Centro de Historia Intelectual, Departamento de Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Quilmes
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Hilda Sabato,
Republics of the New World: The Revolutionary Political Experiment
in Nineteenth-Century Latin America,
Princeton (NJ), Princeton University Press, 2018, 240 páginas
Pocas personas están capacitadas para escribir una visión global de los procesos de construcción de las repúblicas latinoamericanas del siglo XIX; menos aun para ofrecer, además, una interpretación distinta de las tradicionales sobre dichos procesos. Republics of the New World confirma lo que muchos pensábamos: Hilda Sabato se cuenta en ese pequeño y selecto grupo de personas. Especialista en historia de lo político (antes de que Pierre Rosanvallon describiera ese término en su célebre discurso Pour une histoire conceptuelle du politique), Sabato había desarrollado sus investigaciones centrada, principalmente, en el caso argentino decimonónico. En esos trabajos ya había mostrado disposición por buscar en la historia bien documentada y rigurosa respuestas a preguntas fundamentales de la filosofía política. El mismo interés está presente en sus trabajos de historia general argentina, y también en Republics of the New World.
El libro tiene cinco capítulos, el último de los cuales es un ensayo que integra los aspectos abordados en los primeros cuatro. La introducción y el epílogo, una recapitulación sobre la importancia del experimento republicano en América Latina, completan la obra. Con muy escasas notas a pie de página y una narración ágil y llena de ejemplos, está dirigido a un público que no necesariamente es especialista en la historia política del siglo XIX, aunque sus aportaciones serán sin duda útiles también para quienes desarrollan investigaciones en ese tema.
Hay que empezar por aclarar que el libro no se inscribe de manera precisa en la historiografía que desde hace un par de décadas estudia el republicanismo en Hispanoamérica, en el sentido de una tradición política como la analizada en su momento por John Pocock. Por tal razón, la autora no realiza una arqueología del republicanismo ni busca los antecedentes del pensamiento republicano. Las doctrinas neoescolásticas son mencionadas de forma explícita apenas en un par de ocasiones (pp. 27-28), lo mismo que las enseñanzas del jusnaturalismo, importantes no por su desarrollo intelectual sino por las herramientas que pudieron haber proporcionado a los actores políticos de la primera mitad del siglo XIX. La intención de la autora es explicar el establecimiento del orden republicano en Hispanoamérica no como la puesta en práctica de una tradición intelectual sino como resultado de un proceso histórico que dio inicio en 1808, con la fractura de la legitimidad dinástica en la monarquía española, y el establecimiento, quince años más tarde, de gobiernos independientes que enfrentaban problemas semejantes: cómo hacerse obedecer, cómo sobrevivir a los cuestionamientos de los adversarios, además de los más cotidianos sobre las políticas públicas que debían llevar a cabo. Esta necesidad condujo a la formación de gobiernos representativos. Por supuesto, el objeto a representar nunca quedó del todo claro (los pueblos, el pueblo, la nación), pero la representación política se convirtió en un principio que no podía ser discutido, a diferencia de Europa, donde todavía algunos grupos políticos podían propugnar instituciones que no se asumieran como representantes de la sociedad.
Buena parte de la historiografía del siglo XX consideró que las primeras décadas de vida independiente de las repúblicas hispanoamericanas fueron un fracaso. La inestabilidad política y el caudillismo abonaron esta visión. Además, se suponía (y algunos autores lo siguen manteniendo) que las instituciones republicanas eran exógenas y, por lo tanto, propiciaron una reacción premoderna en las sociedades corporativas forjadas en trescientos años de dominio español. Hilda Sabato propone en este libro que, en realidad, elementos que han sido interpretados como una anomalía latinoamericana (desde los motines urbanos hasta los continuos pronunciamientos) fueron resultado del nuevo orden establecido y no una reacción al mismo. Sin insistir demasiado, la autora señala que muchas de esas características tan criticadas en Hispanoamérica estuvieron presentes en otros países, como en los Estados Unidos (donde la violencia política también jugó un papel importante en sus primeros años como república y, en especial, durante la sangrienta guerra civil de la década de 1860), España o Francia. La aparición de partidos y facciones, la irrupción de la movilización social, la posibilidad de confrontar a cualquier gobierno fueron resultado del nuevo orden, y no un legado colonial que se negaba a desaparecer.
Para articular el orden republicano se recurrió a tres elementos: las elecciones periódicas, las milicias cívicas y la opinión pública. Es verdad que estas nuevas prácticas se articularon a partir de las condiciones de desigualdad presentes en las sociedades hispanoamericanas de la época. No podía ser de otra forma. En las elecciones nunca faltaron dirigentes que encauzaran el voto, mientras que los notables y los poderosos locales dirigían las milicias. Ahora bien, algunas de las diferencias jerárquicas no respondían a un orden social heredado sino, precisamente, a las nuevas condiciones políticas. Por supuesto, quienes habían sido los dirigentes de la sociedad colonial tenían más posibilidades de mantenerse al frente de las nuevas instituciones de gobierno, pero no faltaron campesinos indígenas o trabajadores afrodescendientes que por distintos motivos pudieron encabezar los procesos electorales o las milicias, fenómeno que se puede apreciar desde Buenos Aires hasta México. No bastaba contar con conexiones, educación o riqueza para ser un líder en las repúblicas hispanoamericanas (p. 173). Estos nuevos actores ocuparon un lugar entre “los pocos” (en el sentido de David Hume) gracias a su capacidad para negociar con “los muchos”, algo que pudieron hacer solo en el marco de las nuevas instituciones.
Incluso uno de los aspectos más criticados de la vida política hispanoamericana del siglo XIX (p. 120) es explicado por Sabato como una característica del orden republicano. Los pronunciamientos, asonadas y rebeliones, como bien hace notar, rara vez fueron protagonizados por los ejércitos regulares. En la mayoría de los casos, los actores centrales de estos movimientos fueron las milicias cívicas o las guardias nacionales. Muchos de aquellos coroneles que tomaron las armas en contra de algún gobierno local o nacional eran –o empezaron siendo– comandantes de milicias, ciudadanos en armas. Resulta muy encomiable el apartado dedicado a las milicias cívicas y sin duda es uno de los más originales de la obra. Tal vez se trate del único capítulo en el que pesa más la experiencia del cono sur que la de otras regiones, como México. Por fortuna, cada vez hay más trabajos en torno al funcionamiento de esos grupos armados en Hispanoamérica, en especial en la primera mitad del siglo XIX. Sabato aprovecha esos trabajos pero propone además una interpretación que vincula a las milicias con el orden republicano. El derecho de los ciudadanos a tomar las armas y resistir al mal gobierno es el aspecto más visible de dicha relación, pero no el único. La participación de las milicias en desfiles y en otras actividades cívicas contribuyó también a la formación de ritos republicanos. La organización “desde abajo” en las milicias también fue importante. El principio republicano de combatir el mal gobierno se materializó por la vía de los pronunciamientos, realizados habitualmente en nombre de la nación o del pueblo. Por supuesto, si dichos pronunciamientos triunfaban, la “revolución” (nombre habitual para esa clase de “trastornos políticos”) no era suficiente para dar legitimidad a quienes habían triunfado. Era necesario forjar una opinión pública favorable y, por supuesto, convocar a elecciones (p. 118).
Muy acertada me parece la decisión de Sabato de no hurgar en los sentidos del concepto de “opinión pública” en Hispanoamérica sino en observar cómo esta “propició el desarrollo y articulación de una serie de instituciones y prácticas que jugaron una parte destacada en las repúblicas del siglo XIX” (p. 133). Las asociaciones (algunas antiguas, pero resignificadas por el nuevo contexto) tuvieron un papel importante: clubes políticos, logias masónicas, gremios, asociaciones de ayuda mutua, sociedades patrióticas, contribuyeron a la construcción de esa opinión pública republicana, a través de rituales como los desfiles (en los que no era extraño ver a los milicianos) o la música, aunque los medios impresos tuvieron primacía. La prensa y las asociaciones afirmaban hablar en nombre de la opinión pública, unánime, aunque en la mayoría de los casos fueran expresión precisamente de grupos, acusados de facciosos (pp. 149-161).
El capítulo quinto de Republics of the New World no es tanto una recapitulación de los anteriores, sino un ensayo muy bien logrado acerca de cómo interactuaron en los gobiernos representativos los sistemas electorales, las milicias y la opinión pública. Es sin duda la mejor parte del libro. Aunque la autora mantiene la diferencia entre “los pocos y los muchos”, señala que dada la importancia de establecer gobiernos en diferentes niveles (locales, provinciales, nacionales) y la oportunidad que las elecciones y las milicias otorgaban para forjar nuevas dirigencias, hubo una mayor interacción entre los unos y los otros a lo largo de esas décadas. Los pocos no eran tan pocos (p. 176). Y los muchos –contra lo que sostiene una historiografía tradicional– tampoco fueron meros títeres manejados por los dirigentes políticos. Los grupos subalternos tenían sus propias demandas y sabían cómo negociarlas.
El experimento republicano en Hispanoamérica fue exitoso, pero no se piense por esto que la autora dibuja un panorama idílico, como hace años hiciera Alicia Hernández Chávez (La tradición republicana del buen gobierno) para el caso mexicano. El orden republicano no fue democrático en los sentidos actuales del término, ni igualitario. De hecho, la sola existencia del sistema representativo favorecía la diferenciación, como afirma Sabato apoyada en Bernard Manin. Tampoco es que los políticos, los “pocos”, tuvieran como objetivo el afianzamiento de políticas participativas. Como bien señala la autora, en distintos momentos hubo restricciones a la organización de milicias o a la base electoral. Al final, esas medidas no fueron tan dramáticas como las hubieran querido sus promotores ni tuvieron una larga duración: la competencia política condujo al restablecimiento de un sufragio masculino casi universal (o, en todo caso, sin restricciones censitarias) y al levantamiento de nuevas milicias, en especial en las conflictivas décadas de 1850 y 1860.
En el siglo XIX el continente americano fue mayoritariamente republicano. Hubo proyectos monárquicos, pero su fracaso también es indicador de que había un orden político diferente al que había permitido la supervivencia de las monarquías en Europa. En este sentido, más que representar una excepción en el desarrollo político moderno, Hispanoamérica resultó ser paradigmática de aquella modernidad.
Alfredo Ávila
IIH-UNAM