, bailes, conciertos y prácticas deportivas que aparecieron en la prensa marplatense. De manera análoga a lo actuado en su visita a Rosario, Rodríguez acordó con el intendente y el presidente del consejo escolar un plan de trabajo para renovar el panorama bibliotecario que constaba de tres instancias: en el centro de la ciudad, fundar una biblioteca principal; en la periferia, formar tres bibliotecas elementales; por último, convencer a las asociaciones existentes de acogerse a la Ley 419. Al finalizar el trabajo se obtendrían, en síntesis, siete bibliotecas auxiliadas y controladas por el Estado.
La presencia de Rodríguez y de los vocales de la Comisión Protectora en el interior del país, aunque no se repitió muchas veces entre 1912 y 1921, formó parte importante de las tareas de reconocimiento territorial y detección de las necesidades y las urgencias del sistema bibliotecario que se propusieron desarrollar. Las observaciones que cada funcionario comentó a sus colegas al regresar de una gira se unen, sin variaciones de sentido, al discurso público que promovieron sobre los dilemas políticos y sociales surgidos a partir de los fenómenos migratorios: el problema de la cohesión social, los riesgos de las ideologías de izquierda, la afirmación del sentimiento nacional y la formación de las clases proletarias fueron los tópicos principales de la urdimbre argumentativa que sostuvo el dispositivo de instrucción consagrado por el organismo. En aquella gira en la que Rodríguez visitó Rosario también lo llevó a Tucumán, donde tuvo la oportunidad de brindar una conferencia sobre la historia y los ideales que representaban las bibliotecas populares:
Es necesario integrar la nacionalidad, es necesario intensificar, condensar, dar formas definitivas y caracteres propios e inconfundibles al alma argentina, y, para ello, hay que difundir la cultura elemental y superior, dentro de moldes nacionales y orgánicos. La irrupción de pueblos y razas extrañas, venidos en ondas inmigratorias sucesivas, no nos ahogará, porque hay ya una tradición nacional que estalló, en irradiaciones de sol, en las horas del centenario; hay una historia que no caerá en el olvido, porque fue labrada a golpes férreos de acción humana; hay ya una producción intelectual, científica y literaria, que empieza a hacerse oír en las seculares academias extranjeras; pero es necesario, señores, que todas esas energías, todas esas tendencias, se encaucen en forma tal que no produzcan, en definitiva, un alma nacional incompleta, anormal, amorfa, sino un alma fuerte, nutrida, equilibrada y recta […].[31]
La conferencia, pronunciada en 1912 y publicada en 1921 en Libros y Bibliotecas, abre y cierra el primer ciclo de trabajo de la Comisión Protectora, dentro del cual las bibliotecas populares elementales constituyeron el énfasis de la administración. Ese carácter refractrario de las culturas de izquierda que mantiene la posición oficial (denominadas muchas veces como “fuerzas extrañas” o “elementos extraños”) no es una producción aislada dentro de la coyuntura histórica. Lo que sí representa una novedad o, al menos, una novedad parcial, es la inflexión bibliotecaria de este discurso. En el último tramo del siglo xix –y hasta donde es posible constatar por los documentos escrutados y por la bibliografía disponible– las voces del campo solo habían enunciado las derivas problemáticas del proceso migratorio, sin profundizar los aspectos políticos e identitarios. Así, por ejemplo, un representante distinguido de la biblioteconomía decimonónica como Belín Sarmiento,[32] nieto de Domingo Faustino Sarmiento y Director de la Biblioteca Pública de la provincia de Buenos Aires entre 1887 y 1891, consideraba que las bibliotecas populares contribuirían en el futuro inmediato a subsanar algunos dilemas devenidos de la falta de cohesión política y social que “el crecimiento anormal de la población” provocaba.[33] De manera que la funcionalidad de estas instituciones, que en 1870 estaba asociada a un proyecto de modernización cultural, con el paso de los años cobró sentidos diferentes. En el comienzo del novecientos la proliferación de las bibliotecas obreras justificó en cierto sentido la radicalización del discurso bibliotecario sobre la lectura: durante los años de apogeo del anarquismo (1898-1905) el periódico La Protesta informó sobre la formación de 46 bibliotecas;[34] mientras que el Partido Socialista alcanzó en 1918 los 132 establecimientos.[35] Con todo, la clase dirigente encontró en la transformación del campo bibliotecario los indicios a la vez que las razones de una renovada participación estatal.
La consolidación del dispositivo
Como quedó dicho en otro pasaje, la urgencia de las palabras, expresadas de forma pública o en privado en las reuniones ordinarias de la Comisión Protectora, no siempre fue acompañada con el mismo vigor en los actos. El proyecto de Bibliotecas Populares Elementales que Rodríguez presentó a sus colegas en agosto de 1912 sufrió su primer contratiempo apenas dos meses después. En octubre, una Acordada de ministros redujo de manera drástica el presupuesto del organismo. El descontento creció entre los miembros de la Comisión Protectora, que decidieron de inmediato y de forma preventiva suspender todas las inversiones que no estuvieran pactadas con anterioridad. De manera paralela, iniciaron una serie de gestiones con las autoridades nacionales tendientes a revertir la medida: primero, con el ministro de Instrucción Pública; luego, con diputados y senadores en el Congreso; finalmente, con el propio Victorino de La Plaza, por entonces vicepresidente de la Nación. El fracaso que resultó de estos encuentros derivó en la renuncia de todos los integrantes de la Comisión Protectora en marzo de 1913. Este alejamiento, sin embargo, fue temporario pero prolongado: Rodríguez y todos los vocales fueron restituidos a sus puestos a mediados de 1914, una vez que las cuestiones presupuestarias y políticas de fondo quedaron zanjadas. Pero entre un evento y otro, entre la salida y el regreso, no hubo nombramiento alguno para presidir la entidad. De manera que el proyecto de Bibliotecas Populares Elementales quedó paralizado entre octubre de 1912 y junio de 1914, cuando se reinicia la actividad con normalidad.
El nuevo comienzo fue vertiginoso. Entre junio y julio se ordenó confeccionar un inventario del depósito de libros de la Comisión Protectora y se iniciaron las licitaciones para la adquisición de las obras específicas que conformaron las colecciones, de acuerdo con el presupuesto original de 1912. En septiembre se discutió la distribución territorial de las bibliotecas elementales a fundarse. A propuesta de Rodríguez, se aprobó el siguiente plan de adjudicaciones: Buenos Aires, 9; Santa Fe, 8; Entre Ríos, 7; Corrientes, 7; Córdoba, 7; Mendoza, 6; San Juan, 5; San Luis, 5; Salta, 5; Santiago del Estero, 4; Jujuy, 4; La Rioja, 4; Tucumán, 6; Catamarca, 4. Territorios nacionales: Santa Cruz, 2; Chubut, 3; Río Negro, 3; La Pampa, 4; Neuquén, 3; Misiones, 4; Formosa, 3; Chaco, 3. Informadas las gobernaciones de cada provincia, en el transcurso de diciembre la Comisión Protectora recibió por parte de la Rioja, Catamarca, Santiago del Estero, Jujuy, Salta, Chaco, La Pampa y Córdoba la nómina de pueblos y ciudades receptoras del proyecto. En apenas seis meses el renovado dispositivo de instrucción estaba en funcionamiento.
En marzo de 1915, y al considerar que el envío de las primeras colecciones era eminente, Rodríguez preparó las “Instrucciones para las Bibliotecas Populares Elementales”, una lista de 26 puntos que condensaba los procedimientos básicos que los receptores de los libros debían seguir para instalar la biblioteca y hacerla funcionar. Si bien en el acta en la que consta la discusión del tema no se transcribió la propuesta,[36] la misma fue publicada en las memorias correspondientes a 1915 y 1916 y,[37] presumiblemente, fueron impresas en el mimeógrafo del organismo y remitidas junto con las obras. Estas instrucciones tematizaban tres aspectos. El primero, dedicado a la socialización de la lectura, abarcó recomendaciones sobre la celebración del acto de apertura, la publicación de la lista inicial de libros y de las novedades subsiguientes, la realización de conferencias y, en general, de todas las actividades que procurasen acercar la biblioteca a la comunidad. El segundo aspecto consideró los trabajos de organización y administración, e incluyó sugerencias sobre la gestión de las subvenciones, las maneras de incrementar el fondo bibliográfico mediante la consecución de donaciones, la designación de un bibliotecario y la obligación de confeccionar un catálogo, entre otras tareas. Finalmente, las instrucciones afirmaron la función política de la institución, pero lo hicieron de un modo llamativo: si, por una parte, reclamaron la neutralidad ideológica y religiosa de la biblioteca, por otra, enfatizaron su papel como agencia de nacionalización de los extranjeros arribados recientemente al país.
En mayo de 1915 los miembros de la Comisión Protectora tomaron conocimiento del acuse de recibo remitido desde Deán Funes, Córdoba, por el envío de una colección: solo habían transcurrido cinco meses desde que se propuso instalar allí una biblioteca elemental hasta que se desembalaron los cajones en el lugar de destino. Y si bien esta celeridad no se constata en todos los casos tratados, durante los años que siguieron el programa creció de forma paulatina. El Cuadro 1, que se muestra a continuación, se confeccionó sobre la base del tratamiento y la aprobación de las propuestas de fundación que pasaron por comisión y cuyo registro consta en el libro de actas entre 1914 y 1920, e informa sobre la progresión anual de esta política discriminada por provincias y por territorios nacionales.
Cuadro 1: Bibliotecas Populares Elementales. Libro de Actas: 1914-1920 |
||||||||
Provincias y Territorios Nacionales |
1914 |
1915 |
1916 |
1917 |
1918 |
1919 |
1920 |
Total |
Capital Federal |
0 |
0 |
0 |
4 |
1 |
2 |
1 |
8 |
Buenos Aires |
0 |
1 |
12 |
7 |
7 |
2 |
1 |
30 |
Entre Ríos |
0 |
1 |
2 |
1 |
9 |
3 |
2 |
18 |
Santa Fe |
0 |
3 |
1 |
9 |
2 |
3 |
1 |
19 |
Corrientes |
0 |
0 |
2 |
1 |
1 |
0 |
0 |
4 |
Córdoba |
2 |
8 |
0 |
2 |
9 |
5 |
0 |
26 |
San Luis |
0 |
0 |
3 |
0 |
0 |
0 |
0 |
3 |
Santiago del Estero |
4 |
0 |
0 |
3 |
0 |
1 |
1 |
9 |
Tucumán |
0 |
0 |
5 |
2 |
0 |
0 |
1 |
8 |
Mendoza |
0 |
2 |
3 |
0 |
1 |
1 |
0 |
7 |
San Juan |
0 |
0 |
3 |
2 |
0 |
0 |
0 |
5 |
La Rioja |
4 |
0 |
1 |
0 |
0 |
0 |
0 |
5 |
Catamarca |
4 |
0 |
0 |
1 |
0 |
0 |
0 |
5 |
Salta |
5 |
1 |
0 |
0 |
0 |
0 |
0 |
6 |
Jujuy |
4 |
0 |
0 |
0 |
0 |
0 |
0 |
4 |
Territorio Nacional de Chaco |
3 |
1 |
0 |
0 |
0 |
0 |
0 |
4 |
Territorio Nacional de Formosa |
0 |
0 |
0 |
0 |
0 |
0 |
0 |
0 |
Territorio Nacional de Misiones |
0 |
0 |
0 |
0 |
1 |
0 |
0 |
1 |
Territorio Nacional de La Pampa |
4 |
0 |
2 |
0 |
4 |
0 |
0 |
10 |
Territorio Nacional de Neuquén |
0 |
0 |
1 |
2 |
0 |
0 |
0 |
3 |
Territorio Nacional de Río Negro |
0 |
0 |
2 |
0 |
0 |
0 |
0 |
2 |
Territorio Nacional de Chubut |
0 |
0 |
0 |
1 |
0 |
0 |
0 |
1 |
Territorio Nacional de Santa Cruz |
0 |
0 |
0 |
1 |
0 |
0 |
1 |
2 |
Total |
30 |
17 |
37 |
36 |
35 |
17 |
8 |
180 |
Total acumulado |
*** |
47 |
84 |
120 |
155 |
172 |
180 |
*** |
El Cuadro 2, que también presenta información sobre el desarrollo del programa, se elaboró en cambio con la información oficial de las memorias de 1915 y 1916, editadas en 1917, y el total acumulado de bibliotecas populares elementales fundadas para 1921, publicado ese mismo año en Libros y Bibliotecas.
Cuadro 2: Bibliotecas Populares Elementales. Documentos oficiales éditos |
||||
Provincias y territorios nacionales |
Memoria (1917) |
Total |
Libros y bibliotecas |
|
1915 |
1916 |
1921 |
||
Capital Federal |
0 |
1 |
1 |
10 |
Buenos Aires |
5 |
13 |
18 |
38 |
Entre Ríos |
1 |
3 |
4 |
19 |
Santa Fe |
2 |
3 |
5 |
22 |
Corrientes |
7 |
1 |
8 |
12 |
Córdoba |
4 |
2 |
6 |
23 |
San Luis |
6 |
3 |
9 |
10 |
Santiago del Estero |
3 |
0 |
3 |
9 |
Tucumán |
1 |
6 |
7 |
9 |
Mendoza |
6 |
14 |
20 |
22 |
San Juan |
0 |
3 |
3 |
7 |
La Rioja |
5 |
0 |
5 |
5 |
Catamarca |
4 |
0 |
4 |
5 |
Salta |
6 |
0 |
6 |
6 |
Jujuy |
4 |
0 |
4 |
4 |
Territorio Nacional de Chaco |
4 |
0 |
4 |
4 |
Territorio Nacional de Formosa |
1 |
0 |
1 |
1 |
Territorio Nacional de Misiones |
4 |
1 |
5 |
5 |
Territorio Nacional de La Pampa |
0 |
2 |
2 |
7 |
Territorio Nacional de Neuquén |
1 |
1 |
2 |
2 |
Territorio Nacional de Río Negro |
3 |
2 |
5 |
5 |
Territorio Nacional de Chubut |
0 |
0 |
0 |
2 |
Territorio Nacional de Santa Cruz |
0 |
0 |
0 |
2 |
Total |
67 |
55 |
122 |
229 |
Como se aprecia, hay diferencias cuantitativas entre los guarismos que arrojan los cuadros precedentes. Esto es producto de la discrepancia informativa presente entre los registros que sirven de fuente. Probablemente, no todas las decisiones de fundar una biblioteca popular elemental fueron pasadas en las reuniones de comisión (o bien, ocurrió que no se registró en el acta). Esto parece especialmente sensible entre 1915 y 1916 para las colecciones con destino a las provincias de Mendoza, La Rioja, San Luis y Corrientes. En rigor, si bien resulta complejo definir con exactitud el dato, esto no es significativo para lograr una comprensión global del proceso de expansión de estas bibliotecas. Por lo demás, otros vestigios procedentes del libro de actas complementan las cifras indicadas. Así, por ejemplo, en agosto de 1915, es decir, a 12 meses de la reactivación del proyecto, Rodríguez les comentó a sus pares que ya se habían fundado 57 bibliotecas elementales.[38] Un año más tarde, en septiembre de 1916, pidió autorización para iniciar las gestiones necesarias para crear cien nuevas instituciones,[39] en vista de que las colecciones existentes en el depósito se agotaban. Durante los meses siguientes se ordenó la nueva compra de libros y se reactivaron los contactos con los agentes de gobierno provinciales y municipales y los funcionarios del sistema educativo nacional. La segunda generación de bibliotecas populares elementales estaba en marcha en el inicio de 1917. Con esta dotación, y un refuerzo de 25 bibliotecas que se preparó en junio de 1918,[40] se cubrieron las necesidades hasta 1921. En suma, el programa alcanzó con estas últimas inversiones a comprar más de 120.000 libros en poco menos de cinco años.
La aspiración de la Comisión Protectora fue que las bibliotecas elementales se convirtieran de manera paulatina en bibliotecas populares y, como tales, quedaran acogidas a la Ley 419, con todas las obligaciones y los derechos que conllevaba este pasaje. Si en muchos casos este paso fue más o menos inmediato, en otros tantos las condiciones de recepción fueron diferentes. Al revisar con detenimiento el listado de establecimientos publicado en 1921 se observa que, de las 229 colecciones remitidas por la Comisión Protectora, 40 (17%) fueron acogidas por alguna sociedad de fomento, círculo de estudio o club deportivo. Unas 42 (18%) permanecieron vinculadas a un colegio. Las 147 (64%) bibliotecas que completan el total no están, en ese listado, identificadas con una institución en particular, sea educativa, social o de otro tipo. La mayor parte de ellas, sin embargo, tiene un nombre asignado, lo que indica que al menos existía una comisión directiva que se estaba ocupando de su administración.
Una vez que las bibliotecas elementales comenzaron a diseminarse por el territorio aparecieron los primeros contratiempos. Entre 1916 y 1920 los miembros de la Comisión Protectora debieron atender más de una veintena de casos problemáticos relativos a la instalación y el funcionamiento de esas instituciones. Unas veces, las menos, solo se trató de dificultades con las empresas de flete: demoras en el envío, entregas en malas condiciones y faltantes de obras, entre otras cuestiones operativas similares. En un plano muy diferente, pero también con escasa frecuencia de ocurrencia, la elección inicial de la localidad se cambió sobre la marcha, debido a la ausencia de voluntades para administrarlas y/o requisitos materiales insuficientes. En otras oportunidades, la misma persona que recibió la colección escribió a la Comisión Protectora instándola a trasladar la biblioteca a un pueblo aledaño, donde hipotéticamente se le daría mejor provecho. Pero las sugerencias de este tipo no fueron atendidas sin antes considerar el diagnóstico de otra autoridad local que pudiera certificar o rechazar la propuesta. El recurso de la inspección a través de los directores de los colegios, de los jefes de las oficinas de correos, de los presidentes de los consejos escolares y, en algunas ocasiones, de los comisarios de policía, estuvo siempre a la mano de la Comisión Protectora para seguir el desarrollo de estas instituciones. A través de los ojos de estos actores se resolvieron todos los inconvenientes relacionados con el mal funcionamiento de los establecimientos, muchas veces derivados de la desidia o la apatía con la que se atendían los requerimientos para hacer marchar la biblioteca o, también, producidos por las disputas entre los integrantes de las comisiones directivas que las administraban. Las decisiones de la Comisión Protectora ante situaciones de esta índole tuvieron una sola tendencia: buscar otra autoridad competente en la misma localidad y encargar la organización de una nueva asociación para conducir la biblioteca.
Las dificultades citadas brindan una idea inicial de los complejos marcos dentro de los cuales se desarrollaron las bibliotecas populares elementales (un análisis pormenorizado de esta cuestión requiere un cambio de estrategia metodológica, esto es, dejar atrás la descripción del dispositivo para asir los procesos sociales y culturales de apropiación). No obstante, al considerar el objetivo primordialmente cuantitativo que le brindó sustento a esta política, es factible afirmar que con las materializaciones alcanzadas al cerrarse la primera década de trabajo de la Comisión Protectora (1908-1921) el Estado nacional volvió a intervenir, modelar y, en fin, a estructurar el sistema bibliotecario argentino de la lectura pública con la preponderancia con la que había participado al iniciarse la década de 1870, cuando propició el origen de las bibliotecas populares.
Conclusiones
Al recapitular las constataciones realizadas en el presente artículo, el balance general puede indicarse a partir de tres niveles analíticos diferenciados, pero mutuamente relacionados.
En primer término, y al considerar el estado de la cuestión sobre la temática abordada, es posible indicar que las comprobaciones a las que se arribó son originales y contribuyen a completar el conocimiento existente sobre la historia de la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares en general y, de manera específica, sobre su desempeño durante el período de gestión inicial comprendido entre 1908-1921, es decir, luego de la restitución histórica del organismo. Al focalizar la atención en este objeto de conocimiento, se estudiaron un conjunto de documentos no tenidos en cuenta de manera previa, lo que permitió constatar información novedosa sobre el modo en que la Comisión Protectora intervino en el campo bibliotecario. Asimismo, y en lo que refiere a los procedimientos metodológicos, el análisis procuró cruzar los registros éditos e inéditos, y disponerlos de forma sincrónica con las preocupaciones políticas, sociales y culturales de la época.
En segundo lugar, y al partir de ese objeto de estudio, de esos documentos y de ese esfuerzo metodológico, lo que se comprobó con relación al contenido no es otra cosa que los porqués y los cómos que intervinieron en la construcción del dispositivo de instrucción denominado bibliotecas populares elementales. En cuanto a los primeros, una línea de significados cruza de manera transversal lo dicho en las publicaciones oficiales y en las reuniones privadas de la Comisión Protectora sobre la inmigración, las ideologías de izquierda y la afirmación del sentimiento de argentinidad como preocupaciones vertebradoras y legitimadoras de toda la política bibliotecaria que se abre en 1908. Pero, con más exactitud, fue bajo la administración de Rodríguez que se inicia en 1912 cuando esas inquietudes se hacen tangibles en las tareas cotidianas de los funcionarios, no ya como tema de la esfera pública global, sino como una representación ajustada al campo más acotado de las bibliotecas, que ciertamente se elaboró con la información recogida en el territorio sobre el modo en el cual se desarrollaban estas instituciones y el lugar que ellas ocupaban en la vida cotidiana de las personas, pero que sin duda fue alimentada por nociones que, a la vez, contribuyeron a elaborar los prismas con los cuales se observó esa realidad práctica, de manera que los problemas allí vistos solo pudieron ser enfocados con esas lentes. Sobre esta compleja base, los cómos de las bibliotecas populares elementales fueron producidos, con sobresaltos y entre otras actividades que recaían sobre el organismo, de forma progresiva durante el desenvolvimiento de la gestión: primero, el diseño y la concepción, entre el margen legal, el presupuesto y las aspiraciones; luego, la concreción, desarrollada entre el sistema jerarquizado de urgencias elaborado como diagnóstico y la capacidad de articular alianzas con los poderes provinciales y municipales; finalmente, el seguimiento, visible en los varios problemas que los miembros de la Comisión Protectora debieron atender a partir de 1916, cuando muchas de las bibliotecas elementales ya estaban en funcionamiento. En conjunto, la disposición alcanzó un significativo logro cuantitativo al llegar a 1921, cuando cuando ya se había repartido casi el total de las colecciones que se habían comprado.
Por último, una conclusión que es, en rigor, prospectiva. Si para los miembros de la Comisión Protectora la cuestión de la orientación de los libros apenas fue discutida, contrariamente a los dilemas operativos trabajados en este artículo, ello no quiere decir que el conocimiento retrospectivo del tema carezca de significación, pues de ello deviene la comprensión íntegra de la política implementada con las bibliotecas populares elementales. El estudio que complementa lo que aquí se estableció en términos de comprobaciones sobre los cimientos políticos y burocráticos de la estrategia puede formularse bajo las siguientes preguntas: ¿cuáles fueron las potencias conceptuales que animaron la constitución de las colecciones de las bibliotecas populares elementales? ¿Cómo se comprenden esas colecciones en el contexto del mercado del libro que les fue contemporáneo? ¿Sobre qué argumentos los miembros de la Comisión Protectora elaboraron la creencia según la cual estas bibliotecas podían contribuir a fomentar un programa cultural que asentara los valores de una hipotética tradición nacional, frente a los dilemas derivados de una inmigración que consideraban desbocada? La respuesta exige, inicialmente, restituir el catálogo de las bibliotecas elementales, disponerlo en forma diacrónica y sincrónica con otras iniciativas semejantes y con el mercado de libro, además de procurar interpretar las representaciones del público lector que sustentaron las elecciones y el poder atribuido a los libros como elementos de trasformación cultural. Al cumplir este paso no solo se radicará un conocimiento más acabado e integral de la innovación más destacada que en términos de política construyó la Comisión Protectora durante este período, sino que también se estará en condiciones de comprender cómo este organismo tan caro a la historia de la bibliotecología argentina participó en la construcción del campo bibliotecario del país. o
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Apéndice
Bibliotecas elementales: características generales del catálogo
Entre los documentos disponibles en el archivo de la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares no fue posible localizar una versión oficial, preliminar o definitiva del catálogo elaborado para las bibliotecas elementales. Si bien en algunas sesiones de comisión los miembros del organismo mencionan la existencia de un listado de libros, la Memoria publicada en 1917 muestra que durante 1915 algunas bibliotecas fueron entregadas con 358 volúmenes y otras con 591. Por lo tanto, estos repertorios no fueron idénticos unos de otros. La reconstrucción de un catálogo ideal fue posible gracias al cruce de tres vestigios diferentes: por una parte, el Libro de Actas de la Comisión Protectora, en el que se anotaron un buen número de compras efectuadas por la entidad; por otra, el registro de libros de la biblioteca de San Roque, Corrientes, que por una circunstancia del azar elaboró un inventario de las obras que la Comisión Protectora remitió en 1914 a los efectos de fundar la institución; finalmente, y dado que la Comisión Protectora adquirió paquetes completos o parciales de los títulos ofrecidos bajo una colección editorial, se tomó como referencia la información que los mismos sellos ofrecieron en los libros y en las publicidades. En términos cualitativos, las bibliotecas elementales se formaron bajo la idea de intensificar el sentimiento de argentinidad, aunque esta noción debió construirse sobre la cuestión más obvia y perentoria de formar una colección para una biblioteca, es decir, un repertorio que contuviera una diversidad de obras capaz de brindar respuesta a un número amplio de inquietudes, ya sean recreativas o técnicas, de referencia o instrucción. Los libros escogidos remiten a dos criterios que, en el concepto sostenido en la declaración de intenciones por la Comisión Protectora, conforman un saber que complementaba la “faz práctica de la vida” y “el factor moral e intelectual”.
La literatura constituyó la base del segundo criterio. Para ello, los miembros de la Comisión Protectora adquirieron en grandes cantidades las obras ofrecidas por el diario La Nación bajo la reconocida colección Biblioteca de La Nación. La biblioteca elemental obtuvo de aquí modernas traducciones de la literatura en lengua extranjera. En una vista panorámica al repertorio se puede encontrar: (a) entre los románticos, Chateaubriand, Víctor Hugo y Lamartine; (b) entre los realistas y naturalistas, Balzac; (c) el género policial es, sin duda, el más nutrido: la lista la encabeza Doyle y, bastante más atrás, siguen Poe y Conway; (d) en ciencia ficción, Wells; (e) entre los rusos, Tolstoi, Dostoievski y Turgenev; (f) de los folletinistas franceses, Dumas padre se lleva ocho títulos, algunos en varios tomos; finalmente, (g) entre los norteamericanos, Harte. Fuera de este canon, pero dentro de los amplios límites de las lenguas extranjeras, la Comisión Protectora seleccionó y adquirió por su cuenta las obras de dos autores de autoayuda: el norteamericano Orison Swett Marden y el escocés Samuel Smiles. Como se sabe, la Biblioteca de La Nación no ofreció entre sus títulos una nutrida cantidad de literatura de la lengua castellana. De aquí, la Comisión Protectora tomó el libro lanzamiento: Tres novelas picarescas, que compilaba en un volumen una obra de cada uno de los siguientes clásicos: Cervantes, Quevedo y Hurtado de Mendoza. En esta línea también se incluyó El Quijote. Entre los latinoamericanos, solo Isaacs, con María. Y apenas cinco autores nacionales: Mitre, Sarmiento, Daireaux, Bunge y Podestá. Para completar la nómina, la Comisión Protectora escogió expresamente algunos títulos de los que estaban disponibles en las librerías porteñas. La de los españoles se reforzó con Espronceda, Pérez Galdós, Blasco Ibáñez, Palacio Valdés y Valle Inclán. La lista de los nacionales resulta llamativamente escasa: Oyuela, Del Campo, Guido y Spano, Hernández, Mármol y Elflein.
Pero más que literatura nacional, el catálogo de las bibliotecas elementales se nutrió con ensayos de interpretación de la realidad argentina. Es por esta vía que le dieron representación tangible a esa idea de intensificar el sentimiento hacia la patria. No era una propuesta innovadora ni mucho menos: el entresiglos estuvo bien cargado de estudios de carácter social, histórico y literario que, en conjunto, propiciaron la emergencia del campo intelectual. Entre los escritores que alcanzaron trascendencia, aparecen J. V. González, Gálvez, Bunge, Álvarez, Lugones, Rojas y Ugarte, entre otros. Junto a estos autores se agregaron algunos clásicos del siglo xix: Alberdi, López y García Mérou. El recorte efectuado incluye, en general, diferentes perspectivas producidas desde la matriz de la cultura oficial.
A mitad de camino entre el criterio que brinda sentido a las elecciones que conforman la parte de la biblioteca descrita hasta aquí, y aquel que rige ese otro conjunto de conocimientos que la Comisión Protectora identificó para la “faz práctica de la vida”, se ubica la compra de los Manuales Soler, una colección de cien títulos de carácter enciclopédico de asuntos variados: historia, ciencia, saberes técnicos y artes y oficios, aunque un repaso por las obras del repertorio informa que el contenido declina sobre las tres últimas temáticas. Aunque estos manuales constituyeron la compra principal en estas materias, también fue adquirida la colección Pequeña Enciclopedia de Química Industrial Práctica, cuyo contenido aborda técnicas para el procesamiento de la sal, el azúcar, el alcohol, las harinas y la leche; incluía, asimismo, temas relacionados con la industria maderera, minera y metalúrgica. En este contexto, el segmento dedicado a la producción agropecuaria requirió una atención especial. Para cubrir este ámbito, se adquirió la Biblioteca Rural Argentina, una serie monográfica de ensayos breves que incluyó títulos sobre cultivos (cereales, forraje y frutos), cría de ganado (ovino y vacuno), medicina veterinaria y producción de alimentos. De manera semejante al proceso que dio como resultado la selección de literatura, en el plano técnico la Comisión Protectora complementó con algunas compras individuales este tramo de la biblioteca.
Finalmente, las bibliotecas elementales también sirvieron para cubrir las necesidades del currículum escolar. Por el lado de las humanidades y las ciencias sociales, se adquirieron textos sobre historia europea antigua, medieval y moderna. Entre los nacionales, además de los ya citados ensayos de Mitre y López, fueron agregados autores como Rivarola, Imhoff y Levene. En geografía también se tuvieron en cuenta obras generales y trabajos de carácter local, como el de Urien y Colombo, seleccionado en ese entonces por el Ministerio de Instrucción Pública como saber geográfico oficial. Entre las disciplinas exactas y naturales, fueron recogidos varios libros de la colección Cartillas Científicas o Nuevas Cartillas Científicas, de la empresa norteamericana Appleton. Para el segmento dedicado a las artes, se tomaron cuatro obras de la Biblioteca Popular de Arte de la editorial La España: El arte en la Antigüedad, El arte en la Edad Media, El arte en la Edad Moderna y El arte en el siglo xix.
La descripción precedente, que no tiene pretensión de exhaustividad ni da cuenta de los detalles que sirven para adentrarse en los porqués y los cómos de la selección, muestra, en conjunto, una intención precisa: la de alentar la profusión del conocimiento autorizado, aunque probablemente las bibliotecas elementales valieron más por el dispositivo mismo que por el canon que alentaron.
Resumen / Abstract
Bibliotecas populares elementales. Nacionalismo, inmigración y política bibliotecaria durante la década de 1910
En la década de 1910 la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares de la Argentina elaboró una política de expansión del campo denominada bibliotecas populares elementales. El objetivo era consolidar una política cultural de afirmación del sentimiento nacional, contra los dilemas que, en la perspectiva oficial, habían generado la inmigración y las ideologías de izquierda. Para reconstruir y comprender el modo en que se construyó un diagnóstico de la realidad bibliotecaria y se produjo una estrategia como respuesta, se estudia el libro de actas del organismo, sus publicaciones y otros documentos de interés. Tres aspectos constituyen las variables de análisis principales: (a) las características generales de la propuesta; (b) los argumentos políticos, culturales y sociales que la justificaron; (c) las realizaciones que tuvo entre 1912 y 1921. Entre las conclusiones, se destaca la voluntad estatal por vertebrar el campo bibliotecario argentino y, a partir de él, participar en la formación de los ciudadanos.
Palabras clave: Bibliotecas populares elementales - Políticas bibliotecarias - Nacionalismo - Inmigración
Elementary popular libraries. Nationalism, immigration and library policy during the 1910s
In this article the author presents a study of the Elementary Popular Libraries created in Argentina during the 1910s, with the aim of consolidating a cultural policy of affirmation of national sentiment as a means of confronting the dilemmas caused by immigration and left-wing ideologies. Three aspects constitute the main variables of analysis: (a) the general characteristics of the proposal; (b) the political, cultural and social arguments that justified it; (c) its achievements between 1912 and 1921. Among the conclusions, the will of the State to intervene and model the Argentine library field stands out.
Keywords: Elementary popular libraries - Library policies - Nationalism - Immigration
Fecha de presentación del original: 5/8/2020
Fecha de aceptación del original: 14/12/2020
DOI: https://doi.org/10.48160/18520499prismas25.1208
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[12] Comisión Protectora de Bibliotecas Populares, Memoria de la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares correspondiente a los años 1915 y 1916, Buenos Aires, Talleres Gráficos de L. J. Rosso, 1917; Comisión Protectora de Bibliotecas Populares, Libros y bibliotecas, Buenos Aires, Talleres Gráficos de L. J. Rosso, 1921.
[13] En el apéndice de este artículo se agrega, como anticipo de una investigación en curso, una descripción sumaria del catálogo de las bibliotecas elementales, con la intención de brindar al lector el horizonte de lecturas que manejaron los miembros de la Comisión Protectora en el momento de elaborar la política bibliotecaria descrita en este trabajo.
[14] Ministerio de Justicia e Instrucción Pública, Decreto sobre bibliotecas populares, p. 15.
[15] Comisión Protectora de Bibliotecas Populares, Libro de actas n°1.
[16] Comisión Protectora de Bibliotecas Populares, Leyes y decretos.
[17] Ibid., Libro de actas n°1, Acta 28, pp. 44-48.
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[19] Planas, Libros, lectores y sociabilidades de lectura.
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[21] Comisión Protectora de Bibliotecas Populares, Memoria de la Comisión Protectora.
[22] Comisión Protectora de…, p. 22.
[23] Flavia Fiorucci y Laura Graciela Rodríguez (comps.), Intelectuales de la educación y el Estado: maestros, médicos y arquitectos, Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 2018.
[24] Comisión Protectora de Bibliotecas Populares, Libro de actas n°1, Acta 34, pp. 55-57.
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[26] Comisión Protectora de Bibliotecas Populares, Libro de actas n°1, Acta 203, p. 250.
[27] Ayelén Fiebelkorn, “Miradas de inspección”.
[28] Alejandro Fernández, “La gran inmigración”, en J. M. Palacios (dir.), Historia de la provincia de Buenos Aires: de la federalización de Buenos Aires al advenimiento del peronismo (1880-1943), Buenos Aires, Edhasa, Gonnet, unipe, 2013.
[29] Comisión Protectora de Bibliotecas Populares, Libro de actas n°1, Acta 109, pp. 145-147.
[30] Elisa Pastoriza, Los trabajadores de Mar del Plata en vísperas de peronismo, Buenos Aires, Centro Editor de América Latania, 1993.
[31] Comisión Protectora de Bibliotecas Populares, Libros y bibliotecas, p. 37.
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[33] Augusto Belín Sarmiento, Bibliotecas populares en la provincia de Buenos Aires. Memorandum, Buenos Aires, El Censor, 1887, p. 6.
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[35] Ángel Giménez, Nuestras Bibliotecas Socialistas: notas y observaciones, Buenos Aires, L. J. Rosso, 1918.
[36] Comisión Protectora de Bibliotecas Populares, Libro de actas n°1, Acta 54, pp. 81-82.
[37] Ibid., Memoria de la Comisión, pp. 35-39.
[38] Comisión Protectora de Bibliotecas Populares, Libro de actas n°1, Acta 66, pp. 97-98.
[39] Ibid., Acta 95, pp. 127-128.
[40] Ibid., Acta 160, pp. 204-205.