Centro de Historia Intelectual, Departamento de Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Quilmes
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“La historiografía es un tipo de estudio que integra fragmentos de unos cuantos libros importantes que nunca fueron leídos en otro que tampoco leerá nadie.” Con este veredicto lapidario, el historiador norteamericano Carl Becker expresaba en 1938 lo que, para entonces, era un lugar común: la historia de la historiografía –en tanto history of historical writing– no solo se veía como un florilegio acumulativo de vidas y obras destinado a un simple manual de consulta, sino que cualquier indagación en el derrotero intelectual de un historiador se consideraba un “pasatiempo dominical” o una tarea de abierta indiscreción e, inclusive, de mal gusto. Ahora bien, si hubo alguien que intentó erradicar ese prejuicio ha sido, sin duda, Georg G. Iggers, quien falleció el 26 de noviembre de 2017 en Amherst, Nueva York, a los 90 años y cuyo nombre se incorpora, junto al de Eduard Fueter, Herbert Butterfield, George P. Gooch, Arnaldo Momigliano, Charles-Olivier Carbonell y Hayden White (entre pocos más), al panteón de los historiadores profesionales que más han hecho por convertir la historia de la historiografía en un campo específico y autónomo dentro de la disciplina, aunque, cabe confesar, esa batalla de ningún modo ha concluido.
Recordemos que, en 1967, G. R. Elton, en The Practice of History (uno de los clásicos más influyentes sobre el oficio de historiador), aún entendía que “esta moda de discutir sobre historiadores más que sobre historia contribuye a destruir cualquier criterio […]. Los buenos historiadores no son, en principio, hombres de ideas”. Si bien esta percepción correspondía a una zona particular de la comunidad inglesa de historiadores y coincidía con la visibilidad que estaba adquiriendo la profesionalización de la historia de la historiografía –ya efectiva en los años 1970–, lo cierto es que bien podría extenderse a nuestro tiempo puesto que, aún hoy, continúa siendo una práctica científica un tanto periférica y subsidiaria que muy pocos profesionales se atreven a privilegiar de manera exclusiva e ininterrumpida desde el inicio y hasta el final de sus carreras: o bien se aseguran, en algún momento del camino, la escolta de un objeto propiamente “histórico” inmune a una sospechosa ausencia en los archivos, o bien la guarecen –tal como, de algún modo, había ocurrido con el primer Iggers–, bajo el decoro metodológico de una historia intelectual o una historia política que habilite, legitime y torne respetable un objeto que, todavía en varias tradiciones académicas, no cuenta con las credenciales suficientes para desandar el camino por sí solo o, peor aun, es erróneamente identificado con un desvío “teórico”. Esta última cuestión, como se sabe, remite a un tipo de reflexividad sobre el oficio que la corporación de los historiadores ha abominado desde siempre y cuyos orígenes se remontarían a la concepción empírica de la práctica en el mismo Ranke. Pues bien, he aquí, precisamente, donde se cifra una de las grandes contribuciones de Georg Iggers. En un artículo muy temprano, “The Image of Ranke in American and German Historical Thought”, publicado en History and Theory en 1962 que se tradujo rápidamente a varias lenguas (aunque nunca al castellano) y que aún hoy sigue siendo un texto imprescindible para comprender la historiografía moderna, demuestra que la figura del historiador prusiano no fue la de un simple cruzado antihegeliano o el defensor de una objetividad pura, sino un idealista muy consciente de las condiciones teóricas que subyacían tras sus grandes obras históricas y cuya continuidad puede rastrearse desde los manuscritos sobre Lutero de 1816-1817 hasta sus lecciones inaugurales de los años 1860. Y a esta recuperación que más tarde también hará suya Anthony Grafton, Iggers agregará todo un map of misreading o, para ser exactos, de mistranslation: aquel célebre dictamen de Ranke que tanta influencia tuvo en Occidente, según el cual los hechos históricos deben reconstruirse “wie es eigentlich gewesen”, es decir, “tal como realmente han ocurrido”, se trataría de un error muy poco inocente de la traducción inglesa puesto que, en aquel contexto decimonónico, el sentido de eigentlich correspondía a esencialmente y no a realmente. Cabe lamentar, no obstante, que aquella versión errónea aún continúe utilizándose, persistencia con la que podría medirse el estado en que se encuentra la historia de la historiografía en las regiones que aún la utilizan. En todo caso, con esta rectificación adverbial, Iggers demolía de una vez y para siempre la perdurable inercia de aquel Ranke “realista” y lo inscribía en una tradición que, desde Vico y Herder, consideraba la historia como el reino del espíritu y las ideas, aunque no en el sentido hegeliano, sino como parte de las intenciones y los pensamientos de individuos e instituciones concretas. En suma, “no es la objetividad [factuality], sino el énfasis en lo esencial lo que hace que una explicación sea histórica”, señalaba Iggers en The Theory and Practice of History, una antología de textos teóricos rankeanos cuyo título parecía desafiar al de Elton, publicada por primera vez en 1973 junto a Konrad von Moltke y que se ha convertido en una referencia obligada en lengua inglesa hasta el día de hoy. Pero la importancia de la figura y la obra de Iggers no se detiene en esa rehabilitación –que, vale aclararlo, nada tuvo de apologética–, sino que se interna en una diversidad de pliegues que trasciende la propia historiografía.
Georg Gerson Iggers (originalmente Igersheimer) nació en Hamburgo el 7 de diciembre de 1926 en el seno de una familia judía de clase media. Tras una infancia sin grandes sobresaltos, el joven Georg se convertirá en un adolescente rebelde que encontrará en la práctica ortodoxa del judaísmo, el movimiento Mizrachi y el contacto con el Jugend-bewegung judío, una profesión de fe que utilizará para subvertir la autoridad de sus padres, quienes preferían disimular sus orígenes para no provocar el antisemitismo. Sin embargo, apenas percibieron el peligro que representaba el nazismo, comenzaron a preparar la emigración y en 1938 –pocas semanas antes de la fatídica noche de los Cristales Rotos–, partieron rumbo a los Estados Unidos, primero a Nueva York y luego a Richmond, Virginia, en cuya universidad y en solo dos años Georg obtuvo su Bachelor of Arts (1944) en lingüística comparada (francés y español), carrera que completó en la University of Chicago, donde había decidido continuar sus estudios de graduate. En el verano de 1945, finalizó su Master of Arts en germanística y luego pasó otro año en la New School for Social Research de Nueva York que, según ha señalado, fue “el más valioso” de su época como estudiante. Allí, asistió a los seminarios del sociólogo alemán Albert Salomon, quien lo instó a investigar la “escuela” sansimoniana. Para ese entonces, su viraje de la lingüística a la historia de las ideas ya era, prácticamente, un hecho.
En el otoño de 1946, regresó a Chicago y conoció a su compañera de toda la vida, Wilma Abeles, una refugiada checa y prestigiosa germanista con quien se casará en 1948, tendrá tres hijos entre 1951 y 1956, y compartirá no solo diversos intereses intelectuales (entre ellos, la traducción de varios textos rankeanos y la escritura a dos voces, en 2002, de un relato autobiográfico traducido al castellano bajo el título Dos caras de la historia. Memoria vital de tiempos agitados), sino también un fuerte compromiso político en defensa de los derechos civiles, los movimientos estudiantiles y la integración racial, una militancia que, de aquí en más y con los riesgos que suponía en aquel momento introducir la variable ideológica en la práctica científica, será inherente a sus investigaciones históricas e historiográficas. Precisamente, en 1950, Georg y Wilma se habían trasladado a Little Rock, Arkansas, contratados por el Philander Smith College, fundado en 1877 y destinado a los estudiantes negros. Allí, a través de una carta de lectores que envió al Arkansas Gazette, Georg logró que la gran biblioteca del College resultase accesible para los negros, hito por el cual recibió la invitación a participar de la junta directiva local de la National Association for the Advancement of Colored People (NAACP) y de la fraternidad negra Phi Beta Sigma, convirtiéndose así en el primer miembro blanco de ambas organizaciones. En este contexto, realizó diversas investigaciones de corte sociológico sobre las desigualdades en los colegios públicos de Arkansas que contribuyeron a que la Corte Suprema derogara en 1954 la doctrina separate-but-equal, aquella que justificaba la segregación racial desde 1896, un primer paso fundamental que abrió las discusiones en el ámbito judicial y legislativo para las décadas siguientes. En 1957 y tras mucho pensarlo, Georg y Wilma aceptaron el ofrecimiento de dos puestos docentes en la Dillard University de Nueva Orleans, una universidad también destinada a estudiantes negros, pero de clase media y con una formación académica un tanto superior a la del Philander Smith College. Un año después, Iggers ya publicaba sus dos primeras obras: la traducción al inglés de la Doctrine de Saint-Simon. Exposition. Première année, 1828-1829 y su tesis de doctorado The Cult of Authority. The Political Philosophy of the Saint-Simonians. A Chapter of the Intellectual History of Totalitarism. Al situar el pensamiento de los sansimonianos en ruptura con la herencia de los philosophes del siglo XVIII y apartarlos de cualquier prefiguración utópica protosocialista, Iggers recuperó las claves de un movimiento que aún permanecía cautivo de las premisas de la Histoire du Saint-simonisme de Sébastien Charléty (1931). Con todo, si bien su trabajo fue saludado como instructivo, también recibió críticas severas debido a que convertía de manera anacrónica a figuras eminentes del movimiento como Enfantin y Bazard en “totalitarios tempranos”. Este juicio –que se había adelantado dos años a Mesianismo político, de Jacob Talmon– será revisado por Iggers tras la consulta en París del Fonds Enfantin en la Bibliothèque de l’Arsenal en 1960 y lo llevará, diez años después, a reconocer ciertas conclusiones “hipertrofiadas” y a quitar el último tramo del subtítulo en la segunda edición de la obra. Precisamente, aquel viaje de un año a Europa que emprendió con toda su familia –gracias al financiamiento de la American Philosophical Society y la Fundación Guggenheim, pero también a que Wilma se encargaría de cuidar a sus tres hijos y suspendería toda actividad profesional–, significó un primer contacto con historiadores y filósofos como Fernand Braudel, Herbert Butterfield, Karl Popper, Isaiah Berlin, Pieter Geyl y Geoffrey Barraclough, entre otros. Pero su estancia académica perseguía un objetivo esencial: preparar un trabajo que versaría sobre la decadencia del pensamiento progresista en los siglos XIX y XX. Tal era el proyecto que se convertiría en su obra maestra.
A su regreso a los Estados Unidos, Georg y Wilma se reintegraron en la Dillard University y luego enseñaron durante dos años en la Roosevelt University de Chicago. Este largo derrotero por diversas universidades norteamericanas llegaría a su fin en 1965: tras una oferta que incluía un salario más elevado, una dedicación de solo seis horas semanales a la docencia y tiempo suficiente para dirigir investigaciones, Iggers asumió la cátedra “Historia intelectual europea” en la University of Buffalo (hoy State University of New York at Buffalo) y Wilma otro cargo en el Canisius College donde ambos residieron hasta su jubilación a fines de los años 1990. Durante los años 1960, ninguno cejó en la militancia política. Ambos mantuvieron una abierta resistencia frente a la guerra de Vietnam, organizaron grupos pacifistas con otros profesores y apoyaron públicamente a los estudiantes objetores de conciencia que se negaban al reclutamiento. Esta lucha contra la opresión no solo implicaba una forma de intervenir y mejorar el mundo, sino que formaba parte inextricable de su modo de comprender la historia de las ideas y, en este sentido, la obra que Georg comenzó a esbozar en su estancia europea se convirtió en un modelo de investigación que rompió con los métodos habituales de la historia de la historiografía. Así pues, en 1968, Iggers publica The German Conception of History. The National Tradition of Historical Thought from Herder to the Present, una de las grandes obras de historiografía del siglo XX y que lo consagró definitivamente entre sus pares. El trabajo fue concebido, según el propio Iggers señala en su autobiografía, como “un análisis crítico de las premisas teóricas fundamentales de la corriente principal de la historiografía alemana”, es decir, el historicismo, y se inscribe en un contexto de crisis de la Ideengeschichte signada por dos premisas: la postulación de los individuos (públicos) y las ideas como gestores del curso de la historia y una insistente preocupación por los orígenes intelectuales del nacionalsocialismo. Precisamente, si bien el trabajo de Iggers aún comparte una zona de ese interés (junto con las obras de Fritz K. Ringer (1969) y Robert A. Pois (1972) sobre los “mandarines alemanes” y la figura de Friedrich Meinecke respectivamente), lo cierto es que incorpora nuevas variables de historia social y, en particular, una hipótesis especialmente polémica: la ideología ultranacionalista e imperialista del historicismo alemán “dejaba libre un camino que, aunque no determinó el ascenso de los nazis, sí contribuyó a hacerlo aceptable para muchos alemanes cultivados”. Así pues, el marco en que Iggers inscribió ese análisis ha sido, siguiendo la línea de su trabajo sobre los sansimonianos, lo que podríamos llamar una historia política de las ideas, es decir, un nudo político inserto en el decurso mismo de una historia de la historiografía entendida como historia intelectual: por cierto, el único recurso posible que, por entonces, le permitía sacar del oprobio a un saber todavía muy resistido. Con todo, The German Conception of History marca, de algún modo, un punto de inflexión que cierra una etapa de descrédito hacia la historiografía y abre el período de su profesionalización, el cual, no obstante, sigue buscando su rumbo.
Las obras que Iggers publicó a partir de los años 1970 estarán signadas por una especificidad donde la historia intelectual o política ya no actuarán como garantes de un saber menor, sino como escenarios ineludibles de una ciencia en movimiento y, en este sentido, ha sido esencial el rol instrumental que tuvo en la creación de la International Commission for the History and Theory of Historiography tras el Congreso Internacional de Ciencias Históricas de Bucarest en 1980 y la fundación de la revista Storia della storiografia dos años después junto a Guido Abbattista y Edoardo Tortarolo. Un trabajo que inauguró este nuevo estilo ha sido New Directions in European Historiography (1975), una obra que representa su primera incursión específica en una historia de la historiografía sin tutelajes y para la cual la perspectiva metodológica y teorética acompaña el análisis de diferentes corrientes e historiadores. Asimismo, editará solo o junto a otros historiadores varias obras colectivas: International Handbook of Historical Studies (1979), The Social History of Politics. Critical Perspectives in West German Historical Writing since 1945 (1985), Leopold von Ranke and the Shaping of the Historical Discipline (1990) y Marxist Historiography in Transformation. New Orientations in East German History (1991). Esta última, en particular, prolongaba los puentes que venía tendiendo desde 1966 entre las dos Alemanias, un diálogo inédito y muy fructífero que inició con historiadores como Hans-Ulrich Wehler, Jürgen Kocka, Walter Markov y Hartmut Zwahr. Iggers consideraba que, pese a la coacción de un Estado autoritario, los historiadores de la RDA habían hecho un uso muy productivo de las fuentes y del marxismo, sobre todo, en lo referido al estudio de las clases sociales, la etnología histórica y la historia económica, un juicio que, en el contexto de la Guerra Fría, representaba todo un desafío. Lo mismo cabe decir de la única de sus obras de historiografía que se ha traducido al castellano y que cuenta con dos versiones diferentes: la primera, publicada en Barcelona por Labor en 1995 con el título La ciencia histórica en el siglo xx. Las tendencias actuales (luego reimpresa por Idea Books hasta 2001) y la segunda y definitiva, La historiografía del siglo XX. De la objetividad científica al desafío posmoderno, por el Fondo de Cultura Económica de Chile en 2012 con una excelente traducción y edición de Iván Jaksic. La obra retoma la estructura de New Directions, pero junto con una periodización que se extendía veinte años más, incorporaba un posicionamiento, tal vez uno de los más equilibrados que se han escrito, en torno de la llamada historiografía posmoderna, cuyo reto, reconoce, tuvo un impacto significativo en la cautela con que ahora los historiadores asumen la autoridad de la ciencia, la insuficiencia de las fuentes, la necesidad de un relato no exento de imaginación histórica y el rol inescindible de la subjetividad en la investigación, nada de lo cual, sin embargo, vulnera la continuidad de la práctica y los conceptos que definen la disciplina. Aun en el siglo XXI, Iggers seguirá investigando al proyectar los lineamientos de la historia global en el ámbito de la historia de la historiografía, en particular, en China. Las últimas dos obras que publicó como editor, ambas con el historiador chino Q. Edward Wang, Turning Points in Historiography. A Cross Cultural Perspective (2002) y A Global History of Modern Historiography (2008) marcan un nuevo rumbo que no asegura, pero sí augura lo que, a principios del siglo XX, Carl Becker nunca hubiera imaginado: que las historias de la historiografía sean leídas. Y, sin duda, la contribución de Georg Iggers perdurará como el acicate de tal conversión.
Andrés G. Freijomil
UNGS